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—¡Maldita lluvia! Maldito tiempo inglés. ¡Mierda!
Larry Brooker, resguardado bajo el paraguas en los jardines del Royal Pavilion, con sus mocasines Gucci empapados por la lluvia, comprobó por enésima vez aquel día la previsión meteorológica en su iPhone, como si, milagrosamente, las imágenes grises de lluvia que llenaban los seis días fueran a convertirse en cualquier momento en soles. Las cámaras no empezaban a rodar hasta el lunes siguiente, pero aquellos últimos días de preproducción tenían una agenda muy tensa y aquel tiempo horrible no ayudaba nada.
El director de la película parecía ajeno a aquel manto de agua. Iba mal afeitado, con una melena blanca que le llegaba a los hombros y el ceño siempre fruncido, vestido con una gorra de béisbol y una vieja cazadora de aviador, vaqueros y deportivas. Jack Jordan, dos veces nominado al Óscar y ganador de un premio BAFTA, estaba allí plantado como si fuera un antiguo hechicero que acabara de predecir el fin del mundo, contemplando una de las cúpulas en forma de bulbo flanqueada por sendos minaretes, con su grupo de acólitos alrededor: el localizador de exteriores, el director de producción, el director de fotografía, el primer ayudante de dirección, su secretaria personal —que llevaba años beneficiándose, era un secreto a voces— y otras dos personas que Larry Brooker no conocía, pero que no tenía dudas de que estaban en su nómina.
Jack Jordan señaló algo en el tejado; el director de fotografía asintió y su secretaria personal tomó nota. Jack Jordan levantó una pequeña cámara y tomó una foto.
Brooker no había dormido en toda la noche. Había otro gran problema en la financiación de la producción. Gaia llegaba al día siguiente desde Londres, y también el actor principal, Judd Halpern; estaban en plena preproducción, construyendo los decorados en Pinewood para algunos de los interiores; noventa y tres personas en nómina quemando dinero. Su socio, Maxim Brody, le había llamado la noche anterior desde Los Ángeles —había tenido el detalle de hacerlo a la una de la madrugada— para explicarle el nuevo problema.
Un problema bastante gordo, la verdad.
Si su mecenas, el milmillonario californiano Aaron Zvotnik, no aparecía con el dinero que les había prometido, tendrían que cancelar toda la producción al cabo de tres días. Y Zvotnik —estaba en todos los periódicos— tenía sus propios problemas, con el pleito que le había puesto Google recientemente por uso ilícito de patentes; sus acciones se habían hundido. Ya le había advertido a Brody que tenía que cubrir los gastos que suponía invertir en sus propias acciones y que quizá no pudiera cumplir con su compromiso.
«Genial», pensó Brooker. Cuando ya estaba todo listo, la única opción que tenían Maxim y él mismo era hurgar en sus bolsillos para salvar la producción hasta que pudieran encontrar a alguien que financiara la película en lugar de Zvotnik. Brooker estaba casi en la ruina, pero afortunadamente Maxim Brody tenía suficiente capital como para financiarlos unas semanas. Contando con una estrella de la dimensión de Gaia, eso debería bastar para sacarlos del apuro, pero casi con seguridad supondría tener que ir con la gorra por delante a los grandes estudios, y ponerse en sus manos.
Malhumorado, se quedó mirando el edificio. Era uno de los lugares más extraordinarios que había visto nunca y, como viajero experimentado, había visto muchas cosas. Le daba la impresión de ser el único edificio comparable a lo que recordaba del Taj Mahal. Aunque tenía que admitir que el Taj Mahal solo lo había visto a las seis de la mañana, con una resaca terrible y una diarrea que le daba calambres en el estómago.
