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La reunión en recuerdo de Tommy Fincher duraba ya más de tres horas. Se estaba celebrando en el salón privado de la planta superior del Havelock Arms. Pero a Grace no le importaba esperar. Se quedó sentado en su coche, al otro lado de la calle, bajo la intensa lluvia, haciendo llamadas y enviando correos electrónicos desde su BlackBerry, con el pub bien a la vista. Esperaba que el día siguiera así de gris y lluvioso, al menos un par de horas más. Cuanto más oscuro, mejor.

No era de extrañar que hubieran elegido aquel local para despedir al viejo Fincher. Era uno de los pubs donde solían reunirse los delincuentes de la ciudad. Había reconocido al menos una quincena de caras entre los asistentes; muchos de ellos habían tenido repetidos encuentros con la policía de Sussex. Un par de ellos estaban en el umbral en aquel momento, fumando. En el interior, los demás estarían bebiendo y presentando sus respetos a Fincher…, y, sin duda, haciendo negocios. Ninguno de ellos confiaba en el otro, pero las guerras de antaño, libradas en las calles y los callejones de la ciudad, con puños de acero, navajas y botellas de ácido, eran cosa del pasado. Hoy en día, los malos de siempre tenían otros problemas de los que preocuparse. El cerco de las mafias china, albana y rusa ya estaba haciéndose sentir en el bolsillo de los delincuentes británicos. El tráfico de drogas, la prostitución, la pornografía, el contrabando de alcohol y tabaco, las prendas de diseño falsificadas y el creciente negocio de las estafas por Internet eran mercados cada vez más en manos de unos personajes furtivos e invisibles con una reputación aún más brutal que sus homólogos nacionales, y en su mayoría actuaban desde bases en el extranjero.

En ese aspecto, la ciudad de Brighton y Hove había tenido suerte. No registraba el índice de delitos con armas de otras ciudades del Reino Unido. Pero Grace tenía claro que las cosas no eran como antes, y que no podían relajarse.

En realidad no disponía de tiempo para perderlo de aquella manera, pero lo cierto era que se lo estaba pasando bien. Era como volver a sus primeros tiempos en la división, cuando estuvo dos años en un equipo de vigilancia, la mayor parte del tiempo siguiendo y observando a traficantes de la ciudad, varios de los cuales estaban ahí dentro. Una vez había pasado treinta y seis horas sentado en una cámara frigorífica especialmente adaptada, en un viejo y oxidado camión de reparto. Lo habían adaptado para que pareciera abandonado, pero en realidad lo habían colocado a pocos metros de la casa de un sospechoso de tráfico de drogas, en Moulsecomb. Grace estuvo allí todo aquel tiempo, con provisiones de agua y comida, sin poder salir, teniendo que hacer sus necesidades en contenedores de metal, grabando las entradas y salidas del sospechoso a través de una mirilla en el lateral del vehículo.

Fue en aquel furgón frigorífico donde se le ocurrió pensar por primera vez que ser investigador era como pescar, que se necesita mucha paciencia para conseguir una gran captura, analogía que seguía usando en la actualidad cuando daba clases de formación a aspirantes a policías.

Miró el reloj: las 20.35.

Entre los rostros que había visto allí había el de un viejo conocido, Darren Spicer. Era un ladrón de viviendas profesional, de poco más de cuarenta años, pero con el aspecto de un sesentón. Por suerte, no quedaban muchos ladrones de viviendas. Hoy en día podían ganar mucho más como traficantes de drogas o en estafas por Internet. En los últimos años, probablemente Spicer fuera uno de los mejores clientes de Tommy Fincher (eso cuando no estaba entre rejas).

Le distrajo de sus pensamientos una canción que empezó a sonar. Mr. Pleasant, de los Kinks. Siempre le había parecido que las letras de aquel grupo eran de las mejores de todos los tiempos, y aquella canción en particular era una de sus preferidas. Tenía un tono siniestro de fondo que encajaba perfectamente con la comitiva reunida al otro lado de la calle, tras aquella ventana empañada del primer piso. Y, en particular, con un hombre. Smallbone.

Mr. Pleasant. El «señor agradable».

«O más bien, el señor desagradable…», pensó Grace. Le llegó el olor a humo de los cigarrillos desde la otra acera, y de pronto se dio cuenta de que le apetecía mucho fumar. Y tomarse una copa con el cigarrillo, un whisky de malta, o quizás una cerveza fría, porque tenía sed. Pero ambas cosas estaban descartadas: no podía arriesgarse a dejar el coche y a perder a su blanco, y allí no tenía cigarrillos.

También tenía hambre, puesto que se había saltado el almuerzo para preparar la documentación de apoyo que le había pedido el fiscal para el juicio de Venner antes de salir hacia el funeral. Lo único que había en el coche era un KitKat que llevaba meses en la guantera; el chocolate se había deformado al haberse fundido varias veces con el sol, y estaba cubierto de motas blancas. Sacó la chocolatina, retiró el envoltorio y le dio un bocado. Sabía a viejo y se le llenó el regazo de migas. Pero necesitaba comer algo, y podía ser que aquello se alargara, así que se obligó a tragar, con una mueca a cada bocado, maldiciéndose por no haberlo previsto.

