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Como todos los oficiales de policía, Grace había adquirido hacía mucho la costumbre de llegar pronto a cualquier tipo de reunión, de cualquier nivel. La de la Operación Icono del miércoles por la mañana había sido corta, ya que en las veinticuatro horas anteriores no se habían producido grandes avances. En aquel momento, su mayor esperanza de que las cosas cambiaran estaba puesta en que la aparición de Branson en Crimewatch produjera una respuesta positiva.
A las diez menos cuarto mostró su carné al agente de seguridad a las puertas de la Malling House y pasó la barrera. Aún sonreía por dentro tras su encuentro de la noche anterior con Amis Smallbone. No podía evitarlo. No tenía dudas de que aquel gusano estaría maldiciéndolo y pensando en mil maneras de hacérselo pagar, pero también estaba seguro de que no volvería a acercarse a Cleo nunca más.
Aparcó y salió del coche, sintiendo aquel aire limpio y templado de principios de verano. Atravesó el complejo en dirección a un moderno edificio funcional que albergaba el mostrador de recepción de visitantes, entró en la gran sala de espera y se identificó ante uno de los recepcionistas de uniforme.
Luego se sentó y cogió un ejemplar de la revista Police Federation, y se puso a ojearla distraídamente, fijándose en varios artículos que mencionaban a agentes que conocía. A los pocos minutos, una sombra le cubrió y Grace levantó la vista.
Daba igual la naturaleza de los asuntos que tuviera que resolver con los agentes de Asuntos Internos: siempre se ponía nervioso al tratar con ellos. Eran, básicamente, la policía interna del cuerpo, cuya misión era investigar denuncias de la ciudadanía respecto de la policía o cualquier conducta impropia de sus compañeros de servicio. No importaba si se trataba de un excompañero, como era el caso del superintendente Michael Evans; ahora jugaban en un equipo diferente. Algunos los veían como enemigos, aunque recurrieran a ellos en busca de ayuda o consejo.
—¡Me alegro de verte, Roy! ¡Cuánto tiempo!
Grace se puso en pie. Hacía años que no se veían. Evans, velocista del equipo de atletismo de la Policía de Sussex, era un tipo enjuto de cuarenta y cinco años, con la cabeza afeitada y una mirada algo cínica.
—Yo también me alegro de verte.
Evans frunció el ceño.
—¿Se resolvió por fin el asunto de tu mujer…? Se llamaba Sandy, ¿verdad?
Evidentemente no estaba al día.
—No. Hará diez años dentro de un par de meses. Estoy en pleno proceso para declararla legalmente muerta. He decidido casarme otra vez.
Evans frunció los labios y asintió, como un trol loco en una juguetería. Por algún motivo, su expresión le recordó que tenía que comprar un regalo de cumpleaños para su ahijada, Jaye Somers, que cumpliría diez años en agosto.
—Un consejo, Roy: asegúrate de dejar todo eso bien atado. Ya sabes, por si acaso…
—Lo sé.
El cumplimiento de las normas era algo que la policía siempre tenía muy presente. Se habían producido demasiados escándalos económicos y de faldas últimamente, y todos andaban con pies de plomo.
Roy siguió a Evans hasta el moderno bloque donde tenía su sede la división de Asuntos Internos, y luego por un pasillo hasta llegar a un pequeño despacho, y se sentó en una de las dos sillas que había frente a la mesa. Era el típico despacho de un hombre que llevaba una vida perfectamente ordenada: mesa y estantes ordenados, fotografías enmarcadas de una mujer de aspecto perfecto con un fondo azul liso y de unos niños muy monos sobre un fondo beis. Nada que diera pista alguna sobre sus intereses. Roy se imaginó que así sería el despacho de un agente de la KGB en plena Guerra Fría.
—Bueno, ¿en qué podemos ayudarte, Roy? —preguntó, situándose tras su mesa y sin ofrecerle nada de beber.
—Puede que recuerdes que hace un tiempo te mencioné que me preocupan las filtraciones de datos clave sobre una serie de investigaciones de asesinato que he dirigido durante el último año —dijo—. Aún seguimos igual, y querría que me dieras consejo sobre cómo abordar la situación.
Evans abrió un cuaderno con renglones idéntico a los libros de actuaciones que se llevaban durante las investigaciones de delitos graves. Apuntó la fecha y el nombre de Grace.
—Bien. ¿Puedes darme más detalles?
