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Branson aún estaba pensando en Norman Potting y Bella Moy a las 6.45 de la mañana siguiente, cuando trazó la curva a la derecha al llegar al cartel de la West Sussex Piscatorial Society y cruzó aquella cerca que ya le era familiar. Se estaban formando nubes que no presagiaban nada bueno, y no necesitaba oír la previsión meteorológica en la radio para saber que se acercaba un buen chaparrón. La lluvia no era una buena noticia para poder registrar el escenario de un crimen, si estaba al aire libre.

En la ciudad, los agentes de uniforme la llamaban la «lluvia del policía». Las calles siempre estaban mucho más tranquilas cuando llovía, se registraban menos peleas, menos atracos y tirones, menos robos a mano armada y había menos traficantes de drogas en las esquinas. A los delincuentes, como al resto de los mortales, no les gustaba nada mojarse. Pero para el escenario de cualquier crimen, las tormentas eran lo peor que podía pasar, porque había pruebas importantes, como rodadas de neumáticos, huellas, fibras o pelos, que podían desaparecer muy rápidamente.

Estaba expectante ante la noticia del hallazgo de la cabeza. No había ninguna garantía de que perteneciera al «varón desconocido de Berwick», pero si su ropa estaba allí y si se correspondía con los miembros, era muy probable que sí lo fuera. Y si tenían la cabeza, podrían conseguir identificar visualmente a la víctima o, de no ser posible, a través de los registros dentales. En cualquier caso, ahora que Grace le había puesto al mando, cuanto más rápido avanzara la investigación, mejor impresión daría él.

Era raro, pensó. En todas las investigaciones de asesinato en que había participado, tanto él como el resto del equipo de investigación habían desarrollado cierta empatía con las víctimas, y llevar al agresor ante la justicia se convertía para ellos en algo personal. Pero, en aquel momento, aunque hubiera un muerto, al no saber su identidad se sentía muy distante.

Al atravesar las instalaciones agrícolas abandonadas, le sorprendió un poco no ver el gran camión amarillo de la Unidad Especial de Rescate: si habían encontrado la cabeza la noche anterior, lo lógico habría sido que hubieran vuelto a presentarse a primera hora para buscar rastros por los alrededores. Pero quizá los hubieran llamado para alguna emergencia en otro lugar. Los únicos vehículos que había allí eran un coche patrulla con las ventanas empapadas de humedad, perteneciente al pobre agente que cubría el último turno de vigilancia del precinto policial, y un pequeño Vauxhall Nova azul. Quizá fuera el del patólogo del ministerio, pero le pareció que, con la de kilómetros que solía hacer, y teniendo que cargar todo su equipo de un lado a otro, lo lógico sería que usara un vehículo más robusto.

Aparcó a su lado y, antes de apagar el motor, comprobó el listado de casos nuevos en el ordenador del coche, para ver si se habían producido incidentes durante la noche que requirieran la atención de la Unidad Especial de Rescate. Pero había sido una noche tranquila, lo de siempre: un robo de coche, dos accidentes de tráfico, un robo en la Torre del Reloj, un escaparate reventado en Waitrose, un barco incendiado en el puerto deportivo y dos peleas domésticas. Salió del coche y miró por la ventanilla del Vauxhall, pero el interior del coche se veía tan impecable e impersonal como si lo acabaran de alquilar.

Abrió el maletero del coche y, no sin esfuerzo, se puso el traje protector; sacó las botas de goma que había traído, para no cometer el mismo error que el día anterior y dejarse los zapatos hechos un asco. Luego avanzó torpemente por el resbaladizo fango del camino y se acercó hasta la joven agente de policía, mostrándole su identificación. En la placa del uniforme leyó que era la agente Sophie Gorringe.

—Soy el suboficial al cargo de la investigación. ¿Va todo bien?

Ella asintió y le sonrió estoicamente. Parecía tener apenas veinte años. Branson pensó que seguramente acababa de salir de la universidad.

—¿Una guardia larga?

—Aún me quedan dos horas —dijo ella—. Desde que ha amanecido es más agradable. De noche daba un poco de miedo. ¡Había un búho que no se callaba!

