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—¿Es que te has caído de la bicicleta? —preguntó Angela McNeill, con una carpeta en la mano.
Eric Whiteley, sentado en su claustrofóbico despacho, parecía aturdido. Las cosas no estaban yendo bien. Se había propuesto llegar antes incluso de lo habitual, para poder salir primero de la oficina, pero, en lugar de eso, por primera vez en todos los años que llevaba trabajando en la empresa, había llegado tarde.
Y ahora le interrumpían mientras almorzaba, algo que odiaba. Él consideraba que comer era un acto privado.
Su bocadillo de atún con mayonesa, lonchas de tomate y pan integral, junto a un bocado que le había arrancado, esperaban sobre el plástico del envoltorio, en su mesa. La chocolatina Twix, la manzana y la botella de agua con gas estaban al lado. Enfrente tenía la portada del Argus, con su titular: ¡LA FIEBRE POR GAIA INVADE BRIGHTON!
—No, no me he caído de la bicicleta; nunca me caigo de la bicicleta. Bueno, en realidad, hace mucho que no me caigo —respondió, mirando su comida de reojo, ansioso por volver a ella.
Aquella mujer era nueva en el despacho. Era una contable profesional, que había enviudado dos años antes y que llevaba un tiempo intentando entablar amistad con Eric, el único soltero de la empresa. No le parecía atractivo, pero notaba que estaba solo, como ella, y que quizá podrían hacerse compañía ocasionalmente, para ir al teatro o a algún concierto. Pero no le entendía mucho. Por las conversaciones que habían mantenido sabía que no estaba casado, y no creía que tuviera novia. Pero tampoco le parecía que fuera gay. Se pasó el dedo por la mejilla, imitando la marca que tenía él en la cara.
—¿Qué te ha pasado?
—El gato —dijo él, a la defensiva.
—¿Tienes un gato? —dijo ella, animada—. ¡Yo también!
Él volvió a mirar su bocadillo, hambriento, porque se había saltado el desayuno. No veía el momento de que se fuera.
—Sí —confirmó.
—¿Qué tipo de gato?
—Uno que araña.
—¡Qué divertido eres! —dijo ella, sonriendo. Se abrió paso por el estrecho hueco que había entre los archivadores y la mesa y dejó la carpeta encima—. El señor Feline pregunta si puedes hacer las cuentas mensuales de Rawson Technology lo antes posible. ¿Crees que podrás echarles un vistazo hoy?
Lo que fuera para quitársela de encima, pensó.
—Sí —dijo, y asintió con la cabeza.
Pero ella no se iba.
—¿Te gusta la música de cámara? Hay un concierto el domingo en el Dome, y una amiga me ha dado entradas. Me preguntaba…, ya sabes…, si no tienes otros planes.
—No es lo mío —dijo él—. Pero gracias.
La mujer echó un vistazo al periódico.
—¡No me digas que eres fan de Gaia!
Él permaneció en silencio unos momentos, buscando una respuesta con que quitársela de encima.
—En realidad me encanta. Soy un gran fan.
—¿De verdad? ¡Yo también!
Eric contuvo un gruñido.
—Vaya. ¿Quién lo habría dicho?
Ella le miró con interés renovado.
—¡Bueno, eres una caja de sorpresas, Eric Whiteley!
A Eric le hervía la sangre. ¿Cómo podía quitarse a aquella pesada de encima? Esbozó una sonrisa forzada.
—Todos tenemos nuestros secretillos, ¿no?
Ella se llevó un dedo a los labios.
—Desde luego. Eso es cierto. Muy cierto. Todos los tenemos.
—¡No se lo digas a nadie! —añadió él, con un dedo en los labios.
—No lo haré —prometió ella—. ¡Será nuestro secreto! —dijo, y salió del despacho.
Eric volvió, aliviado, a su bocadillo. Hojeó el periódico. Un titular en la quinta página le llamó la atención: CRIMEWATCH DESVELA MISTERIOSO ASESINATO EN SUSSEX.
Leyó el artículo con atención mientras daba cuenta de su almuerzo. Luego volvió al artículo de la portada. ¡Secretos furtivos!
Sonrió.