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Amis Smallbone decidió que él también encontraría el momento y el lugar adecuados. Estaba de pie, en la escalera de la terraza del Grand Hotel de Brighton, con un Chivas con hielo en una mano y un cigarrillo en la otra. Le dio una gran calada, contemplando con odio en los ojos el denso tráfico de King’s Road y, más allá, la gente que caminaba por el paseo marítimo…, y el mar, tranquilo y azul.

Iba impecablemente vestido, aunque con un estilo algo anticuado: la americana azul con brillantes botones de latón, una camisa blanca con la corbata estampada de cachemira, pantalones chinos azules y mocasines Sebago blancos. Parecía recién salido de un yate. Como el pedazo de barco que estaba contemplando ahora, una ostentosa motora que surcaba el mar a toda mecha dejando tras de sí una larga estela blanca.

El del yate podía haber sido él, pensó, dándole otra calada al cigarrillo. De no ser por el inspector Roy Grace.

Henry Tilney tenía razón, y él lo sabía. Más valía dejarlo atrás, olvidarse. Pero él nunca había sido así. A la gente había que darle una lección. Grace lo había borrado del mapa de un plumazo. Lo había perdido todo. Doce años de su vida encerrado en cárceles de mierda, rodeado de perdedores.

Gaia estaba en aquel hotel. En la suite presidencial, charlando en privado con Grace en aquel momento, junto con el superintendente jefe Barrington y un puñado de polis más. Smallbone sonrió al aplastar el cigarrillo con el pie, apuró el whisky y se planteó volver a por otro. Al menos aún conservaba alguno de sus antiguos contactos. Y uno de ellos podía proporcionarle acceso a cualquier habitación del hotel, veinticuatro horas al día, siete días a la semana.

De haberlo querido, también podría haber escuchado la conversación que tenía lugar en aquel mismo momento en la suite presidencial, gracias a su antiguo contacto. Pero no hacía falta. Del bolsillo izquierdo de su chaqueta sacó otro paquete de cigarrillos en el que parpadeaba una luz minúscula, tan leve que era casi imposible verla a la luz del día. Con una sonrisa volvió a meterse el paquete en el bolsillo. Ya escucharía la grabación más tarde, con calma.

Una planta por encima de Smallbone, en la imponente salita enmoquetada color eau-de-nil de la suite presidencial, Grace, que no solía impresionarse con facilidad, tuvo que pellizcarse para creérselo. ¡Estaba sentado en un sofá al lado de Gaia! Y era agradable: cálida, amistosa y divertida, nada que ver con la diva que se esperaba. Aun así, su presencia le imponía.

Ella iba vestida con una camisa de hombre blanca arremangada, vaqueros azules rotos y unos botines de ante negro con hebillas, parecidos a un par que tenía Cleo, solo que estos parecían más caros. Su melena rubia tenía la frescura de quien acaba de salir de la peluquería, y su rostro reflejaba más bien treinta años, en lugar de los treinta y siete que tenía; tenía un cutis radiante, sin una sola arruga. Era mucho más guapa en persona que en las fotografías. Y desprendía un aroma almizclado de lo más sugerente. «Glenn mataría por estar aquí», pensó, intentando evitar mirarla demasiado. Pero era difícil, especialmente con la cantidad de botones de la camisa que llevaba abiertos y que dejaban a la vista un generoso escote.

Sobre la alfombra, a cierta distancia, tendido boca abajo y concentrado en un juego electrónico, estaba su hijo Roan, vestido con vaqueros, una camiseta amarilla y deportivas y con el pelo revuelto.

Mientras le echaba otra mirada disimulada, Grace pensó que el nombre de «suite presidencial» hacía justicia a aquella serie de habitaciones, decoradas con muebles estilo Regencia, suntuosos pero tradicionales, que daban un aire majestuoso al lugar. Con ellos, en la sala, estaban dos de las asistentes personales de Gaia, vestidas con traje chaqueta, y su jefe de seguridad, Andrew Gulli, un tipo seco y serio vestido con traje, camisa blanca y una corbata oscura. Además de Grace estaban allí el superintendente jefe Graham Barrington, que iba de uniforme, el inspector Jason Tingley, que gestionaba la operación de seguridad de todo Brighton y Hove, y Greg Worsley, de la Unidad de Protección Personal, que, como Tingley, llevaba traje y corbata. Los tres parecían algo impresionados, pensó Grace, igual que él mismo.

Dos guardaespaldas enormes montaban guardia en el rellano, y otros cuatro lo hacían en las dos puertas de la suite de cinco habitaciones que daban a las escaleras de incendios. Aquello era más seguro que Fort Knox.

Y ese era el problema.

