57

Un hombre bien vestido de treinta y pocos años, flanqueado por dos mujeres igual de arregladas, atendía el mostrador de recepción del Grand Hotel. Al acercarse Anna, la recibió con una cálida sonrisa.

—He venido a ver a Gaia Lafayette —dijo ella.

El gesto del hombre cambió, de forma muy sutil, volviéndose de pronto defensivo, y escrutó de cerca a aquella mujer de aspecto algo extraño. Desde luego tenía un aspecto suficientemente raro como para ser amiga de la estrella.

—¿La espera, señorita? —Tenía un leve acento extranjero, quizá francés, pensó Anna.

—Sí, me espera —dijo ella, ya más tranquila y segura de sí misma por efecto del vodka. «De hecho, me lo indicó con una señal en Top Gear», estuvo a punto de añadir, de lo confiada que se sentía, pero se guardó esa información para sí.

—¿Me da su nombre, por favor?

—¿Mi nombre? —Aquello la pilló a contrapié—. ¡Bueno, ella sabrá que soy yo!

La sonrisa del recepcionista desapareció.

—Sí, pero necesito su nombre, por favor.

—Muy bien —dijo ella, asintiendo—. Dígale que es Anna. Que Anna está aquí.

—¿Anna? —El joven esperó, paciente, que le diera más información.

—Anna.

—¿Su apellido?

—¿Mi apellido?

No le gustaba el modo en que la miraba aquel hombre. ¿Su apellido? Quizá no hubiera tenido que tomarse aquel vodka. Volvía a ver las cosas algo turbias. Tuvo que parpadear con fuerza para concentrarse de nuevo.

—Usted dígale que Anna está aquí —replicó ella, ya algo impaciente.

Él puso la mano sobre el auricular del teléfono, tapándolo.

—Necesitaré su apellido —insistió él—. Para los de Seguridad. —Bajó la mirada al mostrador—. Tengo aquí una lista, y no veo su nombre, Anna, en ella. ¿Quizá si me da su apellido?

—Galicia —respondió ella.

—¿Galicia?

—Sí.

Anna notaba su propio sudor en la piel. Tenía las axilas húmedas. Solo esperaba haberse puesto suficiente desodorante Nocturne, el roll-on de Gaia.

El hombre volvió a mirar la lista y negó con la cabeza. Entonces marcó un número y, al cabo de unos momentos, dijo:

—Tengo a Anna Galicia en recepción, que ha venido a ver a la señora Lafayette.

Mientras esperaba respuesta, Anna tuvo ocasión de leer del revés los nombres de la lista. Vio Daily Mail.

Al cabo de un momento, el recepcionista volvió a dirigirse a ella:

—Lo siento, no la tienen en su lista.

Ella se puso roja.

—Hum, bueno, sí, eso probablemente sea porque soy reportera externa del Daily Mail, pero he venido por el Mail, para hacer un reportaje sobre Gaia. —Hurgó en el interior de su bolso y sacó el carné de prensa falso que se había hecho unos años antes y que le había resultado muy útil para colarse en las zonas VIP en los conciertos de Gaia.

Al hombre aquello le pareció lógico; la mujer tenía un aspecto algo extravagante, como algunas periodistas; había visto a muchos que acudían al hotel a hacer entrevistas a famosos, y también en el Lanesborough de Londres, donde había trabajado antes.

Cogió el carné, lo leyó, y luego dijo:

—El Mail nos ha dado el nombre de otra persona.

Anna se encogió de hombros como si aquello fuera de lo más normal.

—Me han pedido que la sustituya en el último momento.

—Vaya a la quinta planta, por favor.

Anna se giró, segura de que todo aquello lo había preparado Gaia —¡le había puesto una pequeña prueba!—, y en aquel momento vio a un grupito de gente, tres mujeres y dos homosexuales que conocía, coleccionistas empedernidos de artículos de Gaia, como ella.

—Anna, ven a tomarte una copa —le dijo uno de ellos, Ricky, cuyo nombre de acceso a eBay era Esclavo de Gaia.

—Gracias, pero la verdad es que ahora mismo voy a encontrarme con Gaia —respondió ella, satisfecha de sí misma.

