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—¿Qué quiere decir con eso de que no tiene?
El hombre de bata blanca encorvado tras el mostrador era el típico imbécil que no pintaba nada allí. Debía haberse retirado mucho antes de decidir que odiaba tanto aquel trabajo que no pensaba ser amable con nadie que entrara en la farmacia. Con su cabello gris desaliñado y aquellas gafas redondas de culo de botella, parecía más bien un genetista nazi que hubiera cambiado de trabajo. Y de hecho hablaba como si lo fuera.
—Que no tenemos.
—Esto es una jodida farmacia; todas las farmacias venden termómetros.
El hombre se encogió de hombros y no respondió.
Drayton Wheeler se lo quedó mirando fijamente.
—¿Sabe dónde hay otra farmacia?
—Sí —dijo, asintiendo.
—¿Dónde?
—¿Por qué iba a decírselo? Usted no me gusta. No me gusta su actitud.
—Que le jodan.
—Que le jodan a usted.
Por un momento, Wheeler sintió la tentación de golpearle en aquella cara de bicho petulante. Pero se dio cuenta a tiempo de que aquello podía tener todo tipo de repercusiones. No le convenía. No debía apartarse de su plan; tenía que concentrarse. Concentrarse. Concentrarse.
Salió de la tienda hecho una furia y chocó con una mujer que empujaba un carricoche.
—¡Vieja idiota! —le gritó—. ¡Mira por dónde vas!
Luego echó a andar por la calle, pero la rabia se estaba cebando con sus ojos, y lo veía todo borroso. Estaba cansado. Estaba malhumorado. Estaba hambriento. Necesitaba comida. Necesitaba un baño.
Pero sobre todo necesitaba un termómetro.