El Pavilion estaba diseñado al estilo de un elaborado templo indio, con un lujo desmedido, como si fuera una enorme y recargada tarta de bodas. Sin embargo, el resultado funcionaba: era bastante imponente y majestuoso, y el interior, decorado con elementos orientales igualmente exóticos y ampulosos, era aún más extravagante. Había sido construido por el príncipe regente en 1787 a partir de una granja que había antes en el lugar, como refugio en la costa para sus escapadas con su amante (la que más tarde sería su esposa en secreto), Maria Fitzherbert. Décadas más tarde, el Royal Pavilion fue ampliado por John Nash, y se había convertido en el icono de la ciudad de Brighton y Hove, y en uno de los monumentos más famosos de toda Inglaterra.
En aquel momento, Jack Jordan y los suyos pasaban al interior. Por lo menos ya no se mojaría más. Cuando Larry Brooker había producido su primera película, veinticinco años antes, se había imaginado viviendo el sueño de Hollywood. Se veía, al cabo de unos años, con su casa en Bel Air, un yate tremendo en la Riviera francesa y su jet privado. Pero las cosas no habían ido así. De momento había podido vivir decentemente, y habría podido ser rico si no se hubiera metido gran parte de sus ganancias por la nariz y si no hubiera tenido que repartir una cantidad aún mayor a sus exesposas. Tenía la sensación de vivir en una montaña rusa, pero de momento no había llegado tan alto como quería, y si aquella película se iba al garete, su reputación y la de Brody quedaría por los suelos. De algún modo tenían que conseguir que siguiera adelante.
Un guardia de seguridad los saludó con un gesto. Brooker siguió al director y al resto del personal por un pasillo hasta la sala de banquetes. Miró a su alrededor y decidió que, si la película se convertía en el éxito mundial que él esperaba, se construiría un comedor a imitación de aquel en la mansión que compraría en Bel Air. Era de una opulencia aún mayor que la que se veía en las fotografías y estaba decorado con sumo gusto. Se quedó mirando las paredes cubiertas de lienzos, y el techo abovedado con su enorme bajorrelieve de hojas de plátano, del que colgaban unas inmensas y fabulosas lámparas de araña.
La del centro, que era la mayor, le recordaba unos fuegos artificiales. Medía más de diez metros de altura y parecía colgar de las garras del dragón que había en lo más alto de la bóveda, sobre una gran mesa de comedor puesta para treinta personas, con elaborados candelabros, jarras doradas, porcelana fina y copas de cristal.
—Supongo que aquí es donde Jorge y Maria celebrarían sus cenitas íntimas —le dijo el asistente de producción a Jordan con una sonrisita.
Varios de ellos se rieron, pero no Brooker, que estaba sumido en sus pensamientos. Estaba encantado de que hubieran decidido filmar allí, en lugar de replicar aquella sala en un estudio.
—¡En realidad no lo es! —se pronunció un hombre alto vestido con traje que se les acercó—. Soy David Barry, el conservador del edificio. Resulta muy curioso, pero al rey Jorge no le gustaba nada sentarse a esta mesa: le aterraba la posibilidad de que la lámpara se le cayera encima.
Todo el equipo levantó la vista.
—Bueno, desde luego no quedaría gran cosa de cualquiera al que se le cayera encima.
—¡Desde luego! —corroboró el conservador—. Pesa algo más de tonelada y cuarto.
—¿Cómo la limpian? —preguntó alguien.
—Se hace cada cinco años —respondió él—. Tiene quince mil cuentas de cristal, que hay que retirar una a una para lavarlas, abrillantarlas y volverlas a poner.
—Espero que… el soporte aguante —dijo Brooker, que no bromeaba del todo.
El conservador asintió.
—Perfectamente. A la reina Victoria le preocupaba su seguridad, e hizo que construyeran nuevos soportes con aluminio: era una de las primeras veces que se usaba en el país, y era el material más fuerte que existía en aquella época.
Nadie observó al hombre alto y delgado con una gabardina húmeda y una cámara colgada del cuello, que llevaba un pequeño paraguas en una mano y un folleto del Royal Pavilion en la otra y que, aparentemente, contemplaba una pintura de la pared. Pero la pintura no le interesaba ni de lejos. Estaba escuchando la conversación.