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Por primera vez desde que Ari le había echado de casa, Branson estaba de buen humor. Salió de la SR-1 sintiéndose como un hombre con una misión. Sorprendería a Bella. Le alegraría el día. Sabía que el horario de visita en el hospital estaba a punto de acabar.

Fue en coche hasta el Tesco Express más cercano, compró un ramo de flores de olor dulzón y una caja de Maltesers. Luego paró en una licorería a la que solía ir, Mullholland’s Wines, en Church Road, y cogió de la nevera una botella de Sauvignon Blanc que recordaba que Bella le había dicho que le gustaba.

Siguió hasta su casa, que en realidad era la de Grace, junto a Church Road, se dio una ducha rápida, se cepilló los dientes y se perfumó con la colonia que solía ponerse últimamente, Chanel Blue. Dio de comer a Marlon y volvió corriendo al coche. Recordaba la dirección de Bella de haberla dejado en su casa una vez hacía tiempo, así que la introdujo en el GPS de su viejo Ford Fiesta. Estaba iniciando la marcha atrás para salir del aparcamiento cuando sonó su teléfono. Eran las ocho y veinticinco de la tarde.

Se detuvo, pensando por un momento si no debería hacer caso omiso. Pero ahora que era el suboficial al mando tenía que estar localizable veinticuatro horas al día. No podía pasar la llamada por alto.

—Glenn Branson —respondió, a regañadientes, esperando con todas sus fuerzas que no hubiera nada nuevo y urgente en la Operación Icono precisamente en aquel momento.

Era Grace.

—Hola, colega. ¡Pensaba que un hombre de tu edad ya estaría en la cama a estas horas!

—Muy gracioso, Glenn. No interrumpo nada, espero.

—No, estaba debatiendo sobre el significado de la vida con Marlon.

—Sí, Marlon debería salir más. Y tú también, ya puestos.

—Estoy en ello.

El tono de voz de Grace se volvió más serio.

—Bueno, tenemos algo nuevo.

«Mierda», pensó Branson para sus adentros.

—¿Ah, sí? —dijo, intentando mostrar entusiasmo.

—La Unidad Especial de Rescate ha localizado una cabeza humana. Creen que puede ser la del hombre de Berwick.

Esta vez el entusiasmo de Branson no fue fingido.

—¿Dónde?

Está en una zanja no muy profunda, a unos cuatrocientos metros al oeste del lago donde han recuperado los miembros. Como no hay ningún patólogo forense del ministerio disponible esta noche, irá uno mañana a las siete de la mañana, Ben Swift. ¿Puedes ir allí con él? Yo te cubriré en la reunión de la mañana.

—Claro, jefe.

La voz de Grace sonaba algo rara, mucho más formal de lo habitual, como si estuviera escogiendo cada palabra.

—Vale, voy a darte las coordenadas de localización. ¿Tienes algo para apuntarlas?

Branson sacó su cuaderno del bolsillo.

—Dime.

Grace repitió las indicaciones para llegar al lago de pesca de la West Sussex Piscatorial, cerca de Henfield, aunque Branson ya las conocía. Le sorprendió un poco el detalle de las explicaciones, como si Grace no cayera en que se había pasado allí gran parte del día. Pero igualmente tomó nota, y también de las coordenadas exactas.

—Por suerte la prensa aún no se ha presentado. Con un poco de suerte podremos recuperar la cabeza antes de tener que preocuparnos de cómo presentar el caso a los medios —observó Grace.

—Supongo que hemos tenido suerte de que ese tal Spinella esté de viaje de novios —apuntó Branson.

—¡Está claro que Dios existe!

Worthing era la población costera más próxima a Brighton y Hove. Con su embarcadero victoriano, sus viejos edificios de estilo Regencia y su amplio paseo marítimo, ofrecía un aire muy tranquilo, comparado con la animación de su bullicioso vecino del este. A Branson siempre le había gustado aquel sitio, a pesar de su fama de lugar de retiro para jubilados y del apodo que le habían colocado «Sala de Espera de Dios».

El GPS le llevó por una ruta que rodeaba el municipio hasta llegar a un barrio periférico, Durrington, y a una amplia cuadrícula de calles flanqueadas por bungalós de posguerra, casas de dos plantas y tiendas. Un típico barrio residencial, muy civilizado, con carteles de VIGILANCIA VECINAL en muchas ventanas. Allí daba la impresión de que nada malo podía pasarles a sus vecinos.

Redujo la velocidad a cuarenta y ocho kilómetros por hora, al ver una cámara de tráfico, y giró a la derecha y luego a la izquierda siguiendo las órdenes de la voz femenina de su TomTom; luego giró de nuevo a la derecha por Terringes Avenue. Era una calle tranquila con impecables casas de ladrillo rojo; siguió adelante, leyendo los números de las casas a la luz del atardecer.

—Ha llegado a su destino —anunció el navegador.

Vio el 280 a su derecha, luego el 282 y el 284.

De pronto estaba de los nervios. Dios, así es como se sentía hacía… ¿cuántos años hacía? ¡Cuando empezó a salir con Ari!

El número 284 estaba en una esquina. Pasó por delante de la casa y giró a la derecha, siguió cien metros, dio media vuelta y aparcó.

«¡Cálmate!».

Olía el aroma de las flores.

«¿Qué narices estoy haciendo aquí?».

Respiró hondo varias veces.

¿Y si no estaba en casa?

¿Y si le decía que se fuera al carajo y presentaba una queja por acoso sexual?

Por un momento se sintió tentado, muy seriamente, de darle al contacto del coche, apretar el acelerador y salir de allí pitando.

«¡Ni siquiera estás divorciado aún, tío!».

Se quedó pensando en ello unos momentos.

Sí, pero…

Salió del coche, cogió la botella y las flores y cerró las puertas. Cubrió el corto trecho hasta Terringes Avenue, giró a la izquierda en dirección a la casa de Bella y se quedó helado.

Había un hombre de pie junto a la puerta de entrada, con un enorme ramo de flores en la mano. Un hombre que reconoció.

No podía creer lo que veía. De ningún modo. ¡No podía ser él! Pero lo era.

La puerta se abrió y allí estaba Bella, con un vestido corto y el cabello como recién peinado, igual que la noche anterior.

Daba la impresión de que le esperaba. Él dijo algo y ella se rio. Se besaron, pero no fue más que un piquito rápido. Dos personas cómodas la una con la otra.

Norman Potting entró y la puerta se cerró tras él.

Branson se quedó allí de pie, petrificado. Entonces, lentamente, volvió hacia el coche, parándose junto a una papelera para tirar el ramo.

Salió de allí pisando a fondo, sacudiendo la cabeza de rabia, asombro y autocompasión, mientras la botella iba dando tumbos sobre el asiento del acompañante, a su lado. Norman Potting. ¡Increíble! Aquello no tenía ningún sentido. ¿Qué narices veía Bella en un viejo despojo como aquel?

Evidentemente vería algo.

¿O es que no había entendido nada de nada?