Lo cierto es que no había hecho ningún plan, salvo el de cancelar la reunión de la Operación Icono de aquella tarde debido a la ausencia de Branson, y para darse tiempo libre. Solo había pensado en presentarse en el funeral y encontrar a Smallbone, pero no había decidido cómo afrontarlo. La ira que le provocaba aquel hombre se iba acumulando en su interior. Una profunda rabia por lo que le había hecho —o encargado que hicieran— al coche de Cleo. Corría el riesgo de acabar haciendo alguna tontería y sabía que debía mantener el control. Pero no estaba seguro de si podría hacerlo una vez que se encontrara cara a cara por fin con Smallbone. Nadie iba a amenazar ni a asustar a su querida Cleo. Nunca.

Una pareja joven pasó corriendo a su lado, ambos riéndose de algo, y desaparecieron calle arriba. Echó un vistazo al reloj del coche y luego al de su muñeca. Al cabo de poco más de veinte minutos empezaría la emisión de Crimewatch desde el estudio de la BBC en Cardiff. En algún momento, durante la hora de emisión, Branson hablaría en público, presentando el caso. Inmediatamente después, él y Bella responderían a los teléfonos del estudio, usando el número que Branson había hecho público. A las 10.45 se emitiría el sumario de casos del programa otra vez y ellos se quedarían allí hasta medianoche, se alojarían en un hotel de Cardiff y volverían en tren a Brighton por la mañana. Grace conocía el procedimiento; lo había hecho varias veces. Era uno de los mejores recursos posibles para avanzar en un caso; casi siempre obtenía una respuesta inmediata del público y, en muchos casos, pistas positivas. Llamó a Branson a su número, pero tenía el teléfono apagado.

Le dejó un mensaje deseándole suerte. Sabía cómo se sentiría Branson en aquel momento. Estaría a punto de entrar en el plató, con Bella y los otros invitados al programa, con la garganta seca y hecho un flan. Así es como se sentía él cada vez antes de salir en televisión. Era imposible sentirse de otro modo: tenías una oportunidad y no podías fastidiarla, y aquella responsabilidad siempre se cobraba un precio.

Llamó a Cleo. Cuando respondió, oyó unos ladridos rabiosos.

—¡Hola, cariño! —dijo ella, levantando la voz para hacerse oír. Luego gritó—: ¡Calla!

—¿Por qué ladra? —preguntó Grace, de pronto preocupado.

—Alguien acaba de llamar a un timbre en la tele.

Él sonrió, aliviado.

—¿Cómo te encuentras? —Al otro lado de la calle vio que los dos fumadores volvían a entrar.

—Cansada, pero mucho mejor. El bultito ha estado muy activo. ¡Me trata como si fuera una pelota de fútbol!

—Pobrecilla…

—¿A qué hora crees que volverás a casa?

—No lo sé.

—¿Has cenado?

—Un KitKat rancio.

—¡Roy! —la regañó ella—. Tienes que comer bien.

—Sí, pero donde estoy ahora el menú es bastante limitado.

—¿Y dónde estás?

—Te lo contaré cuando te vea.

—Me voy a ir a la cama pronto.

—¿Has oído el mensaje que te he dejado sobre la cena?

—¿Qué mensaje?

—Te he dejado un mensaje antes… No te he encontrado. Te he preguntado qué ibas a hacer para cenar.

—No he oído ningún mensaje.

«Qué raro», pensó. ¿Habría marcado mal el número? Lo dudaba.

—¿Quieres que te deje algo en la nevera? He comprado una lasaña muy rica.

—Eso sería estupendo, gracias —dijo.

—También he hecho ensalada. Quiero que te la comas, ¿vale?

—¡Te lo prometo! Por cierto, Glenn sale esta noche en Crimewatch.

—Lo sé, me lo has dicho antes. Ya te lo grabaré.

Estaba a punto de preguntarle algo más sobre el mensaje que le había dejado cuando la puerta del pub se abrió y una persona salió bajo la lluvia con paso algo inseguro. Aunque era al otro lado de la calle, estaba oscuro y llovía a cántaros, no había lugar a error.

Grace puso fin a la llamada a toda prisa y se quedó mirando a Amis Smallbone, que vestía una elegante gabardina marrón con el cuello de terciopelo y abría un paraguas. Luego, con la cabeza bien alta y un paso algo inseguro, atravesó el patio de entrada al pub y se frenó al llegar a la acera, como si buscara un taxi.

Grace se sorprendió de que no le acompañara nadie. Y no podía creer la suerte que tenía. Salió del coche y se dirigió hacia él, decidido, mirando en ambas direcciones y constatando que no había nadie en la calle. Bien.

Smallbone, bajito y perfectamente proporcionado, como una versión bonsái de un matón mucho mayor, tenía una imagen impecable, como un paquete de regalo. Hablaba con voz fina y penetrante, muy acorde con su estatura, pero con un tono impostado y petulante. Era como si se imaginara que tenía el aspecto de un respetado terrateniente, mientras que todo el mundo lo veía como un chanchullero de hipódromo, o un bribón de poca monta, de los que venden relojes falsos en las esquinas.

—Amis Morris Smallbone. ¡Qué casualidad encontrarte por aquí! Roy Grace. ¿Te acuerdas de mí?

Amis Smallbone se quedó pasmado. Parpadeó, como si le costara verle bien en aquel ambiente oscuro. Luego, con la voz algo pastosa pero tan desagradable como siempre, dijo:

—¿Qué quiere?

—¿No sabes qué quiere decir cuando alguien te llama por tu nombre completo?

Smallbone frunció el ceño y por un momento perdió el equilibrio. Grace le agarró del brazo para que no se cayera, pero no lo soltó. Notaba el olor a alcohol y a tabaco.

—No —dijo él, de mala gana.

—Significa que estás detenido.