Mientras estuviera allí, podían garantizar su seguridad. Pero ella había dejado muy claro que no quería ser una prisionera: deseaba salir a correr cada mañana a primera hora y, sobre todo, no quería que su hijo viviera encerrado. Insistió en que quería poder llevarlo a la playa, pasear libremente con él por la ciudad, llevarle a comer pizza o lo que le apeteciera.

Grace sabía que, en circunstancias normales, ya sería un problema proteger a una estrella del calibre de Gaia, pero es que aquellas circunstancias distaban mucho de ser normales. Alguien había intentado matarla, y el agresor seguía libre. Esa persona podía estar en la ciudad en aquel mismo momento. Por lo que él sabía, podía estar incluso en aquel hotel. La gente de la Unidad de Gestión de Amenazas de Los Ángeles, que había estado en estrecho contacto con Graham Barrington, parecía muy preocupada.

Al menos el comisario jefe, Tom Martinson, había tenido la lucidez de olvidarse de las normas (que limitaban la protección armada para el caso de la realeza y los diplomáticos) y autorizar a la Unidad de Respuesta Armada para que la protegieran veinticuatro horas al día, con la condición de que el coste de aquello no recayera en la Policía de Sussex, tan afectada por los recortes de presupuesto. Dos de ellos habían seguido el coche de la cantante desde el aeropuerto de Heathrow, y otros dos, vestidos de paisano, estaban en el vestíbulo del hotel. Aquellas medidas de protección costaban caras, pero, tal como había pensado Martinson, la alternativa —que a Gaia le ocurriera algo durante su estancia en la ciudad— acabaría saliendo mucho más cara a largo plazo, teniendo en cuenta el perjuicio que supondría para la imagen de la ciudad y el miedo que inspiraría a los potenciales visitantes.

A Grace, el hecho de que Gaia estuviera recibiendo aquel nivel de protección le daba cierta tranquilidad, pero no la suficiente. El comisario jefe le había dejado claro que, debido al atentado previo que había sufrido y al asesinato de su asistente, la responsabilidad de la seguridad de Gaia durante su estancia en Brighton recaía en él. Pero también había insistido en que Gaia iba a tener que contribuir al coste de la operación. En realidad, al poco le había llamado para dejarle claro que le hacía responsable de la negociación de aquel aspecto crucial.

Brighton es una ciudad llena de callejones, rincones y recovecos, túneles olvidados y pasajes secretos. Si alguien tuviera intención de acechar en la oscuridad para cometer un asesinato, no encontraría mejor lugar que esa ciudad para hacerlo. El único modo de garantizar la seguridad de Gaia, a su modo de ver, sería llevarla de un sitio a otro en un coche blindado, con un cordón policial rodeándola cada vez que saliera al exterior. Y eso no parecía viable.

Se giró hacia ella, y sus miradas se cruzaron por un momento. Los ojos de Gaia eran de un azul metálico iridiscente. Eran los ojos más famosos del mundo; habían aparecido en un millón de fotografías, y se había escrito sobre ellos en un millón de reportajes. En una revista barata que le había traído Cleo a casa para que se pusiera al día, se sugería que quizá fueran los ojos más bellos del mundo.

Grace decidió que no iba a discutir por eso. Cleo era la mujer más guapa que había conocido nunca… hasta entonces. Pero Cleo no solo era impresionantemente guapa, sino que además tenía una gran calidad humana. Gaia, pese a todo su encanto y su amabilidad, parecía refugiarse tras un duro caparazón. Sería estupenda para un rollo de una noche, pero por la mañana seguro que le atacaría sin compasión, igual que una viuda negra se come al macho después de copular con él y luego excreta sus restos.

De pronto, Gaia se inclinó hacia él, acercándose tanto que se sintió violento. Y por un momento la tuvo tan cerca que se temió que fuera a besarlo. Entonces, con aquella voz grave y profunda, le dijo:

—Superintendente Grace, tiene usted unos ojos idénticos a los de Paul Newman. ¿Nunca se lo ha dicho nadie?

Se ruborizó. La verdad era que sí, alguien se lo había dicho: Sandy.

Él negó con la cabeza y, con una sonrisa tímida, respondió:

—No, pero gracias.

Al otro lado de la sala vio a Jason Tingley, que le guiñaba el ojo.

Intentando contener una sonrisa, Grace se dirigió a Andrew Gulli, y repasó la situación hasta la fecha.

—Aunque somos conscientes del nivel de riesgo en Estados Unidos, señor Gulli —dijo—, estamos muy lejos de allí. En nuestra opinión, en el Reino Unido el nivel de la amenaza es de nivel bajo a medio.

Gulli, incrédulo, levantó los brazos y, con su voz de James Cagney, respondió:

—¿Cómo pueden decir eso? Cualquiera podría comprar una pistola en este país por unos pavos. ¡No intenten liarnos con esas bobadas!

