78

Se sentía ridículo. Y estaba seguro de que, visto desde fuera, daba una imagen patética. Además, estaba sudando a mares. Aquello era una agonía. Aquella chaqueta le apretaba a la altura de la cintura; la entrepierna de aquellas mallas color crema le aplastaba las pelotas, y las botas que le había endilgado aquella imbécil de vestuario le iban al menos dos tallas pequeñas, y le estaban machacando los dedos de los pies. La peluca le hacía sentir como si llevara un nido de pájaro en la cabeza.

Debería de estar pasando sus últimos días en una tumbona, en la cubierta de un yate por el Caribe, bebiendo mojitos, rodeado de jovencitas. Aquello no tenía sentido. Era la historia de su vida. Siempre jodido. Por la industria del cine, por la maldita televisión. Por cada uno de sus agentes. Y ahora, aquel insulto final. Su guion, robado por Brooker Brody Productions. Lo mejor que había escrito en toda su vida.

Y en lugar de disfrutar de su momento de gloria, estaba sudando con aquellas mallas y una peluca que le producía urticaria.

«Vais a lamentarlo. Mucho. Todos vosotros. Ya veréis».

Aquella zorra que había sido tan maleducada el sábado también iba a lamentarlo. Miró alrededor, por si la veía, pero no parecía que estuviera por ahí. Tenía planes para ella. Eso era lo mejor de estar muriéndose: ¡ya todo te importaba una mierda!

Pero primero debía concentrarse en la tarea que tenía por delante. Disponía de una copia del calendario de producción, con los horarios de todas las sesiones de rodaje en Brighton. En el interior y en el exterior del Pavilion, según el tiempo que hiciera. En el exterior, durante el día, si el tiempo lo permitía. Y en el interior una vez cerrado al público.

Al día siguiente, después del cierre, empezarían a grabar la escena del salón de banquetes en la que Jorge IV ponía fin a su relación con Maria Fitzherbert, diciéndole que lo suyo era historia.

El rey se lo diría justo debajo de la lámpara de araña que tanto miedo le había dado siempre. Las estrellas de Hollywood Judd Halpern y Gaia, sentados bajo la lámpara de araña. ¡Sería genial hacer que se les cayera encima!

Ya se imaginaba los titulares del día siguiente en los periódicos de todo el mundo. ¡Dos leyendas muertas!

«¿Qué tal te va a sentar eso, Larry Brooker? ¿Y a ti, Maxim Brody? Apuesto a que lamentaréis haberme tratado así, ¿no? Todos vuestros sueños rotos en pedazos, como los cristales de la lámpara. ¿Lo veis? El lenguaje poético es lo mío. ¿Os dais cuenta?».

El autobús, lleno de extras disfrazados, se puso en marcha, atravesando las puertas del hipódromo de Brighton, y salió al exterior. Giró a la izquierda, colina abajo y hacia el mar, y luego en dirección al Pavilion.

Drayton agarró con fuerza su pequeña mochila. Contenía su muda, agua para beber, comida, una linterna, una botella de cristal San Pellegrino llena del cóctel ácido de cloruro de mercurio que había preparado con todo esmero, y una toalla del baño del hotel.

Cuando pensó en la tarea que tenía por delante y se olvidó de su atuendo, se sintió mucho mejor. Mucho.

Era extremadamente feliz.