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Cleo encontró aparcamiento a dos calles de su casa, poco después de las cinco de la tarde del viernes. Había dejado de llover y el cielo se estaba despejando. Salió de su pequeño Audi, agotada pero contenta. Increíblemente contenta, y con el fin de semana por delante. Como en respuesta a su buen humor, el bebé le dio una patada dentro del vientre.

—¿Tú también estás contento, bultito?

Cogió el bolso del asiento del acompañante, cerró el coche y se dirigió a casa a pie, absolutamente ajena a los dos pares de ojos que la observaban desde detrás del parabrisas del Volkswagen de alquiler que la había seguido desde el depósito.

Warum starrst du die dicke Frau an? —preguntó el niño.

Ella respondió, en alemán:

—No está gorda, cariño. Lleva un bebé dentro.

—¿De quién es el niño? —preguntó él, en alemán.

Ella no respondió. Observó a la mujer, con odio en los ojos.

—¿De quién es el niño, mamá?

Ella no respondió enseguida; sentía la agitación en su interior.

—Espera aquí —ordenó al niño—. Volveré enseguida.

Salió del coche y caminó unos metros, pasando por delante del Audi. Haciendo como si nada, intentando no llamar la atención, se giró y vio el capó del coche de Cleo.

Había una pátina de polvo sobre la chapa, y varias cagadas de gaviota, una de ellas sobre la cinta aislante que tapaba la raja de la capota. Pero las palabras que había grabado ella misma seguían ahí, claramente visibles:

FURCIA DEL POLI, TU HIJO ES EL SIGUIENTE