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—Joder, menos mal que no llueve —exclamó Drayton Wheeler.
Se giró, como buscando confirmación en una mujer con aspecto de extrañeza que estaba tras él en la larga cola que se había formado en la puerta principal del hipódromo de Brighton; el edificio había sido alquilado por la productora de la película como punto de reunión para los extras.
Ella levantó la vista del ejemplar del Argus que estaba leyendo y se quedó mirando un rato a aquel hombre tan raro que tenía delante en la cola para apuntarse como extras.
—Sí, qué suerte.
—No te jode, pues claro.
Desde luego, era un tipo raro, pensó. Alto y desgarbado, con un flequillo infantil que asomaba bajo una gorra de béisbol descolorida. No paraba de hacer muecas, frunciendo todos los músculos de la cara, como si le dominara la rabia, y tenía un aspecto enfermizo, apagado. Tenían cincuenta personas por delante, de todos tipos y tamaños, esperando a fichar y pasar a la prueba de vestuario. Llevaban de pie más de una hora, soportando el viento racheado de Race Hill. Unos postes blancos marcaban el límite de la pista, y desde allí había buenas vistas de la ciudad y al sur, hasta el puerto deportivo y el canal de la Mancha.
De pronto, de la cabeza de la cola, una alegre voz de mujer preguntó:
—¿Está por aquí la familia Hazeldine? ¿Paul Hazeldine, Charlotte Hazeldine, Isabel Hazeldine y Jessica Hazeldine? ¿Con su perro, Benson? Si están aquí, ¿pueden presentarse aquí, por favor? ¡Vengan al inicio de la cola!
Wheeler miró el reloj.
—Será una hora más, por lo menos.
Miró a la mujer, que tendría más o menos su edad. Tenía un rostro anguloso, con el cabello rubio cortado al mismo estilo que lucía Gaia en una fotografía que aparecía en el periódico del día, en un reportaje a doble página que anunciaba la grabación de la película.
Su película.
El guion que le habían robado.
No le habría importado hacerlo con ella. No era atractiva, pero parecía soltera y no era tan fea. No llevaba alianza. Buenas piernas. A él le ponían las piernas. ¿Querría echar un polvo? A lo mejor, si jugaba bien sus cartas, podía llevársela luego al hotel y tirársela. Podía fijar la mente en sus piernas, en lugar de en su cara. La herramienta aún le funcionaba; era uno de los efectos secundarios de las maravillosas pastillas que le daban para que se olvidara de que se estaba muriendo. Parecía estar sola. Él estaba solo.
—¿Ha hecho esto antes? —preguntó, intentando romper el hielo.
—De hecho —dijo ella—, eso no es cosa suya. —Levantó el periódico para perderlo de vista y siguió leyendo la doble página sobre Gaia y sobre la filmación, que iba a empezar el lunes.
«Zorra —pensaba ella—. Qué zorra eres, Gaia. Voy a plantearme darte otra oportunidad. ¿Lo entiendes? Una oportunidad más. Y eso solo por cómo nos amamos».
Por la expresión contrita que tenía Gaia en la foto veía que estaba intentando enviarle una señal. Una disculpa.
«Casi demasiado tarde. Pero puede que te dé otra oportunidad. Aún no lo he decidido».
Bajó el periódico.
—De hecho, solo hago esto porque soy amiga personal de Gaia.
—¿Ah, sí? ¡No me joda!
Ella sonrió, orgullosa.
—Es maravillosa, ¿no cree?
—¿Eso cree?
—¡Lo hace todo bien!
—¿Eso piensa? ¡Por Dios!
—Bueno, por lo que he leído de la película, el guion es un asco, pero ella lo convertirá en algo especial.
—¿Un asco? Señorita, ¿acaba de decir que el guion es un asco?
—Quienquiera que lo haya escrito no tenía ni idea de la verdadera relación entre Jorge IV y Maria. Pero así es Hollywood, ¿no?
—No me gusta su tono.
—Que le jodan.
—Que te jodan a ti también —dijo él, mirándola a los ojos. Quería decirle que lo había escrito él, que su versión de los acontecimientos era correcta, pese a lo que hubieran podido hacerle después al guion aquellos capullos de Brooker Brody. Pero se giró, haciendo un esfuerzo supremo por controlar su ira de nuevo.
Permanecieron en silencio la hora y media siguiente. Por fin le tocó el turno de apuntarse. Se identificó como Jerry Baxter. Le dieron una copia del calendario de rodaje y el estadillo del lunes, y luego le enviaron a la planta superior para las pruebas de vestuario. Cuando dejó el mostrador, la joven de rostro risueño que le había atendido le dedicó una sonrisa a la siguiente de la fila.
—¿Su nombre, por favor?
—Anna Galicia.
—¿Tiene alguna experiencia en interpretación?
—En realidad, soy amiga personal de Gaia.
—¿De verdad?
—Sí, de verdad.
—Pues debería haberle pedido que contactara con nosotros; se habría ahorrado la cola.
—Oh, no quería molestarla mientras ensaya. Le gusta ponerse en situación antes de actuar.
—Sí, eso lo he oído.
—Lo hace. Es cierto.
Anna firmó el impreso y dio los datos personales que le pidieron. Le dieron el calendario de producción, el estadillo del lunes y le indicaron el camino hacia la zona de pruebas de vestuario de mujeres.
Estaba llena de mujeres, delgadas, jóvenes, de mediana edad, enfundándose ridículos disfraces y elaboradas pelucas. Estaban allí por el dinero, por las sesenta y cinco libras diarias. Estaban allí por vanidad. Por divertirse.
Ninguna de ellas estaba allí por el mismo motivo que ella.
Ninguna de las otras estaba allí porque Gaia les hubiera pedido personalmente que estuvieran allí, como a ella. Para disculparse por su comportamiento en el Grand. Era la tensión causada por el jet lag. Pero en el fondo lamentaba mucho su comportamiento.
Y Anna tenía un gran corazón. Sabía perdonar.
Y ya la había perdonado.