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—¿Quién es tu amigo, el gordo?

Todos se quedaron mirando a la guía, asombrados. Estaba de pie en el vestíbulo del Royal Pavilion, bajo un retrato del corpulento rey Jorge IV.

Diecinueve de las veinte personas que formaban el grupo de visitantes al pabellón la rodeaban en un denso grupo, devorando cada una de sus palabras. Solo una persona, algo más atrás, parecía más interesada en otra cosa.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó una norteamericana de cierta edad ataviada con un chubasquero con capucha—. ¿Le dijo eso? ¿Al rey?

La guía, una mujer de poco más de cincuenta años, tenía la autoridad de una profesora de escuela.

—Sí que lo hizo —respondió, decidida—. Beau Brummell era un personaje muy conocido, todo un caballero de la Regencia. Alto, de buen porte, siempre impecablemente vestido y peinado, mientras que el pobre Jorge se iba poniendo cada vez más gordo con la edad y parecía menos y menos distinguido. Bueno, tuvieron una pequeña disputa. Beau Brummell, lord Alvanley, Henry Mildmay y Henry Pierrepoint eran considerados los principales promotores de lo que lord Byron llamó el Dandy Club. Los cuatro organizaron un baile en julio de 1813 en el que Jorge IV, entonces aún príncipe regente, saludó a Alvanley y a Pierrepoint, pero no hizo ni caso a Beau Brummell. Este, para resarcirse, se giró hacia Alvanley y le dijo, con desdén: «Alvanley, ¿quién es tu amigo, el gordo?».

Drayton Wheeler daba gracias por la intensa lluvia, porque le permitía llevar una gabardina holgada con el cuello subido, y un sombrero de ala ancha que le tapaba la cara. Era su tercera visita en tres días, y le preocupaba que alguien del personal se fijara en él, en particular los guardias de seguridad, de modo que en cada visita se había vestido de forma diferente. Mientras la guía seguía hablando de aquella pelea, él miraba ansioso la portezuela ocre cerrada, en lo alto de una escalera de piedra, que daba acceso al sótano del edificio.

Tanteó el interior del bolsillo de su chaqueta y sintió el contacto del montón de papeles doblados, los planos de cada una de las plantas del edificio, que había comprado el día anterior en la Oficina de Urbanismo. Se había pasado gran parte de la noche estudiándolos y memorizándolos. Miró más allá de la portezuela y la escalera que bajaba.

—La obesidad del pobre Prinny se convirtió en un gran problema para él —prosiguió la guía—. De aquí sale un pasaje subterráneo a lo que en su día fueron los establos reales. Prinny hizo que lo construyeran porque le daba mucha vergüenza que la gente viera lo gordo que estaba. Llegó a pesar ciento treinta kilos. Así podía ir y venir discretamente.

Wheeler echó una mirada furtiva a su alrededor. No había ningún vigilante en el pasillo. La gente que tenía delante impedía que le viera la guía. Quizás aquella fuera su mejor oportunidad. Dio unos pasos atrás, echó un vistazo al otro lado de la portezuela, tanteó la manija y la presionó. Rozaba un poco, pero se abrió casi sin hacer ruido. Se quedó inmóvil, miró escaleras abajo, luego otra vez al grupo y a su guía, y de nuevo al pasillo, en ambas direcciones.

Entonces abrió la portezuela, se coló en la escalera, cerró enseguida tras de sí y luego se agachó, por un segundo, escuchando, con la sangre latiéndole con fuerza en el corazón y en los oídos. Luego se apresuró a bajar por las escaleras, aún agazapado, giró a la derecha al llegar abajo y entró en un largo pasillo estrecho con el suelo de ladrillo que, a diferencia de las zonas públicas, perfectamente conservadas e impolutas, estaba lleno de polvo y mal iluminado. Dejó atrás una vieja puerta verde con las bisagras desencajadas y un cartel amarillo y negro que decía: PELIGRO. ALTO VOLTAJE. Una telaraña en la esquina superior izquierda dejaba claro que hacía tiempo que no la abrían.

Perfecto.

La abrió. Las bisagras chirriaron y la base de la puerta rozó los ladrillos. Nervioso, miró alrededor, pero no había señales de vida. Echó un vistazo dentro y vio toda una pared cubierta de fusibles e interruptores eléctricos y unas cuantas tuberías que parecían cubiertas de amianto. Pero en el suelo había espacio suficiente para que pudiera sentarse.

Entró y volvió a cerrar la puerta como pudo. Olía a rancio y se oía un leve zumbido de fondo, así como un tictac rítmico y constante. Era como estar en una fresquera. Sacó la linterna que había traído y su libro electrónico de la mochila, que había ocultado bajo la gabardina y que dobló a modo de cojín, y se acomodó en el suelo, dispuesto a esperar hasta última hora del día, cuando el pabellón quedara cerrado y desierto.

Encendió su libro electrónico y al mismo tiempo sacó la cartera del bolsillo de la gabardina y la abrió. Un niño con una camiseta sucia y el cabello despeinado bajo una gorra de los Lakers le sonreía con aire travieso. Tenía seis años, y estaba en el patio trasero de su antigua casa en Pasadena, frente a un parterre de girasoles más altos que él. Más altos de lo que sería nunca.

Su único hijo. Con su guante de béisbol y una pelota en la mano, fingiendo que estaba a punto de lanzarla.

Dos días después de que tomaran aquella foto, Ferdy había sido atacado por el rottweiler del vecino, después de que el crío saltara la valla para recuperar la pelota. Había muerto desangrado.