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Diez minutos más tarde, Grace estaba examinando una ampliación de la fotografía que había recibido la agente Reeves en su teléfono. Era un trozo de tela, enganchado en lo que parecía ser un matojo.
—Parece que encaja bastante —observó Branson, girándose para mirarlo.
—Es el mismo motivo —coincidió Grace.
—El tipo está absolutamente seguro de que ayer no estaba allí.
Grace asintió, pensando a toda prisa.
—Qué curioso que aparezca justo la mañana después de que lo enseñes en Crimewatch. Podría ser que el agresor aún conservara la mayor parte del traje (y quizá las partes del cadáver que nos faltan) y que le entraran las prisas por librarse de todo ello.
—Eso es lo que pensaba yo.
—Muy bien, enviad a alguien al club de pesca con el jefe de la Unidad de Rastros Forenses, llevaos el trozo de tela que tenemos y ved si coinciden. Si es así, precintad toda la zona y procesadla en busca de rastros. Quiero una búsqueda por tierra y agua. Da la impresión de que pueden haberse deshecho de los restos por ahí.
Branson dejó a Grace en su despacho tramitando algo de papeleo urgente del caso Venner antes irse a la reunión con el equipo de seguridad de Gaia, y volvió a la SR-1. Envió a Reeves, junto con David Greene, jefe de la Unidad de Rastros Forenses, al club de pesca.
Entonces se sentó en su despacho y empezó a repasar las numerosas llamadas que habían recibido tras su aparición en Crimewatch. Pero no había ninguna de interés. Un puñado de llamadas sin consistencia y un par de personas que habían llamado de forma anónima para informar de vecinos sospechosos. Encargó el seguimiento de cada llamada a unos cuantos miembros de su equipo, pero, de momento, la única que parecía de interés era la de aquel hombre, un tal William Pitcher.
Una hora más tarde, Reeves llamó a Branson muy excitada para decirle que, en efecto, la tela parecía ser exactamente la misma. También le dijo que había unas rodadas de neumático recientes que no pertenecían al vehículo del pescador que había hecho la llamada. Agitado por la noticia, la nombró responsable de la supervisión del escenario. Luego le pidió las señas y le dijo que llegaría al cabo de unos minutos.
Colgó y echó un vistazo a la sala de reuniones, buscando a alguien que le acompañara. Vio que Bella ponía fin a una llamada y se le acercó.
—¿Te apetece dar una vuelta por el campo?
Ella se encogió de hombros y le miró de un modo extraño.
—Bueno, vale —dijo, no muy convencida. Agarró un puñado de Maltesers de la caja que tenía en la mesa y se puso en pie.
Durante el viaje en tren desde Cardiff, a primera hora de la mañana, había estado muy callada. Branson se preguntaba si habría dicho algo que la molestara la noche anterior. A la hora del desayuno se había presentado vestida con un top que no le había visto nunca: aunque algo conservador, era mucho más moderno de lo que era habitual en ella, y él se preguntó si lo habría hecho por él.
Ya en el coche, observó, decepcionado, que se mostraba extrañamente apagada, mientras le contaba las últimas noticias sobre su madre, que seguía en el hospital y no estaba nada bien. Cada pocos minutos, el TomTom, pegado al salpicadero, interrumpía su conversación para indicarles el camino.
Al acercarse a su destino, Bella tomó el control y se puso a leer las indicaciones que les había dado Reeves, para luego sumirse en sus pensamientos otra vez. Embocaron un camino estrecho y luego giraron a la izquierda siguiendo un cartel que decía CLUB DE PESCA WEST SUSSEX, cruzaron un cercado y bajaron por un camino flanqueado por altos setos.
—¿Has vivido alguna vez en el campo? —preguntó Branson, intentando romper el incómodo silencio que se había instalado entre ellos. Se preguntó de nuevo si habría dicho algo que la molestara la noche anterior, aunque no lo creía.
—No me atrae —dijo ella.
—Ya, a mí tampoco. Soy todo un urbanita. Yo diría que en el campo hay mucha gente rarita.
