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No, no necesito ayuda, gracias. ¿Tan poca cosa le parezco?

El portero del Grand Hotel se quedó sorprendido, pero mantuvo la compostura.

—Como quiera el señor; solo intentaba ayudarle.

—Cuando quiera ayuda, se lo diré.

Drayton Wheeler atravesó el vestíbulo, sudando profusamente por el esfuerzo de cargar con la pesada caja marrón precintada que llevaba bajo el brazo izquierdo y dos bolsas llenas hasta los topes.

Pasó junto a un par de fotógrafos y el mismo grupo de siempre que ocupaba varios sofás, entre ellos gente con carátulas de CD y fundas de discos. Daban la impresión de haber levantado allí su campamento. ¡Patéticos fans de aquella zorra, aquella actriz de pacotilla! ¡Sin duda era la peor opción posible para aquel papel! Su papel. El que él había escrito. Apretó el botón y esperó la llegada del ascensor. Su ira había dejado huella por todas partes, lo sabía. Les había gritado a dos empleados de diferentes farmacias, al idiota del cajero del supermercado Waitrose, al cretino de la ferretería Dockerills y al capullo integral de Halfords.

Salió en la sexta planta, recorrió el pasillo y sacó la llave-tarjeta, no sin esfuerzo. La metió en la ranura y la extrajo.

Apareció una luz roja.

—¡Mierda! —gritó. Volvió a meterla y a sacarla, sufriendo con el peso del paquete que llevaba bajo el brazo izquierdo. La volvió a meter, esta vez correctamente, y la luz se puso verde.

Abrió la puerta medio empujándola, medio con una patada, y entró en la pequeña habitación. Se acercó como pudo a las dos camas y soltó los paquetes en una de ellas, resoplando de alivio.

Necesitaba una ducha. Algo de comer. Pero primero tenía que comprobarlo todo, para asegurarse de que lo que le habían vendido aquellos imbéciles estaba bien.

Colgó el cartel de NO MOLESTAR en el exterior de la puerta, echó el seguro y abrió el primer paquete. Sacó la batería de coche y la colocó sobre la revista Sussex Life que había sobre la mesa accesoria. Luego metió la mano en una de las bolsas de viaje y sacó una pesada palanca de metal para cambiar ruedas, y seis termómetros que colocó junto a la batería. Luego sacó la botella de ácido clorhídrico, etiquetada como decapante, que había comprado en Dockerills. La colocó sobre la mesa, sobre otra revista, Absolute Brighton. Sacó también una botella de lejía. Luego abrió la última bolsa, que era de Mothercare.

Dio un paso atrás, juntó las manos dando una palmada y sonrió. Lo bueno de tener cerca la muerte, pensó, era que no había nada de lo que preocuparse. Una frase célebre le daba vueltas a la cabeza e intentó recordar quién la había pronunciado: «El sueño de la muerte es bueno para los temerosos, puesto que los muertos no conocen el miedo».

Gran verdad, desde luego. «¿Os suena esa frase, Larry Brooker? ¿Maxim Brody? ¿Gaia Lafayette? ¿Sabéis a quién os enfrentáis? ¡A un hombre que ya no tiene miedo! ¡A un hombre que cuenta con los componentes químicos para hacer cloruro de mercurio! ¡Y que sabe cómo hacerlo!».

Antes de ser un guionista maltratado había sido un químico industrial de éxito. Recordaba todo aquello de mucho tiempo atrás.

El cloruro de mercurio no es una sal, sino una molécula triatómica lineal, de ahí su tendencia a sublimarse.

«¿Sabíais eso, Larry Brooker? ¿Maxim Brody? ¿Reina de las zorras Gaia Lafayette? Muy pronto lo sabréis».

Sonó su teléfono. Respondió de mala gana; no estaba de humor para interrupciones.

Una mujer con una alegría irritante en la voz dijo:

—¿Jerry Baxter?

Recordó aquella voz.

—Ajá.

—No se ha presentado para la prueba de vestuario de hoy. Solo queríamos saber si seguía interesado en hacer de extra en La amante del rey.

—Lo siento —dijo, reprimiéndose—. He tenido una reunión importante.

—No hay problema, Jerry. El lunes por la mañana vamos a grabar escenas con mucha gente en el exterior del Pavilion, si el tiempo lo permite. Si sigue interesado, ¿podría venir mañana?

Por un momento no dijo nada; estaba pensando a toda prisa. Luego respondió:

—Perfecto.