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La estrategia de David Green era la de iniciar una búsqueda por tierra en los alrededores del lago, con la Científica, bajo su supervisión directa, y una búsqueda por el fondo del lago con los agentes de la Unidad Especial de Rescate, dirigidos por la sargento Lorna Dennison-Wilkins, asesora de la Científica, que también había dirigido el rastreo de la granja de pollos.

El gran camión de la UER estaba aparcado detrás de la creciente hilera de vehículos que iba formándose al lado del camino que, para alivio de Branson, aún no incluía ningún periodista, debido probablemente a lo remoto del lugar.

Lorna Dennison-Wilkins era una mujer menuda y atractiva de treinta años, con el cabello castaño y corto. A Branson aún le costaba entender cómo podía hacer frente a los trabajos tan duros y sórdidos con los que se encontraba su unidad casi a diario. La UER tenía que hacer todas las tareas que superaban las competencias de los agentes de policía normales. Eso incluía desde la recuperación de cadáveres en descomposición de alcantarillas, pozos y acequias, del fondo del mar y de lagos como aquel, hasta arrastrarse por el suelo buscando huellas entre el fango o los excrementos, como en la granja de pollos, o fragmentos corporales o armas en vertederos. Cuando no estaban haciendo ese tipo de cosas, se ocupaban registrando casas de traficantes, arriesgándose a pincharse con alguna aguja hipodérmica en cualquier momento.

Una imagen que no podía quitarse de la cabeza era la descripción que le había hecho Lorna, un año atrás, más o menos, de cómo su equipo había tenido que recuperar, de un árbol congelado, fragmentos de cráneo y de cerebro de un hombre que se había disparado colocándose una escopeta del doce bajo la barbilla.

El silencio del lago y de los bosques se rompió con el zumbido del motor fueraborda de la lancha inflable gris de la Unidad de Rastreo. Dos de los miembros del equipo iban en ella, con trajes de inmersión pero sin las gafas y las bombonas; uno de ellos al timón y el otro estudiando la pantalla del sónar. Branson se quedó mirando desde el embarcadero. De pronto le llegó el olor a gasolina quemada que salía del motor, y que se impuso al agradable aroma del fango y las plantas de la orilla. Como no había embarcaciones permanentes en el lago, restringieron la búsqueda a la distancia máxima a la que podrían haber tirado algo desde la orilla.

De pronto la lancha redujo la marcha y se oyó el chapoteo de una boya señalizadora lanzada al agua para marcar el lugar donde habían encontrado una anomalía (algo que había aparecido en la pantalla y que no parecía formar parte del lecho del lago).

Durante los cuarenta minutos siguientes colocaron tres boyas señalizadoras más, dos de ellas en el extremo más alejado del lago. Luego la lancha volvió al embarcadero, y Branson siguió a los dos hombres hasta su camión para que le informaran.

El interior del vehículo olía a goma, a plástico y a gasolina. Se sentaron alrededor de la mesita, y Branson agradeció la taza de té que alguien le puso delante. Jon Lelliott, uno de los miembros con más experiencia de la unidad, capaz de leer con precisión las imágenes aparentemente borrosas de la pantalla, dijo:

—Hay cuatro anomalías. Creo que, por forma y tamaño, podrían corresponder a otros tantos miembros humanos. Diría que están envueltos en algo.

En el exterior, veinte minutos más tarde, el fotógrafo forense James Gartrell había acabado de tomar fotografías del fragmento de tela, que ya había sido empaquetado. Ahora estaba colocando la cámara sobre un trípode, justo sobre una huella que habían encontrado en el barro, cerca del lugar donde habían encontrado el trozo de tela, prendido de los matorrales. Al lado de la huella había un marcador de plástico amarillo con el número dos en negro, y a su lado había una regla, para poder sacar una impresión a escala real posteriormente. Trabajaba con la máxima precisión, usando un nivel para asegurarse de que la cámara estuviera exactamente perpendicular a la huella, y colocando focos para que la cámara grabara todos los detalles de la huella con la máxima claridad.

