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No tuvieron que insistirle mucho a Grace para que aceptara la invitación para tomar café con Gaia en su suite en el Grand y comentar la última noticia. De hecho, al llegar, unos minutos antes de las 10.30, era como si tuviera mariposas en el estómago. No solía ponerse nervioso en el trabajo; incluso en las situaciones más peligrosas, siempre tenía la mente puesta en la misión que tenía entre manos. Pero sí, se daba cuenta de que en aquel momento las piernas le temblaban un poco.
En sus años de trabajo había coincidido con unos cuantos famosos, inevitablemente, porque en Brighton vivía una gran cantidad de famosos de todo tipo, pero Gaia jugaba en la liga superior. Esperó en el umbral, flanqueado por dos guardaespaldas que le sacaban una cabeza, a que le abriera uno de sus asistentes personales, pero para su sorpresa fue la propia Gaia quien salió a recibirle. Lucía una camisa vaquera, vaqueros blancos, unas alpargatas de tacón y una sonrisa arrebatadora.
—¡Superintendente Grace, muchísimas gracias por venir! —Parecía realmente agradecida, como si el poder incontestable que tenía sobre la gente no surtiera su efecto en los agentes de policía.
Él la miró de arriba abajo y entró en la habitación, que olía a café recién hecho y a un denso perfume. Gaia llevaba un peinado completamente diferente al de unos días antes: ahora se lo había cortado a lo chica-chico. Se llevó los dedos a la cabeza y le preguntó:
—¿Qué le parece?
—Muy bonito —dijo él, y lo cierto era que le quedaba bien.
Una vez más pensó que una mujer tan imponente como ella también estaría guapa vestida con una bolsa de basura y con un cubo oxidado en la cabeza. A sus espaldas, una chica de apenas treinta años, vestida con vaqueros negros y una camiseta del mismo color con un pequeño logo dorado del Zorro Furtivo, cruzó la habitación con un guion en la mano y lo dejó sobre una mesa, junto al sofá. Grace observó que, aunque la mayoría de las hojas eran blancas, algunas eran azules, rosa, amarillas, verdes y fucsia.
—Los últimos cambios —anunció la asistente, y se marchó por donde había venido.
Gaia le respondió levantando la mano un momento y luego se giró de nuevo hacia Grace, señalando de nuevo su peinado.
—¿De verdad lo cree?
—Sí, sí que lo creo —confirmó, aunque él siempre había preferido el cabello largo en las mujeres.
—Tengo que ponerme una peluca para el rodaje, una cosa enorme y pesada, al estilo de Maria Fitzherbert. Da un calor… Es como llevar un felpudo en la cabeza. El pelo me cae por la cara, y no veo ni un pimiento cuando la llevo puesta.
Grace sonrió.
—Creo que en aquella época las mujeres solo solían lavarse la cabeza un par de veces al año.
—Ya. De hecho María Antonieta tenía pájaros en el pelo.
—Muy higiénico.
—Bueno, menos mal que un colega suyo me ha salvado la vida…, el superintendente Barrington.
—¿Ah, sí? —respondió Grace, frunciendo el ceño.
—Mi peluquera no ha venido conmigo a Inglaterra. Me acompaña siempre a todas partes, pero ahora está embarazada y parece que ha tenido complicaciones. Así que Barrington me ha encontrado esta peluquera, que es estupenda. ¡De hecho su marido es policía!
—¿De verdad? ¿Quién es?
—Tracey Curry. La esposa del inspector jefe Steve Curry.
—Lo conozco. No sabía que su esposa fuera peluquera.
—¡Es genial!
—¡Me alegra saber que la Policía de Sussex ofrece un servicio integral!
—Lo único que necesito es que me mantengan viva y que se encarguen de que a mi hijo no le pase nada; ese es todo el servicio que necesito. —Señaló el sillón frente al sofá y se sentó.
—Bueno, en ese sentido tenemos buenas noticias —dijo Grace—. Supongo que ya lo habrá oído.
—¡Claro que lo hemos oído! —dijo la voz de James Cagney. Su jefe de seguridad, Andrew Gulli, cruzó la habitación, vestido con traje, como la otra vez—. Superintendente Grace, me alegra verle otra vez —lo saludó, y se sentó en la silla vecina.
Otra asistente joven apareció de pronto y le preguntó a Grace cómo quería el café.
