67
Era poco antes de las doce del mediodía y Grace caminaba por el Grand Hotel, recorriendo los pasillos en dirección al aparcamiento. Sonó el teléfono. Era Branson, por segunda vez. La primera había sido para darle las gracias por la conversación con Gaia; parecía absolutamente sobrecogido.
—Darren Spicer, ¿no? —dijo el sargento.
Branson era un fanático del cine y siempre encontraba referencias cinematográficas para las cosas del día a día. En aquel estado de euforia en que se encontraba, lo primero que pensó Grace es que se refería a algún título de película.
—¿Darren Spicer? —Entonces cayó.
—¿Te acuerdas de él, jefe?
—Pues sí, y eso que debe de ser la persona más digna de olvido que he conocido. —Se abstuvo de añadir que le había visto llegar al funeral de Tommy Fincher un par de días antes—. ¿Qué pasa con él? —dijo, y tuvo que hacer una pausa para dejar pasar una ambulancia que circulaba con la sirena a todo volumen, antes de volver a oír la voz de su amigo.
—Me acaba de llamar. Quiere hablar contigo.
Darren Spicer era un delincuente local, pero también un informador ocasional de la policía de Sussex. Era ladrón profesional, con un historial que se remontaba a su adolescencia, un reincidente de los de verdad, o lo que solían llamar un «preso de ida y vuelta». Se había pasado más años de su vida entre rejas que libre. Meses antes, en un golpe de suerte —absolutamente inmerecido, según Grace—, Spicer había ganado las cincuenta mil libras de recompensa que había dado el millonario y filántropo Rudy Burchmore por aportar información útil para la detención del hombre que había intentado violar a su mujer. Era el mejor resultado económico que le había dado su segundo trabajo, el que ejercía como informador de la policía, tanto desde la cárcel como desde el exterior.
—¿Y qué quería? —preguntó Grace.
—No me lo ha querido decir. Solo me ha dicho que es urgente y que te interesará.
—¿Qué recompensa busca ahora?
—No lo sé. Parecía nervioso. Me ha dado un número.
Grace lo apuntó en su cuaderno y luego entró en el aparcamiento, paró y lo marcó.
La respuesta llegó casi de inmediato:
—¿Sí?
—¿Darren Spicer?
—Depende de quién le llame.
«Listillo de mierda», pensó Grace, que se identificó.
—Tengo algo para usted.
—¿De qué se trata y qué quieres a cambio?
—Quiero un mono. —Un mono eran quinientas libras.
—Eso es mucha pasta.
—La información lo vale.
—¿Quieres contármelo?
—Tenemos que vernos.
—¿De qué va la cosa?
—De esa estrella de cine a la que está protegiendo.
—¿Gaia?
—¿Conoce el Crown and Anchor, en Shoreham?
—Eso es algo caro para ti, ¿no?
—Últimamente soy un tipo rico, superintendente. Le esperaré treinta minutos.
Shoreham es el gran puerto situado en el extremo oeste de Brighton. Un pueblo que al crecer se había ido convirtiendo en un anexo de la ciudad que tenía al lado. El pub Crown and Anchor, con su terraza con vistas al puerto, tenía uno de los restaurantes más atractivos y con mejor relación calidad-precio del litoral de aquella zona. Él mismo había comido muchas veces allí con Sandy y, más recientemente, con Cleo.
A pesar de lo que pensaba de Spicer y de su baja estofa, era innegable que aquel tiparraco tenía buenos contactos, y que sus informaciones solían ser fiables. Desde luego quinientas libras eran mucho dinero, pero la policía tenía fondos reservados para pagos de aquel tipo.
Tras la aprobación de las nuevas normas de actuación de la policía, salvo en caso de emergencia, todos los agentes debían cumplir las normas de aparcamiento como cualquier otra persona, motivo por el que tuvo que perder diez minutos conduciendo por las callejuelas del casco antiguo de Shoreham, bajo una lluvia intensa, intentando encontrar un aparcamiento.
Spicer estaba sentado en un taburete junto a la barra, acariciando un vaso de cerveza casi vacío. Era un tipo alto y desgarbado de poco más de cuarenta años, pero gracias a sus largas estancias en la cárcel aparentaba más de sesenta. Llevaba un polo amarillo, vaqueros holgados y unas deportivas nuevas, el pelo cortado casi al rape, entrecano, y tenía una mirada mortecina.
