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—¡Zorra asquerosa! ¡Me has dejado en ridículo! —le gritó Anna a Gaia.
Su ídolo le devolvió una mirada helada.
—Me has humillado delante de un montón de gente. No puedes hacer eso, no puedes tratar así a la gente, ¿entiendes? —En la mano tenía un cuchillo. Era una antigua daga con vaina que llevaba en el bolso desde que un hombre había intentado atacarla a las puertas de un club de Brighton, unos años antes.
Por un episodio de CSI había aprendido que era una tontería usar un cuchillo normal de cocina para apuñalar a alguien. El cuchillo siempre acabaría dando contra un hueso y la mano se deslizaría por el mango, por lo que podías acabar cortándote con la hoja y dejando un rastro de sangre tuya en el escenario. Una manera muy tonta de dejarse coger. Pero si se usaba una daga con una guarda, se evitaba que la mano se deslizara hacia delante.
—¿Te crees que puedes tratar a la gente como te apetezca? ¿Que primero puedes mandarles mensajes apasionados y luego cortarles las alas de esa manera? ¿Qué te parecería si te las cortara a ti? —Levantó la daga y la hoja brilló a la luz de la lámpara—. ¿Crees que todos los que tanto te queremos te querríamos igual si tuvieras la cara cubierta de cicatrices? ¿Cuánto crees que valdrías entonces?
Se la quedó mirando, pero el odio le nublaba la vista.
—Todas estas cosas tuyas, esta quincalla, estos cachivaches, esta basura por la que pagamos en eBay. ¿Crees que pagaríamos lo mismo si estuvieras cubierta de cortes? ¿Eh? ¿No dices nada? ¿Es que se te ha comido la lengua el gato? ¿Cómo ibas a cantar si te cortaran la lengua? En algunos países la gente solía hacerles eso a sus enemigos, tiempo atrás. Cuando les tocaban las narices, usaban unas pinzas al rojo para tirarles de la lengua y se la arrancaban. No estarías tan estupenda en lo alto del escenario, intentando cantar sin lengua, ¿verdad? Probablemente no quedarías tan bien como amante del rey Jorge IV en esa película, ¿no te parece? No sé cómo ibas a besar al rey, ni tampoco se te daría tan bien practicar sexo oral. ¿Has pensado en eso?
Se quedó esperando.
—¿Lo has pensado?
Esperó otra vez.
Entonces, gritando a todo pulmón y temblando de la rabia, repitió:
—¡¡¡¿Lo has pensado?!!!
Y soltó la cuchillada que le cruzó la cara a Gaia, desde un lado de la frente, atravesándole el ojo derecho hasta llegar a la mejilla. La figura troquelada de cartón cayó del soporte y fue a parar al suelo.
Anna bajó la mirada, con la daga en alto, apretándola aún más. Gaia la miraba desde la alfombra beis, con el rostro atravesado en dos por un corte limpio.
—Escúchame, zorra. —Se arrodilló y se quedó mirando a Gaia a los ojos—. Nadie permanece en un pedestal si no se lo gana; nadie, al menos no durante mucho tiempo. Más vale que lo entiendas. Será mejor que entiendas lo que has hecho esta tarde. Y mírate ahora —dijo, con una risita burlona.
Gaia llevaba el cabello teñido de negro al estilo de Betty Page, ídolo sexual de los años cincuenta, con un flequillo, y un negligé negro transparente. Sobre la boca tenía cruzadas unas tiras de cinta aislante negra. Había algo escrito en japonés algo más abajo, y el póster estaba firmado por Gaia. Era de su segunda gira por Japón, uno de los únicos cuatro que existían. Hacia cinco años, Anna había pagado dos mil seiscientas libras por él.
—Nosotros te convertimos en lo que eres, y podemos acabar contigo con la misma facilidad. ¿Lo ves? ¿Ves en lo que te has convertido, zorra? ¡En un pedazo de cartón sin ningún valor!
Bajó el cuchillo y levantó la mano, haciendo ese signo especial que compartían.
—¡Zorro furtivo!