—Con todos los respetos, hemos traído a su clienta y a su hijo aquí sanos y salvos, y hemos dispuesto protección las veinticuatro horas a su alrededor y en este hotel. —Miró a Gaia, como disculpándose, para dirigirse otra vez a Gulli—. Pero lo que no podemos hacer es invertir lo necesario para mantener la seguridad si ella desea moverse libremente por la ciudad. El comisario jefe está dispuesto a aprobar medidas de protección armada, pero ustedes tendrán que contribuir a los gastos.

—¡Eso no ocurriría en ningún otro país del mundo! —exclamó Gulli—. ¿No se dan cuenta de lo que aporta Gaia a esta ciudad?

—Nosotros nos sentimos honrados de que esté aquí —admitió Grace.

—Mira, Andrew —los interrumpió Gaia—, yo no tengo problema. Creo que lo que dice el señor Grace es justo. Contribuiremos. ¿Por qué no íbamos a hacerlo?

—¡Porque no es así como funciona! —replicó Gulli con petulancia.

—Disculpe, señor Gulli —dijo Barrington, con gran educación y en un tono muy diplomático—, pero así es como funciona en nuestro país.

—¡Eso es una gilipollez! —exclamó Gulli, levantando la voz casi hasta gritar.

Grace se puso en pie, se le acercó y le dijo:

—¿Podemos hablar en privado usted y yo un minuto?

—Lo que tenga que decir lo puede decir aquí.

—Quiero hablar con usted en privado —insistió Grace, con su tono de voz más seco, dejando claro que no estaba para tonterías. La gente a menudo cometía el error de pensar que, solo porque fuera educado, podía pasarle por encima. De pronto Gulli veía al superintendente con otros ojos. Se puso en pie, algo malhumorado, y señaló una puerta.

Grace pasó delante y entró en la habitación contigua que habían convertido en una suerte de oficina improvisada. Se apoyó en el borde de un escritorio de madera de arce y le indicó a Gulli que cerrara la puerta tras él. Por la ventana, vio los restos del West Pier de Brighton, que sobresalían del azul del mar, y sintió, como siempre, cierta pena por la pérdida de aquel muelle en el que tanto había disfrutado durante su infancia. Entonces se giró hacia Gulli.

—¿Cuánto va a cobrar su clienta por hacer esta película, señor Gulli?

—¿Sabe qué? No creo que eso sea asunto suyo, agente.

—Superintendente, en realidad —le corrigió él.

Gulli no dijo nada.

—Todo lo que tiene que ver con esta ciudad es asunto mío —dijo Grace—. El otro día leí que a Gaia le van a pagar quince millones de dólares, unos diez millones de libras, por cuatro semanas de producción aquí, y tres en un estudio.

—Es una de las mayores estrellas del mundo; eso es lo que se paga —replicó Gulli, a la defensiva—. De hecho, lo está haciendo por menos dinero de lo habitual porque se trata de una productora independiente, y no de un gran estudio.

—Estoy seguro de que lo vale, hasta el último penique —concedió Grace—. Es espléndida. Yo me cuento entre sus seguidores. Pero usted tiene que entender algo: con la crisis económica de este país, todas las divisiones de la policía se han visto obligadas a aplicar recortes de un veinte por ciento en su presupuesto; la policía de Sussex tiene que rebajar cincuenta y dos millones de libras. Eso significa que nuestros agentes se ven obligados a retirarse a los treinta años de servicio, cuando la mayoría de ellos tenían pensado seguir muchos años más. A algunos eso les acarreará una serie de problemas. Muchos de ellos se unieron al cuerpo muy jóvenes, lo que significa que van a quedarse sin trabajo con apenas cincuenta años, demasiado pronto. Algunos no podrán pagar sus hipotecas y perderán su vivienda. Usted pensará que eso no es problema suyo.

—Tiene razón: eso no es problema mío.

Grace sacó su teléfono móvil.

—Le diré lo que voy a hacer. Voy a llamar a Michael Beard, director del Argus, el periódico de Brighton, y le voy a decir que estoy aquí con usted y que, aunque su cliente, Gaia Lafayette, va a ganar diez millones de libras con esta película, no está dispuesta a invertir un penique en los gastos que suponen su seguridad mientras esté en la ciudad. ¿Le parece bien? Le garantizo que dentro de veinticuatro horas eso saldrá en la primera plana de todos los periódicos de este país. ¿Le gusta la idea?

Gulli se lo quedó mirando con hosquedad.

—¿De qué tipo de contribución estamos hablando?

—Eso está mejor —dijo Grace—. Ahora, como dicen en su país, hablamos el mismo idioma.