—¡Sí, ya! —respondió, incrédula, la más joven del grupo, una chica de poco más de veinte años. Se llamaba Kira Ashington, y llevaba algunos mechones de pelo de color violeta. Trabajaba como peluquera canina y, en muchas ocasiones, había pujado más que Anna en las subastas de artículos de Gaia por Internet, lo cual le enfurecía. Aquella situación le proporcionaba un momento de dulce venganza.

—En realidad me ha invitado personalmente Gaia —añadió Anna, como si aquello fuera lo más natural del mundo.

—¿Cómo…, cómo…, cómo lo has conseguido? —Ricky estaba tan consumido por la envidia que apenas podía articular palabra.

—Porque soy su fan número uno. Ella lo sabe.

—¡Caray, qué suerte! ¿Y no podría acompañarte su fan número dos? —preguntó Kira.

—Esta noche no, Josephine —respondió Anna, mandándole un beso a distancia.

—¡Que lo disfrutes! —dijo Ricky.

—Gracias. —Con la cabeza bien alta, Anna se dirigió a los ascensores. No se había sentido tan orgullosa en toda su vida.

Momentos más tarde, cuando se abrieron las puertas del ascensor, Anna salió al pasillo enmoquetado. Dos gorilas, provistos de sendos auriculares conectados a un cable, montaban guardia a ambos lados de una puerta, de espaldas a la pared. Le echaron una mirada hostil, como si tuviera el virus del herpes.

Se acercó a ellos, sintiéndose decididamente inestable sobre sus tacones, gracias al vodka. Se anunció y les mostró su carné de prensa.

—No la esperan, señorita —dijo el de la izquierda, sin mover apenas los labios.

—Oh, sí, sí que me esperan. Soy Anna Galicia. Gaia me está esperando.

Él se la quedó mirando con unos ojos enormes, más inexpresivos que dos planetas desiertos.

—Hoy no, señorita. No va a dar más entrevistas.

—¡Pero ella me espera, desde luego que me espera!

El gigante de la derecha se la quedó mirando con cara de pocos amigos.

—La jefa está cansada —dijo el de la izquierda—. Acaba de cruzar el Atlántico. Hoy no quiere más entrevistas. Si quiere quedar para entrevistarla, llame por la mañana.

—¡No lo entienden! —respondió Anna—. No vengo a entrevistarla. ¡Vamos… a tomar una copa! ¡Me ha invitado!

—¿Y usted se llama Anna Galicia?

—¡Sí!

—Su nombre no está en la lista, señorita.

La frustración se acumulaba en su interior, a punto de estallar.

—¡Que le jodan a la lista!

El gorila se encogió de hombros.

—Si quiere ver a la jefa, tiene que estar en la lista.

—¡Debe de haber habido un error! De verdad, un error. ¡Por favor, pregúntenle a ella! ¡Díganle que Anna está aquí! ¡Anna Galicia! ¡Ella me conocerá! Me está esperando. ¡Se pondrá furiosa si no me dejan pasar, se lo prometo!

El hombre dijo algo al auricular, en voz baja. Anna le leyó los labios. Aquel tipo estaba pidiendo confirmación. Sentía la rabia en el pecho. ¡Gaia estaba ahí dentro! Al otro lado de aquella puerta. Estaba a solo unos metros de su fan número uno. ¡Por Dios bendito, a solo unos metros! ¡Gaia quería verla, lo había dejado muy claro, y ahora aquellos imbéciles le estaban cortando el paso!

—Lo siento, señorita, me dicen que no saben quién es usted.

Anna sentía que la respiración se le aceleraba y cada vez estaba más furiosa.

—No soy una periodista más. ¡Soy su fan número uno! —exclamó—. ¡Su fan número uno, joder! ¡Si no fuera por mí, probablemente estaría haciendo numeritos en un apestoso salón de masajes, y vosotros no estaríais aquí! ¡Quiere verme! ¡Ahora mismo!

Los dos guardias cruzaron una mirada. Entonces el que tenía Anna delante respondió:

—Lo siento, señorita. Voy a tener que pedirle que se vaya.

—¡Ni muerta!

Entonces, asombrada, vio que, a unos metros, se abría una puerta. Por ella salió una mujer con gorra de béisbol, gafas oscuras, un chándal púrpura y unas deportivas de lujo.

¡Era ella!

—¡Gaia! —la llamó, y se dirigió hacia donde estaba, avanzando insegura sobre sus tacones—. ¡Gaia, soy Anna!

