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Larry, tenemos un pequeño problema con el guion —dijo Jack Jordan, el veterano director de la película, mirando la enorme lámpara de araña de la sala de banquetes del Royal Pavilion. Al cabo de unos días cumpliría setenta años y tenía un aspecto más sombrío que de costumbre. Sus ojos, a la sombra de la larga visera de su gorra de béisbol, parecían dos moluscos dudando de si abrirse o no.

Después de haberse deshecho de sus últimos cien mil dólares para que el rodaje siguiera adelante, Larry Brooker no estaba de humor para oír otra queja de aquel sufridor crónico. Puso fin a la llamada de su agente comercial, que tenía la gran noticia de que había vendido los derechos de La amante del rey en Rumanía por cincuenta mil pavos. El agente le aseguró que era muy buen precio para Rumanía. Quizá sí lo fuera, pero, al ritmo al que iban fundiendo el dinero, cincuenta mil pavos apenas les daba para mantener la producción en marcha cuatro días más; y eso, sin contar el veinte por ciento de comisión de ventas que había que restar.

Brooker estaba especialmente espeso e irritable ese día: sería el efecto combinado del jet lag y la pastilla para dormir que había tomado para contrarrestarlo, que daba la impresión de empezar a hacer efecto en aquel momento, unas quince horas después de tomársela. Problemas. Siempre había problemas en las producciones. Un buen productor tenía que mantener todo el montaje a flote y siempre estaba presionado por el calendario, sabiendo que cualquier circunstancia imaginable podía conspirar en su contra, impidiendo que rodaran lo programado para cada día, con lo que el presupuesto podía dispararse. La producción de cualquier película se convertía en un cúmulo de diferentes problemas que aparecían simultáneamente y se convertían en un problemón gigante. El tiempo, los accidentes, los berrinches, la burocracia del lugar de rodaje, frases del guion que no funcionaban al llegar el momento del rodaje, actores neuróticos, actores celosos, actores cabrones, actores egoístas, actores borrachos, actores lentos…, benditas criaturas de Dios.

Por su experiencia, los directores también podían ser terribles. Nunca había trabajado con ninguno que no se hubiera lamentado del tiempo de que disponía para tener una escena importante lista, o de la falta de presupuesto para efectos especiales, o del calendario de rodaje al que tenía que atenerse. ¿Por qué sería que todos los directores con los que había trabajado daban la impresión de necesitar una niñera?

—¿Qué tipo de problema, Jack? —respondió.

—Bueno, un pequeño problema técnico con el guion.

Por el modo de decirlo de Jordan, Brooker tuvo la impresión de que estaban a punto de tocarle bien las narices. Se acercó, con su camiseta negra holgada, sus vaqueros aún más holgados y sus inseparables mocasines Gucci, y se quedó mirando a su director a los ojos.

—¿Qué problema técnico, en particular?

—Parece ser que quien hizo la documentación metió la pata hasta el fondo.

—Quizá yo se lo pueda explicar —dijo Louise Hulme, historiadora residente del Royal Pavilion que colaboraba como asesora. Era una mujer agradable, de aspecto académico, con el cabello claro recogido, que llevaba un vestido de verano rosa y unos discretos zapatos blancos—. En su guion tienen esta escena que describe un momento clave en la relación entre el rey Jorge y Maria Fitzherbert. Es cuando él pone fin a su relación, diciéndole que ya no la quiere.

Brooker se la quedó mirando, molesto con su actitud de profesora de escuela.

—¿Me va a decir que su relación no acabó?

—En absoluto. Sí que acabó. Pero, en su guion, Jorge se lo dice a Maria mientras están sentados el uno junto al otro, en un banquete en esta mesa.

—Ajá —dijo Brooker. Su teléfono vibró. Se lo sacó del bolsillo y miró la pantalla. Lo único que ponía era INTERNACIONAL. Probablemente sería alguien reclamando una deuda. Cortó la llamada y volvió a concentrarse en lo que le decía Louise Hulme.