—¿De quién es ese coche? —preguntó él, señalando con el pulgar por encima del hombro.

La agente Gorringe estaba a punto de hablar cuando Branson oyó una voz alegre y familiar a sus espaldas.

—¡Mío, sargento Branson!

Reconoció la voz al instante.

—¿No se suponía que estabas de viaje de novios? —exclamó, girándose.

El joven reportero del Argus sonrió, sarcástico. Tenía un rostro fino, con el cabello corto y engominado hacia atrás, y llevaba un traje gris oscuro con camisa blanca y corbata estrecha. Mascaba chicle, como siempre. Tenía la cara morena, salvo el extremo de su puntiaguda nariz, que estaba rosa, de haberse pelado.

—Parece que he vuelto justo a tiempo —respondió, cuaderno en mano.

Branson oyó un coche, y un momento más tarde apareció Grace, al volante de su Ford Focus plateado.

El teléfono de Spinella sonó, y él le dio la espalda a Branson para responder. Daba la impresión de que le estaban dando instrucciones para otro trabajo, cuando acabara con aquel. En cuanto colgó, Grace se les acercó, calzando botas de goma pero sin traje protector.

—¿Qué tal la luna de miel? —le preguntó al reportero.

—Estupenda. ¿Ha estado en las Maldivas?

—No, tengo el sueldo de un poli, no el de un periodista corrupto.

—Ja, ja —dijo Spinella. Pero aquella risa era forzada. En el gesto de Grace había una tensión evidente para Branson y, por supuesto, el periodista también la notaba.

—Bueno, ¿qué es lo que te trae aquí exactamente, Kevin? —le preguntó Grace.

Spinella sonrió.

—Ya sabe que tengo mis contactos.

—¿Así que te han pasado el soplo de que hemos encontrado una cabeza y que posiblemente pertenezca al torso sin identificar?

—Sí, bueno… Pensé que lo mejor sería pasarme por aquí y ver…, esto…, qué quieren que ponga en el periódico.

—Eso es lo que has pensado, ¿eh?

Branson frunció el ceño. Sabía que a Grace no le gustaba aquel periodista, pero su actitud era considerablemente más hostil de lo habitual. Spinella se movía incómodo, cambiando el peso de un pie a otro.

—Sí, ya sabe —dijo este—, para ayudarles en su investigación. Así es como colaboramos el uno con el otro, ¿no, superintendente? —Pasó la mirada de Grace a Branson, y miró de nuevo a Grace.

—¿Quién te ha contado lo de la cabeza?

—Lo siento, superintendente, no puedo revelar mis fuentes.

—Quizá sea porque no las tienes —replicó Grace.

—¿Cómo…, cómo…? O sea… Es que no puedo revelarlas. —Spinella parecía muy incómodo.

De pronto, en un gesto que sorprendió a Branson y a Spinella, Grace se adelantó y le agarró el teléfono de la mano al periodista.

—Kevin Spinella, creo que se ha cometido un delito. Te arresto como sospechoso de un pinchazo telefónico ilegal. No tienes por qué decir nada, pero puede que sea perjudicial para tu defensa si al interrogarte dejas de mencionar algo que después recuerdes ante el tribunal. Todo lo que digas puede ser usado en tu contra.

Spinella abrió los ojos como platos, incapaz de reaccionar.

—No…, no puede…, no puede hacerme esto… Usted… —dijo, con la mirada fija en las esposas que acababa de sacar Grace.

—¿No puedo?

Hacía tiempo que Grace no ponía unas esposas, pero no había olvidado cómo se esposaba a un delincuente en un momento. Le colocó una a Spinella en la mano derecha con un ágil movimiento, giró el brazo izquierdo tras la espalda y le puso la otra.

—¿De qué va todo esto? —replicó Spinella, malhumorado, aunque el tono de su voz había cambiado y parecía más angustiado que ofendido.

—No hemos encontrado ninguna cabeza —dijo Grace—. Me lo inventé. Y tú te lo has tragado: anzuelo, hilo y plomada.

Branson sonrió.

—Muy apropiado, teniendo en cuenta el lugar.

Grace le devolvió la sonrisa, pero su mirada era seria.