—¿Quieres otra Guinness? —dijo Grace, a modo de saludo, situándose en el taburete contiguo. Aún era pronto y el bar estaba casi vacío.
—Ya pensaba que no iba a venir —respondió Spicer, sin mirarle siquiera—. Necesito un pitillo. Lléveme la pinta a la terraza. —Bajó de su taburete y atravesó el bar.
Grace se lo quedó mirando. Su postura le recordó la de una grúa en pleno trabajo.
Unos minutos más tarde, Grace atravesaba las puertas de cristal del patio, pasando a la terraza de madera con vistas al Adur, el río que desemboca en el mar. La marea estaba baja, y el lecho cenagoso quedaba a la vista, con solo un hilillo de agua en el centro. Decenas de gaviotas buscaban alimento en el limo. En el otro extremo se veían las casas-barco, que llevaban en aquel lugar más tiempo del que él podía recordar.
Spicer estaba sentado bajo una gran sombrilla, alrededor de la que caía la lluvia, con un cigarrillo sostenido entre el pulgar y el índice.
Grace le dio su pinta de Guinness, dejó su vaso de Coca-Cola light en la mesa y se sentó en una silla.
—¡Bonito tiempo para los patos! —dijo.
El olor del cigarrillo de Spicer le tentaba. Pero muchos años atrás se había prometido no fumar durante la jornada de trabajo, y fumar solo uno o dos cigarrillos al final del día.
Spicer dio una larga calada y aspiró con fuerza.
—¿Estamos de acuerdo en lo del mono?
—Eso es mucho dinero.
—Yo creo que le parecerá una ganga. —Apuró su vaso y luego cogió el que le había traído Grace.
—¿Y si no me lo parece?
Spicer se encogió de hombros.
—Por mí no pasa nada. Digo que sí a lo del robo y ganaré mucho más de quinientas.
—¿De qué robo estás hablando?
Dio un buen sorbo a su nueva pinta.
—Me han ofrecido una pasta por robar en la suite de Gaia.
Grace se quedó rígido de pronto. Sintió un escalofrío que le atravesaba el cuerpo. De pronto quinientas libras le parecían una ganga.
—Cuéntame más.
—¿Tenemos un trato?
—Te daré el dinero dentro de un par de días. Antes que nada, ¿por qué no has aceptado el trabajo?
—Ya no robo, superintendente. La policía me ha hecho rico. Ya no necesito colarme en las casas de la gente.
—¿Y a qué te dedicas ahora? ¿Drogas? Supongo que esos cincuenta mil son pellizco suficiente como para meterte en el negocio.
Spicer rehuyó la pregunta con un gesto.
—No he venido a hablar de mí.
Grace levantó las manos.
—No te preocupes, estoy limpio, nada de grabadoras. Bueno, dime: ¿quién te ha ofrecido el trabajo?
Aunque la terraza estaba desierta, Spicer miró a su alrededor antes de estirar el cuerpo por encima de la mesa y, en voz muy baja, respondió:
—Amis Smallbone.
Grace se lo quedó mirando fijamente.
—¿Amis Smallbone? ¿De verdad?
Spicer asintió.
—¿Y por qué tú?
—Cuando salí de la cárcel trabajé en el Grand, en el Departamento de Mantenimiento. Me puedo mover por el hotel con los ojos cerrados. Sé cómo entrar en cada una de las habitaciones. Smallbone debe de haberse enterado; por eso ha acudido a mí.
—Supongo que no querrás declarar esto oficialmente.
—No se quede conmigo.
—Si declararas, podría hacer que le retiraran la condicional. Volvería a la cárcel por unos cuantos años.
—Ya sé que no soy un genio —dijo Spicer—, pero sigo vivo. Si me pongo en evidencia y empapelo a Smallbone, tendré que ir vigilándome el culo el resto de mi vida. No, gracias. —Miró a Grace con cara de preocupación—. Usted no… Ya sabe, ¿no?
Grace negó con la cabeza.
—Se queda entre tú y yo. Nadie sabrá que hemos tenido esta conversación. ¿Y qué más sabes? Smallbone no suele dedicarse a los robos.
—No lo hace. Solo quiere joderle a usted. Avergonzarle. —Spicer sonrió, socarrón—. No parece que le tenga mucha simpatía.
—Pues es una lástima. La repisa de la chimenea me quedará muy vacía estas Navidades sin su felicitación de cada año.