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—Este no es el camino a chirona —balbució Smallbone, mientras el coche avanzaba dando botes por la hierba.
—Te he despertado por fin, ¿no? —dijo Grace, mirándolo por el retrovisor, aunque en la creciente oscuridad le costaba cada vez más verle. Había estado fino como una seda los últimos veinte minutos. Casi no le habrían hecho falta las esposas, la de la muñeca derecha, tras la espalda, y la otra sujeta al asidero de la puerta del asiento trasero, que había bloqueado con el seguro para niños.
El teléfono móvil de Smallbone, que Grace había requisado y dejado sobre el asiento del acompañante, sonó por tercera vez.
—Eh, ese es mi teléfono.
—Vaya una mierda de tono —dijo Grace, cuando dejó de sonar.
No se sentía muy seguro haciendo aquello, pero no le importaba. Iba a enseñarle a aquel mierdecilla una lección que no olvidaría. Siguió varios cientos de metros hacia un viejo fuerte abandonado hacía mucho tiempo, en lo alto de Devil’s Dyke, la cota más alta de Brighton. Allí es donde solía ir a jugar de niño, y donde solía llevar a Sandy cuando eran novios. Las luces de la ciudad quedaban varios kilómetros por debajo. En medio se extendían unos campos de cultivo.
En sus primeros años como poli de uniforme, antes de ingresar en el DIC, y antes de que el nivel de responsabilidad y profesionalidad exigido en el cuerpo fuera el actual, solían traer hasta allí a los borrachos más agresivos los viernes o sábados por la noche en una furgoneta de policía, y los dejaban ahí, para que bajaran caminando los ocho kilómetros por la ladera hasta el centro. ¡Nada mejor para que se les pasara la cogorza!
Salió del coche y miró atentamente a su alrededor, a través de la densa lluvia. Aquello estaba desierto. Luego abrió la puerta de atrás y miró dentro. Smallbone se le quedó mirando. Se sentó a su lado y cerró la puerta. El olor a alcohol y tabaco que desprendía aquel hombre era mucho más intenso que antes, y se mezclaba con el de una colonia empalagosa.
—¿Qué cojones quiere?
Grace se lo quedó mirando y le sonrió.
—Solo quiero charlar un poco, Amis. Luego puede que te suelte sin cargos, si llegamos a un entendimiento.
—¿Y los cargos de qué iban a ser?
—Por violar la condicional, por no quedarte en el albergue que te habían asignado y por no presentarte ante tu agente. Por supuesto, puedo leerte tus derechos y acusarte formalmente por esos cargos, y volverás entre rejas de inmediato, si lo prefieres. ¿Cinco añitos más? ¿Te parece bien?
Por un momento, Smallbone no dijo nada. Grace siguió mirándolo. Había envejecido notablemente. Su rostro, que en otro tiempo tenía un aspecto fresco y juvenil que solía recordarle al de aquellos jovencitos sin alma de los carteles de las juventudes hitlerianas, tenía ahora la textura dura y surcada que dejan los años de cárcel y el tabaco. Seguía conservando un cabello inmaculado, pero el color rubio había desaparecido y en su lugar llevaba un color anaranjado de tinte barato. Pero aún desprendía la misma arrogancia por cada poro de su cuerpo.
—No lo he hecho yo.
—¿El qué?
—Lo que dice que he hecho.
—¿Destrozarle el coche a mi chica?
—No lo he hecho yo. Está cometiendo un error.
Apretando los puños y haciendo un esfuerzo por controlar la rabia que se iba acumulando en su interior, y su odio por aquel saco de escoria, más intenso aún ahora que lo tenía cerca, Grace dijo:
—Lleva tu firma.
Smallbone sacudió la cabeza.
—Puede pensar lo que quiera, Grace, pero, conociendo su reputación en la ciudad, no creo que sea yo el único que no pertenezca a su club de fans.
Grace se le acercó más, colocando su cara junto a la de Smallbone.
—Hace doce años, justo después de que te encerraran, alguien escribió las mismas palabras exactamente en mi jardín quemándolo con ácido. No te atrevas siquiera a negar que fuiste tú, porque eso me cabreará aún más. ¿De acuerdo?
Se echó un poco atrás. Smallbone no dijo nada. Entonces Grace volvió a acercarse otra vez, juntando su cara contra la de Amis aún más, de modo que sus narices casi se tocaban.
—Estás en libertad condicional, eres libre, Smallbone. Libre de hacer lo que quieras. Pero te advierto, y va a ser la última vez que lo haga: si le ocurre algo a mi chica o al niño que lleva dentro, lo que sea, «lo que sea», no volveré a meterte en chirona, ¿te enteras? No volveré a meterte en chirona porque con los trocitos que quedarán de ti cuando acabe contigo no habrá ni para llenar una caja de cerillas. ¿Me has entendido?
Sin esperar respuesta, Grace salió del coche, lo rodeó y abrió la puerta del otro lado con toda la fuerza que pudo. Smallbone, que tenía el brazo derecho tras la espalda y la muñeca esposada al asidero de la puerta, salió despedido de espaldas y cayó sobre la hierba, con un gruñido de dolor.
—Ups, lo siento —dijo Grace—. Se me olvidó que estabas cogido a la puerta. —Entonces se arrodilló y lo registró por segunda vez. Cuando hubo comprobado que no llevaba más teléfonos, le quitó las esposas y lo puso en pie—. Así pues, nos hemos entendido, ¿verdad?
En aquella oscuridad casi completa, Smallbone miró alrededor. La intensa lluvia iba pegándole el cabello a la cabeza.
—Se lo he dicho. Yo no toqué el coche. Eso no es cosa mía. No sé nada de eso.
—En ese caso, no tienes nada de qué preocuparte —dijo Grace con una sonrisa—. Que disfrutes del paseo a casa. ¡Te irá bien para despejarte!
—¡Eh! ¿Qué quiere decir?
Grace se dirigió a la puerta del conductor y la abrió.
—¿No irá a dejarme aquí?
—Pues la verdad es que sí.
Smallbone se llevó la mano a los bolsillos.
—¡Se ha quedado mi teléfono!
—No te preocupes, está a buen recaudo. —Grace subió al coche, cerró la puerta y activó el cierre centralizado. Entonces arrancó.
Smallbone golpeó el coche.
—¡Eh! —gritó, e intentó abrir la puerta del acompañante.
Grace bajó la ventanilla mínimamente.
—Te dejaré el teléfono en la comisaría de Brighton. ¡Ah, y también el paraguas!
—No me deje aquí…, por favor —dijo Smallbone, recurriendo a los buenos modos por una vez en su vida—. Al menos lléveme a la ciudad.
—Lo siento —respondió Grace—. Es cosa del seguro. No me permite llevar pasajeros a menos que tengan que ver con el trabajo de policía. Ya sabes cómo se ponen los de Prevención de Riesgos y toda esa chusma. Son tremendos.
Arrancó, reduciendo la marcha por un momento para echar un vistazo por el retrovisor, y disfrutó al ver la imagen de aquel hombre solo, pasmado, que se echó a caminar trastabillando por la hierba, tras él.