Gulli levantó ambas manos hacia arriba, como si cogiera una pelota de fútbol imaginaria, y luego las bajó, sin soltar la pelota, hasta apoyarlas sobre los muslos.
—El caso, superintendente, es que puede que hayan atrapado a ese tipo, pero no quiero que bajemos la guardia en la protección de Gaia y Roan. En esta ciudad hay mucho loco suelto, ya sabe.
—Tenemos unos cuantos, sí —admitió Grace—. Pero no más que en cualquier otro lugar del país. Brighton es una ciudad bastante segura.
—He oído que suelen tener de quince a veinte homicidios al año, pero este año ya llevan dieciséis, y solo estamos a mediados de año. Así que su índice de homicidios se ha doblado.
Gaia, sentada al borde del sofá, miraba a Grace atentamente, con líneas de expresión en el rostro que denotaban cierto temor.
—Eso no son más que números —respondió, sin pensárselo mucho, y al momento se dio cuenta de que no debía haber dicho aquello.
—Sí, bueno —respondió Gulli, con ese tono de James Cagney aún más pronunciado—. Pues dígame: ¿qué les parecería a todas esas personas metidas en bolsas que tiene en el depósito si supieran que no son más que números, superintendente Grace?
La llegada del café distrajo por un momento a Grace. Después de rechazar el azúcar con un gesto, respondió:
—Si le consuela, la mayoría de los asesinatos se producen entre delincuentes o son agresiones domésticas.
Gulli se rascó tras la oreja izquierda.
—He leído mucho sobre la historia de su ciudad. En los años treinta, Brighton era conocida como la «Capital del Crimen del Reino Unido» y la «Capital Europea de los Asesinatos». No parece que eso haya cambiado mucho.
Aquel hombre le estaba empezando a resultar molesto. Pero conservó la paciencia.
—Hablaré con el comisario jefe y le transmitiré su preocupación.
—Estupendo —respondió Gulli—. Mientras tanto, le agradeceré que mantenga el mismo número de efectivos.
—No puedo prometerle nada, pero haré todo lo que pueda.
—Gracias —dijo Gaia, con una dulce sonrisa, y mirándole al mismo tiempo a los ojos con gran atención. ¿Eran imaginaciones suyas, o estaba coqueteando con él?
—¡Mamá, estoy aburridísimo!
Roan se acercó, descalzo, vestido con unos vaqueros holgados y una camiseta naranja, con una consola Nintendo colgando de la punta de los dedos.
Ella dio unas palmaditas en el sofá, a su lado, y él se sentó con desgana.
—No parece que estés demasiado contento con el tiempo, ¿verdad cariño?
El niño bajó la vista a la pantalla de su Nintendo.
—¿Es esa la nueva? —dijo Grace—. ¿La 3DS?
El niño se quedó mirando la pantalla y asintió a regañadientes.
—Quiere ir a la playa, pero con este tiempo no hay nada que hacer —dijo ella, señalando la intensa lluvia que caía del otro lado de la ventana. De pronto cambió de expresión.
—¿Tiene usted hijos, superintendente?
—No. Solo un pez de colores.
Ella se rio.
—Pensaba que quizá fuera bueno que Roan pudiera conocer a niños de su edad. ¿Sabe de alguien que tenga niños que quisieran jugar con él, para pasar un rato juntos?
Grace abrió los ojos como platos.
—¡La verdad es que sí!
—Eso sería fantástico. —Besó a su hijo en la mejilla, pero él apenas se enteró; estaba concentrado en su consola—. Te gustaría, ¿verdad, cielo? ¿Tener a alguien con quien jugar?
Él se encogió de hombros.
—Bueno.
—Podría hacer una llamada rápida. Roan tiene seis años, ¿verdad?
—Solo hace tres semanas celebró la fiesta de su sexto cumpleaños.
—Esta persona tiene dos hijos. Creo que tienen seis y nueve años.
—¡Perfecto!
Marcó el número de Branson.
—¡Eh, colega! ¿Qué pasa?
—Tengo aquí a alguien que quiere hablar contigo.
—¿Quién es?
—Te la pasaré. —Le dio el teléfono a Gaia y le dijo—: Se llama Glenn.
—¡Hola, Glenn! —dijo ella, con una voz grave y sensual.
Grace sonrió. Intentó imaginarse la cara de su compañero, al otro lado de la línea.