Cinco agentes de la Científica estaban rastreando la vegetación a las orillas del lago en formación, perfectamente alineados. Para evitar contaminar más la zona pisando donde no debía, Branson volvió al puesto de observación en el embarcadero de madera, donde se quedó observando, atento al teléfono casi todo el rato, a la espera de nuevas noticias de su equipo. También recibió una llamada de su abogada, a la que acabó gritándole al saber que Ari había cambiado de opinión sobre el acuerdo de custodia de los niños. Mientras tanto, Bella estaba muy ocupada en la entrada, explicándoles a varios miembros del club que se habían presentado con la idea de disfrutar de un tranquilo día de pesca que su lago estaba precintado y que se había convertido en el escenario de un crimen.

Cuando acabó de hablar con su abogada, Branson posó la mirada en el agua unos momentos. «Zorra, zorra, zorra». El cielo estaba azul y la luz del sol se colaba por entre las ramas, sobre su cabeza. Un par de fochas salieron aleteando de entre los juncos para curiosear, aunque no parecía que les preocuparan los submarinistas. Branson observó un insecto, un barquerito de unos tres centímetros, remando justo bajo sus pies. Sorprendido por el chapoteo de un pez, volvió a mirar hacia el centro del lago y vio las ondas concéntricas en el lugar donde había saltado.

Dos submarinistas estaban entrando en el agua, uno a la derecha y uno a la izquierda, cada uno provisto de una bolsa roja y negra para el rescate submarino. Iban perfectamente equipados, con arneses de un amarillo intenso de los que salía un cable verde y amarillo que acababa en sendos carretes vigilados por un par de ayudantes, también con traje de neopreno. Un supervisor observaba la inmersión. A su lado y de pie, Branson contempló cómo se iban hundiendo bajo el agua entre un montón de burbujas.

Aquel era un lugar bonito, muy tranquilo. Había peores sitios en los que pasar el día. Un club de pesca con mosca. William Pitcher le había explicado la diferencia entre la pesca con mosca y la pesca con plomada. Por lo que había entendido, los pescadores del club solo pescaban en superficie; las moscas no tenían plomos que las hundieran. Lo que hubiera allá abajo podría pasar inadvertido durante años. ¿Sería ese un motivo más para haber elegido este lugar para eliminar pruebas?

Tras él, oyó pisadas de unas botas de goma sobre la pasarela de madera, y luego la voz de Bella.

—¡Esto es precioso! —exclamó.

—Sí —dijo él, con una sonrisa forzada, aún disgustado por la llamada. En momentos así entendía que hubiera gente capaz de matar a su pareja.

Bella se quedó a su lado y asintió, con una sonrisa curiosamente triste.

—¿Has ido de pesca alguna vez?

—No, no es lo mío. No creo que tuviera la paciencia suficiente. ¿Y tú?

—Yo prefiero cazar los peces ya rebozados… y con muchas patatas.

Branson se rio y empezaron a charlar más distendidamente, aunque ella seguía mostrándose más distante y menos receptiva que la noche anterior. A lo mejor era él quien estaba distraído, por sus problemas con Ari y su frustración por no poder ver a sus hijos. ¿O quizá fuera cosa de ella, que estaba preocupada por su madre?

Al cabo de unos minutos, Jon Lelliott salió del agua y avanzó hacia ellos, sosteniendo una bolsa de rescate con unas algas que colgaban del borde. La llevó hasta la pequeña tienda que había montado la Científica junto al camión de la UER.

Ante la atenta mirada de Branson y de unas cuantas personas más, abrió la cremallera de la bolsa con sumo cuidado. Contenía lo que al principio parecía un tronco fino de color oscuro. Hasta que no miró más de cerca no pudo ver lo que era realmente. Una bolsa negra, atada con cable eléctrico, con un objeto largo y delgado dentro, de la que sobresalía algo blanco por un extremo.

Una mano humana sin vello.