Al momento notó que la agarraban de los brazos, con suavidad pero con firmeza, y su ídolo quedó rodeada por un batallón de guardaespaldas, también vestidos de deporte y con gorras de béisbol.

—¡Soltadme! —les gritó Anna a los dos colosos que la retenían.

Se debatió con furia y perdió uno de sus zapatos.

—No tenéis ningún derecho a hacerme esto. ¡Soltadme! —gritó.

Las puertas del ascensor se cerraron y entonces la soltaron. Anna se puso a pensar a toda velocidad. ¡Tenía que haber alguna salida! ¡Puertas! ¡Salidas de incendios! ¡Escaleras! Lo vio a su derecha: un letrero verde que decía SALIDA DE INCENDIOS. Se arrodilló y recogió su zapato, pero sin perder un segundo para ponérselo, se lanzó a una carrera desequilibrada por el pasillo, con un zapato en la mano, salió por aquella puerta y empezó a bajar las escaleras de hormigón.

PLANTA VESTÍBULO, leyó, en letras pequeñas, y abrió la puerta. Estaba en alguna parte de la planta baja que no le sonaba, con una gran escalera justo tras ella. Subía a lo que parecía la planta de salas de congresos. ¿Dónde estaba el ascensor en el que había subido?

Entonces vio la comitiva de Gaia saliendo por el vestíbulo. El grupo de guardaespaldas vestidos de deporte, y en medio distinguió por un momento a Gaia. Corrió, aún con el zapato en la mano, gritando:

—¡Gaia! ¡Gaia! ¡Soy Anna! ¡Espera!

Esquivó a un grupito de japoneses, todos arrastrando sus respectivas maletas con ruedas, y llegó a la altura del grupo de Gaia a solo unos metros de las puertas giratorias.

—¡Gaia! ¡Soy yo, Anna! —volvió a gritar, corriendo para llegar a las puertas antes que ellos, pero dos de los guardias la apartaron a codazos—. ¡Eh! —protestó, indignada, y los empujó a su vez, y de pronto se encontró a Gaia justo delante. ¡Tenía su cara a solo unos centímetros! Estaba tan cerca que percibió el olor de su perfume, y se sorprendió un poco al ver que no era el de la marca de su ídolo—. ¡Gaia! ¡Soy Anna! Hola…

Por un breve instante, Gaia se levantó las gafas y le lanzó una mirada dura, hueca y glacial; luego se giró y desapareció por las puertas giratorias.

—¡Zorro furtivo! —gritó Anna, desesperada—. ¡Gaia, soy yo, Anna! ¡Anna! ¡El zorro furtivo! —Se lanzó hacia la puerta, pero dos de los guardias vestidos de chándal la agarraron de los brazos, reteniéndola.

—¡Soltadme! —gritó.

No la soltaron, y le apretaban tanto los brazos que le hacían daño. Dejó caer el zapato. Se revolvió como un gato salvaje, se liberó, perdió el equilibrio y cayó al suelo de espaldas, encima del zapato que se le había caído y que se le clavó en el centro de la espalda, haciéndole daño.

Levantó la vista, confusa y aturdida por un instante, y vio a los otros cinco coleccionistas de artículos de Gaia que la miraban. Ricky, Esclavo de Gaia, se acercó a ayudarla, pero un botones del hotel llegó antes, se agachó, le preguntó si estaba bien y luego la agarró con suavidad del brazo para ayudarla a ponerse en pie. La cabeza le daba vueltas. De algún modo consiguió volver a ponerse el zapato. Los cinco coleccionistas la miraban fijamente.

—¡Pensábamos que eras su fan número uno, Anna! —se burló Kira, la chica del mechón violeta.

Los cinco se rieron.

Anna salió por las puertas giratorias y se quedó de pie en la acera. Tenía la respiración agitada y estaba furiosa. Vio a los paparazzi corriendo al otro lado de la calle, siguiendo al grupo de corredores que recorría el paseo marítimo.

—¿Quiere que le busque un taxi, señorita? —le preguntó el portero.

—¡No quiero un jodido taxi! —respondió ella, humillada y rabiosa, abriendo el bolso con manos temblorosas. Rebuscó en el interior y sacó su teléfono móvil—. He sido víctima de una agresión. Quiero llamar a la policía.