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—¿Quién es tu amigo, el gordo?
Agazapado al pie de las escaleras, mirando atentamente a su alrededor y hacia arriba, Drayton oyó aliviado la voz de la mujer. La primera visita guiada del día. Era su señal.
Se había pasado gran parte de la noche merodeando por ahí, evitando a los guardias, explorando los espacios bajo los tejados. Había intentado ponerse a dormir en uno, pero le había resultado imposible, al no poderse quitar de la cabeza la idea de que le pudieran pillar, y por el repiqueteo de la lluvia sobre el tejado de cobre.
Había encontrado el escondrijo perfecto en lo más alto del edificio. Bueno, perfecto salvo por la gélida corriente de aire y el ruido constante que hacían las ratas correteando y royendo, por no hablar del crujido del suelo de madera, como si aquel lugar estuviera habitado por mil fantasmas. No es que eso le importara demasiado. De hecho, le habría encantado que hubiera fantasmas, porque en ese caso él se convertiría muy pronto en uno, y así podría ajustar muchas cuentas. Antes del amanecer, había regresado a la tranquilidad de su guarida en el sótano.
Trepó sigilosamente por las escaleras y se quedó escuchando.
—Sí que le dijo aquello al rey. Beau Brummell era un personaje muy conocido, un verdadero dandi de la Regencia.
Drayton observó al atento público que miraba en dirección contraria a él, impidiendo que la guía le viera, con los anoraks y las gabardinas goteando en el suelo. Corrió el pestillo, abrió la portezuela, pasó sigilosamente y la cerró tras él.
—Bueno, tuvieron sus más y sus menos. Beau Brummell, lord Alvanley, Henry Mildmay y Henry Pierrepoint eran considerados los principales promotores…
Rodeó el grupo, moviéndose tan despacio que apenas se fijaron en él. En el extremo opuesto había un guardia de uniforme, pero tenía la mirada puesta en su teléfono, escribiendo algún mensaje. Drayton se bajó la visera de la gorra de béisbol para que le tapara el rostro y buscó los carteles de salida, hasta llegar a la tienda de regalos. Pero allí no había nada para él. Uno de los pensamientos liberadores que trae consigo saber que te vas a morir, pensó, es que no hace falta que gastes dinero en recuerdos.
Salió al exterior, bajo una intensa lluvia. Olió el aroma de la hierba húmeda, recién cortada; aspiró aquel aire cargado de sal. Eran las 10.20 de la mañana del viernes 10 de junio. Se sentía estupendamente. ¡Nunca en la vida se había sentido mejor ni más feliz! Quizá fuera la medicación, o quizás el hecho de que dentro de seis meses, más o menos, ya se habría ido. No le importaba. Se sentía liberado.
¡Y tenía una lista de la compra!