—Bueno, el primer problema es histórico, señor Brooker. En la época en que Jorge IV y Maria eran amantes, este edificio no era más que una modesta granja. Las obras de todas las dependencias lujosas del palacio, como esta sala de banquetes, no se iniciaron hasta mucho más tarde. De hecho, las de esta sala se completaron cinco años después de que acabara su relación, así que es imposible que esa conversación tuviera lugar aquí.

Comunicó la información sonriendo, con una seguridad y una autosuficiencia que irritó a Brooker. Aquella sala era imponente, le parecía el lugar ideal para que un rey abandonara a su amante. ¿A quién le preocupaba la precisión histórica? A un puñado de académicos pedantes, nada más. A ninguno de los espectadores de Little Rock, en Arkansas, ni de Springfield, en Missouri, ni de Brooksville, en Florida, les iba a importar una mierda si aquel salón había sido construido o no.

—Supongo que tendremos que tomarnos una pequeña licencia artística en ese punto —dijo—. Esto es una película, es ficción, no es un documental.

—Está bien —concedió Hulme, con una sonrisa que ocultaba una mueca de desaprobación—. Pero en su escena habrá otra imprecisión histórica.

—¿Y cuál es? —dijo él, echando una mirada a Jack Jordan, cuyo pesimismo parecía ir en aumento, como si el mundo se encontrara en los últimos segundos de la cuenta atrás para la autodestrucción.

—Bueno —continuó ella—, el caso es que Jorge IV no tuvo valor para poner fin a la relación cara a cara. Así que lo hizo en lo que supongo que sería el equivalente a un correo electrónico de su época, o quizá a un tweet.

—¿Qué hizo?

—Bueno, celebró un gran banquete en honor al rey de Francia, y no invitó a la señorita Fitzherbert. De acuerdo con el protocolo de la corte en aquella época, eso era una señal definitiva de que la relación había acabado.

—Señorita, respeto sus conocimientos sobre historia —dijo Brooker—. Pero todo eso no tiene por qué quedar plasmado directamente en la película. Esta es una de las escenas más importantes. ¡Es el clímax emocional de toda la historia! Están sentados en el centro de la mesa, rodeados de toda esa gente noble, con el amigo del rey, Beau Brummell justo enfrente, y entonces él suelta la carga de profundidad.

—Pero no es así como ocurrió —dijo ella.

—¡Sí, bueno, pues así es como tendría que haber ocurrido! Eche un vistazo a este salón. ¡Mírelo! Es una de las salas más imponentes que he visto nunca. ¡Me imagino perfectamente la luz de las velas en la mesa y la lámpara de araña iluminando el rostro de Maria mientras su expresión pasa de la ilusión al dolor más insufrible!

—Hay otro problema, señor Brooker —dijo ella, con un tono cada vez más ácido—. Sobre Prinny.

—¿Prinny? ¿Quién es Prinny?

La mujer le miró con un reproche.

—Ese era el apodo del rey Jorge: todo el mundo le llamaba así.

—Ah, bueno.

—No parece que se haya documentado muy bien —prosiguió la chica—, si no le importa que se lo diga.

Brooker controló su rabia como pudo y respondió:

—Mire, señorita, tiene que entender que esto es una película, ¿vale? Yo no soy historiador. Soy productor de cine.

—Bueno, lo que tendría que saber es que Prinny le cogió mucha aprensión a la lámpara de araña: se negaba a sentarse justo debajo.

Él se quedó mirando la enorme escultura de cristal, colgada de las garras de un dragón, bajo la cúpula del techo. Creaba un fantástico efecto dramático. Aquella sería una escena de una tremenda carga visual.

—¿Sí? Bueno, pues en mi película, va a sentarse debajo —dijo, desafiante.

Al otro lado de la sala, más allá de las cuerdas azules que indicaban al público el trayecto obligado para la visita del edificio, un hombre desgarbado y cadavérico vestido con gorra de béisbol, que parecía uno más de los montones de turistas que pasaban por aquel edificio a diario, escuchaba atentamente la discusión y levantó la vista hacia la lámpara, estudiándola con atención.