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—Yeste es el dormitorio principal —dijo el joven agente inmobiliario. Era un chico de veinticinco años, resuelto, musculado y en buena forma, con el cabello engominado hacia arriba y vestido con un traje gris marengo y elegantes mocasines—. Tiene un buen tamaño —prosiguió—, mucho más generoso que lo que se encuentra hoy en día en las casas de obra nueva.
Ella cogió la ficha impresa por la inmobiliaria Mishon Mackay y luego paseó la mirada por la habitación: una elaborada cama de latón de metro y medio de ancho, un tocador de caoba y, a su lado, un diván art déco. Sobre el tocador había una fotografía con un marco plateado en la que se veía a una pareja en bañador, tomando el sol en la cubierta de un barco, en un mar de aguas tranquilas y azules. Él sonreía, con el rostro bronceado y unas arruguitas en la comisura de sus ojos color azul claro, frunciéndolos como para protegerse de la luz del sol, y con el cabello rubio agitado por el viento. Ella era una mujer atractiva, con una larga melena rubia, también al viento, una sonrisa de felicidad en el rostro y un cuerpo estilizado bajo aquel bikini turquesa.
Eso era lo que tenía la fotografía, pensó ella. Aquellos momentos que capturaba. Podía ser que diez minutos más tarde la mujer estuviera despotricando, pero el recuerdo que dejaba la fotografía era el de aquella sonrisa. Como un poema de Keats que había leído y memorizado una vez en el colegio: Oda a una urna griega. Era sobre dos amantes en bajorrelieve de una urna griega, a punto de besarse. Aquel momento, congelado en el tiempo. Nunca acabarían de besarse, nunca consumarían su relación y, por ese mismo motivo, su relación duraría para siempre.
A diferencia de lo que sucedía en la realidad.
Algo triste de pronto, se giró y se dirigió a la ventana. Daba al jardín trasero, y a la parte de atrás de la casa de los vecinos, en la otra calle. Se quedó mirando el amplio césped, con una fuente zen en el centro: una pila de piedras pulidas con un canalito seco a su alrededor y un surtidor que no estaba activado. Habían cortado el césped recientemente, pero los parterres a ambos lados y al fondo del jardín estaban llenos de malas hierbas.
—Me temo que tenemos que seguir —dijo el agente, en un tono más de arrogancia que de disculpa—. Tenemos otra visita dentro de veinte minutos. Este tipo de casa tiene mucha demanda.
Ella se quedó un momento donde estaba antes de seguirle, y echó otro vistazo a la habitación. Estaba demasiado arreglada: la cama no había sido usada, no había nada por medio. Era como si nadie hubiera vivido allí.
Salió siguiendo al agente, atravesaron el rellano y entró en otra habitación, tirando suavemente de su hijo, absorto en un juego de ordenador que tenía en la mano.
—Esta es la más grande de las otras habitaciones —dijo el agente—. Es muy amplia. Sería excelente para su hijo, diría yo. —Miró al niño en busca de aprobación, pero el pequeño no levantó los ojos del juego, concentrado, como si su vida dependiera de aquello.
Ella observó la habitación con interés. Allí vivía alguien: un hombre adulto. Observó la fila de zapatos de aspecto caro, perfectamente abrillantados, alineados junto al zócalo. Varios trajes envueltos en plástico de la tintorería colgaban desordenadamente aquí y allá, a falta de armario. Una cama de hombre mal hecha. Entonces pasaron al baño. Una hilera de colonias, loción para el afeitado, bálsamo para la piel, un cepillo eléctrico y elegantes toallas negras en el toallero calefactado. Había gotas de humedad en el interior de la mampara de la ducha, lo que indicaba que la habían usado hacía poco, y un intenso olor a colonia de hombre flotaba en el ambiente.
—¿Por qué se vende la casa? —preguntó ella.
—El dueño es policía, tengo entendido.
Ella no dijo nada.
—Se ve que vivía aquí con su mujer, pero se ha separado. La verdad es que no sé nada más. Puedo informarme, si le interesa.
—No, no me interesa.
—Tengo un primo en la policía —añadió él—. Me ha dicho que entre los polis los divorcios son muy comunes.
—Me lo imagino.
—Sí, supongo que es ese estilo de vida. Los cambios de turno, el trabajar hasta tarde…, todas esas cosas.
—Claro —dijo ella.
El vendedor los condujo de nuevo a la planta de abajo, pasando por el estrecho pasillo hasta el salón, que mostraba una decoración minimalista, con sofás futón y una mesa baja japonesa en el centro. En una esquina había una antigua máquina de discos, y enfrente alguna colección de antiguos vinilos, desordenada, con algunos discos fuera de sus fundas, y unos montones de CD.
—Esta sala es muy agradable, con grandes ventanales, y la chimenea funciona —explicó—. Un buen salón.
Ella miró alrededor, mientras el niño seguía enfrascado en su videojuego, del que salía un bip-bip-bip constante e irregular. En particular se quedó mirando la máquina de discos, que le traía recuerdos de su vida, diez años atrás. Entonces entraron en el gran comedor-cocina.
—Tengo entendido que esto eran dos estancias diferentes que el dueño unió. Podría dejarse así, o volver a separarse en cocina y comedor.
«¡Claro que se podría!», pensó ella. Y entonces observó el pececito. Estaba en una pecera redonda, sobre la encimera, cerca del microondas, con un alto distribuidor de comida de plástico pegado al lado.
Dio unos pasos y acercó la cara a la pecera. El pez parecía viejo e hinchado, y abría y cerraba la boca rítmicamente, sin reaccionar. El color naranja que hubiera podido tener en el pasado se había convertido en un gris oxidado.
De pronto el niño levantó la vista de su juego, siguió a su madre y también miró la pecera.
—Schöner Goldfisch! —exclamó.
—Wirklich hübsch, mein Schatz! —respondió ella.
El agente se la quedó mirando, intrigado.
—¿Marlon? —susurró ella.
El pez abrió y cerró la boca.
—¿Marlon? —repitió.
—Warum nennst du ihn Marlon, Mama?
—Porque así es como se llama, mein Liebling!
El agente frunció el ceño.
—¿Sabe cómo se llama?
Sandy se preguntó si un pez podía vivir todo ese tiempo. ¿Más de diez años?
—Quizá —respondió.