—Yo crecí en el campo —dijo ella—. Mis padres eran granjeros. Se mudaron a Brighton cuando se jubilaron.
—Ah —dijo él, intentando buscar el modo de arreglar aquello—. Por supuesto, no quería decir que «todo el mundo» lo fuera.
Ella no dijo nada.
Encontraron otro cartel que indicaba el camino al club de pesca, hacia la izquierda, pasando por un edificio en obras en una granja que parecía abandonada. Había una gran casa aparentemente en ruinas, un granero a medio construir con un cartel en el exterior que decía PELIGRO, NO ENTRAR, una estructura de bloques de hormigón grises sin cristales en las ventanas ni puertas, y una fila de antiguas casas con muros de piedra con un contenedor de basura medio lleno en el exterior. Había sacos de arena y de balasto por la zona, así como una larga tubería y un gran rollo de cable eléctrico.
Tras atravesar un charco fangoso distinguieron la furgoneta de la Científica. Estaba aparcada sobre una base de cemento junto a un gran todoterreno azul marino. La cinta azul y blanca del precinto policial cerraba el paso a la estrecha entrada, que tenía un cartel colgado de un poste: PROHIBIDO EL PASO A VEHÍCULOS.
La agente Reeves, rubia y atractiva pero de gesto serio, se había puesto un traje protector, botas de agua y guantes azules, y llevaba en la mano el registro del escenario, como correspondía a la encargada de la seguridad. A su lado estaba David Green, jefe de Rastros, vestido como ella, junto a un hombre sonriente que llevaba un chubasquero verde y botas de agua, y que sostenía su caña de pescar como un centinela su lanza.
Branson sacó su bolsa del maletero del coche, maldiciendo su falta de previsión por no haber traído botas; en el momento en que Bella se le acercó, el fango ya le cubría los impecables mocasines.
—Señor —le informó la agente Reeves—, este es William Pitcher, el hombre que nos hizo la llamada. El señor Pitcher está jubilado, pero antes trabajaba en primeros auxilios.
—Gracias por su llamada —dijo Branson, girándose hacia él—. ¿Está seguro de que esa tela no estaba ahí ayer?
—Estoy seguro, aunque espero no haberles hecho venir hasta aquí para nada —dijo Pitcher, mirando a Green, a Reeves y luego a Glenn—. Pero esa tela no estaba aquí ayer, de eso estoy seguro. Me fui a las nueve de la noche, y he comprobado el registro: ningún otro socio del club vino después de que yo me fuera, ni antes de mi llegada esta mañana.
Al otro lado del bosque que tenía delante, Branson vio el brillo del agua. Miró a Reeves y luego al jefe de Rastros.
—¿Quieres que nos pongamos trajes protectores?
Green meneó la cabeza.
—No es necesario, a menos que quieras ponerte a explorar —dijo, observando con escepticismo los zapatos de Branson.
Bella había tenido la precaución de llevar botas de goma.
—Solo quiero ver el trozo de tela.
Green le llevó al lugar donde estaba el fragmento, con cuidado de no pisar otras huellas o rodadas de neumático. Había un hueco entre los setos y los árboles por el que Branson vio un embarcadero de madera. El lago tenía una forma ovalada, estaba flanqueado por árboles y arbustos, y en la orilla se habían construido varias plataformas para pescar. En el extremo más alejado se estrechaba hasta adquirir la anchura de un río, y luego se abría de nuevo en lo que parecía otro lago ovalado. Era un lugar idílico.
Pitcher resultó un tipo muy locuaz, una mina de información sobre el club y sus miembros. Branson nunca había pensado en las diferencias que podía haber entre un lago y un estanque. Ahora, gracias a las explicaciones de Pitcher, ya lo sabía. En Inglaterra, cualquier masa de agua de más de un acre —unos cuatro mil metros cuadrados para los neófitos como él— se consideraba lago. Y lo que tenía delante eran casi tres acres y medio de aguas pobladas de truchas, aunque, según Pitcher, tenían un problema con las algas.
No obstante, muy pronto descubrirían que las algas eran el menor de los problemas de aquella masa de agua.