Durante los treinta minutos siguientes, Grace le habló de los casos de los últimos doce meses, en los que Kevin Spinella siempre parecía tener información privilegiada de lo que ocurría, mucho antes de que el Departamento de Prensa hubiera hecho pública la información. A veces, Spinella le había llamado apenas unos minutos después de que él mismo hubiera sido informado de un asesinato. Grace no quitaba ojo de las notas que iba tomando Evans: tenía cierta práctica en leer al revés.
Cuando acabó, Evans expuso sus conclusiones:
—Bueno, por lo que veo, hay tres explicaciones posibles. La primera es que alguien de tu equipo esté pasando la información. La segunda es que se trate de otro miembro de la policía, quizás incluso de la oficina de prensa. Si me das el número de teléfono de ese tal Kevin Spinella, comprobaremos la procedencia de todas las llamadas que recibe desde teléfonos de la policía, para ver si es de ahí de donde saca la información. También podemos comprobar los ordenadores para ver si hay alguna comunicación entre él y algún agente de policía. Podría ser que tuviera un contacto en el cuerpo, sea agente o personal civil. Y, por supuesto, la tercera posibilidad es que alguien te haya pirateado el teléfono, algo que está muy de moda últimamente. ¿Qué teléfono usas?
—Sobre todo mi BlackBerry.
—Yo te aconsejo que lleves el teléfono a la Unidad de Delitos Tecnológicos y que, en primer lugar, comprueben si está limpio. Si lo está, vuelve y veremos qué hacemos.
Grace le dio las gracias por el consejo. Luego dudó un momento: la actitud amistosa de Evans le hizo plantearse si debía decirle algo de Smallbone, para descartar cualquier posible denuncia por parte de aquel desgraciado. Pero mejor no. Smallbone, que acababa de salir de la cárcel tras una larga condena, se concentraría en recuperar su lugar en el mundo del crimen; no se arriesgaría a sufrir de nuevo su ira intentando buscar revancha. Quizá sí buscara vengarse de él más adelante, cuando pasara el tiempo, pero ya se enfrentaría a aquello llegado el momento.
Volvió a la Sussex House y se abrió paso por entre los pasillos de la planta baja hasta llegar a la parte trasera del edificio, donde estaba la Unidad de Delitos Tecnológicos. A primera vista, la mayor parte de la división no tenía un aspecto diferente del de otros departamentos del edificio. Era un espacio único lleno de mesas de trabajo, en muchas de las cuales había grandes servidores informáticos; en otras vio las entrañas de ordenadores destripados.
Un sargento vestido de calle estaba a cargo de la unidad, y muchos de los que trabajaban en ella eran expertos informáticos civiles. Uno de ellos era Ray Packham, que en aquel momento estaba encorvado sobre un ordenador en el otro extremo de la sala. Era un cuarentón de aspecto agradable, bien vestido. Recordaba a un eficiente y tranquilo director de banco. En la pantalla que tenía delante había una sucesión de dígitos que a Grace no le decían nada.
—¿Cuánto tiempo puedes pasar sin ella, Roy? —le preguntó, cogiéndole la BlackBerry.
—Ni un minuto. Estoy en las primeras fases de una nueva investigación de asesinato. Y tengo que proteger a Gaia, que llega hoy. ¿Cuánto tiempo lo necesitas?
A Packham se le iluminaron los ojos.
—¿Puedes hacerme un gran favor, Roy? ¿Le puedes pedir un autógrafo para Jen? ¡Está loca por ella!
—¡A este paso tendré que pedirle autógrafos para la mitad de los policías de Sussex y sus novias! Sí, claro, lo intentaré.
—Tengo que terminar un trabajo urgente que tengo entre manos; no podré echarle un vistazo hasta esta tarde, como mínimo. Pero puedo clonarlo, si me das una hora, y quedarme la copia. Así tú puedes seguir con tu teléfono.
—Vale, eso sería perfecto.
—¿Dónde vas a estar?
—O en mi despacho, o en la SR-1.
—Te lo llevaré en cuanto pueda.
—Eres una joya.
—¡Díselo a Jen!
Grace sonrió. Packham estaba loco por su esposa y por su nuevo cachorro de beagle, Hudson, que estaba tan loco como un cencerro.
—¿Cómo se encuentra?
—Bien. Tiene la diabetes mucho más controlada, gracias por preguntar.
—¿Y Hudson?
—Muy ocupado destrozando la casa.
Grace hizo una mueca.
—Debería presentarle a Humphrey. O, mejor pensado, quizá no. Podrían intercambiar ideas sobre nuevas técnicas para comerse un sofá.