Branson hizo un gesto de asco, pero Bella se quedó mirando la mano con gran frialdad.

—Mano izquierda. No parece descompuesta en absoluto. Yo diría que no llevaba mucho tiempo en el agua —constató, sin dudarlo.

Aunque Branson había presenciado numerosas escenas sangrientas, hasta el momento había tenido la suerte de no tener que enfrentarse a muchos cadáveres desmembrados. Aun así, no había que ser un experto para darse cuenta de que aquello no era obra de alguien con conocimientos de cirugía. El brazo parecía haber sido amputado con una hoja poco afilada: el hueso estaba astillado y había colgajos de músculo y piel colgando del extremo, como flecos. Casi parecía un miembro falso, de atrezo, o un artículo de broma. No olía para nada a descomposición, otra señal de que probablemente Bella estuviera en lo cierto y de que no llevaba mucho tiempo en el agua.

En ese caso, pensó, decepcionado, era poco probable que estuviera relacionado con el torso de la granja de pollos, que llevaba allí muchos meses.

—Veinticuatro horas, máximo —confirmó David Green, uniéndose a ellos—. Yo diría que mucho menos. Si no, los cangrejos, las ratas, los ratones de campo o los lucios (si es que los hay por aquí) habrían empezado a dar bocados a la carne expuesta. En realidad me sorprende que ninguno haya empezado a hacerlo; los cangrejos suelen llegar al cabo de un par de horas.

—A menos que ahí abajo tengan otros rastros humanos con los que entretenerse —propuso Bella.

—Podría ser —dijo Green.

Y desde luego que había más.

Durante la hora y media siguiente, los submarinistas de la policía recuperaron el resto del brazo izquierdo hasta la altura del hombro, el antebrazo y la mano derechos, también cortados por el codo, y el resto del mismo brazo. También encontraron ambas piernas, cada una cortada en tres trozos. Pero no la cabeza.

Cada fragmento de aquel cuerpo había sido envuelto en una bolsa de basura, lastrado con una piedra y atado con cable.

Además, por la orilla del lago, fangosa y hasta cenagosa en parte, había huellas idénticas a las halladas junto al fragmento de tela descubierto por William Pitcher, todas frente a los diferentes puntos del agua donde habían localizado los fragmentos corporales. Junto a cada una de ellas habían colocado un marcador numerado.

En el mismo momento en que recuperaban el último de los restos, el equipo de la Científica, que seguía rastreando el bosque, continuaba siguiendo unas pisadas que se alejaban del lago. Al final de las huellas, en un agujero poco profundo y excavado, al parecer, con prisas, cubierto de ramas, había unos pantalones y una chaqueta que coincidían exactamente con su muestra de tejido.

Unos minutos más tarde, de nuevo en el camión de la Unidad Especial de Rastreo, tenían cada uno de los fragmentos corporales embolsados en plástico transparente y etiquetados. Branson, con una taza de café en la mano, examinó el tejido a través del plástico y observó, decepcionado, que cualquier etiqueta que hubiera podido tener cosida en su tiempo, había sido eliminada.

—Bueno, ¿tú qué crees? —dijo, girándose hacia Bella.

Ella se encogió de hombros.

—Que habrá un tiburón azul ahí dentro, que se ha comido la cabeza y el torso. Debe de habérsele pasado por alto al equipo de rescate.

Él sonrió.

—Sí, justo lo que pensaba yo.

—O eso, o tenemos las partes que nos faltaban de nuestro puzle humano. Solo que el cuerpo tiene meses de antigüedad, y estas partes no.

—¡Con esos poderes de observación podrías llegar a ser una gran investigadora!

—Tú hazme la pelota y llegarás muy lejos —respondió ella, con una sonrisa cálida.

Bella parecía tan vulnerable… Como policía era dura, pero era un alma en pena. Branson habría querido envolverla en un abrazo, pero no era ni el momento ni el lugar.

Pero ya encontraría la oportunidad adecuada, en un futuro no muy lejano. El momento… y el lugar.