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Para los pocos que lo conocían, Eric Whiteley era una criatura de hábitos. Pequeño, de modales suaves, algo calvo, con un vestuario de trajes inofensivos y corbatas anodinas, siempre educado y puntual. En los veintidós años que llevaba en la agencia de contabilidad Feline Bradley-Hamilton, de Brighton, nunca se había tomado un día de baja por enfermedad ni se había retrasado. Siempre era el primero en llegar a la oficina.

Llegaba a New Road y dejaba su bicicleta, clásica, delante del despacho, justo frente a los jardines del Royal Pavilion, exactamente a las 7.45 de la mañana, lloviera o hiciera sol, tras recorrer los últimos metros en equilibrio sobre un pedal. Encadenaba la bici a la farola de siempre, que ya consideraba de su propiedad, se quitaba las presillas de los pantalones, entraba en el edificio e introducía el código de la alarma. Entonces subía la escalera y se dirigía a su pequeño despacho en la segunda planta, con su ventana de cristal esmerilado tapada en parte por una hilera de archivadores marrones y cajas amontonadas. En invierno encendía la calefacción; en verano, el ventilador. Luego se sentaba en su ordenada mesa de despacho, encendía el ordenador y se ocupaba de sus tareas.

Una cosa que sus colegas habían aprendido de él era que se había convertido en un experto en ordenadores de forma autodidacta. Era capaz de solucionar la mayoría de los problemas de software que se producían en la empresa.

A Eric Whiteley le gustaban los ordenadores porque se lo pasaba mejor relacionándose con máquinas que con personas. Las máquinas no se mofan ni se ríen de ti. Y le gustaban las cifras, porque los números nunca son ambiguos; la precisión de las matemáticas le producía una gran satisfacción. Su trabajo consistía en auditar las cuentas de los clientes de su empresa a partir de las cifras que le proporcionaban, preparar las nóminas y, en ocasiones, visitar las empresas para ayudar a alguno de sus contables con los libros de cuentas. Llevaba haciendo aquel trabajo veintidós años, y esperaba continuar al menos trece años más, hasta alcanzar los sesenta y cinco, la edad de jubilación. No tenía más planes. «Ya veremos por dónde van los tiros», solía responder a sus colegas en las raras ocasiones en que alguien le preguntaba por aquello, como en la fiesta de Navidad.

No le gustaba la fiesta de Navidad; siempre se quedaba el mínimo tiempo necesario para no parecer maleducado, y evitaba las conversaciones con sus colegas. Tras dos décadas de trabajo con la misma gente, ninguno de los otros trabajadores o jefes de Feline Bradley-Hamilton sabía más de la vida privada de Eric Whiteley de lo que sabía el día de su llegada a la empresa.

Se compraba el almuerzo en la misma tienda de sándwiches de Bond Street todos los días de la semana, y su menú no variaba nunca. Integral de atún con mayonesa y tomate en rodajas, con dos toques de pimienta, un toque de sal, unas barritas Twix, una manzana y una botella de agua con gas. Entonces compraba un ejemplar del Argus en el quiosco y volvía corriendo a la seguridad de su oficina, donde se pasaba el resto de la hora del almuerzo comiendo y leyendo el periódico a fondo —salvo por las páginas de deportes, que no le interesaban—, y haciendo caso omiso del teléfono si sonaba.

Aquel día, los ojos se le fueron al anuncio de lo alto de la columna derecha de la página tres:

¡SE NECESITAN EXTRAS DE CINE!

GANE HASTA 65 £ AL DÍA POR HACER DE EXTRA

EN LA AMANTE DEL REY,

CON GAIA Y JUDD HALPERN.

LA PRODUCCIÓN EMPIEZA LA SEMANA QUE VIENE,

EN BRIGHTON.

Había un número de teléfono, una dirección de correo electrónico y una página web.

Recortó cuidadosamente el anuncio y lo metió en el cajón central de su mesa. Luego siguió con su almuerzo.

El anuncio llamó la atención de muchas otras personas en la ciudad. Una de ellas era Branson, que estaba sentado en el tren con Bella, de camino al estudio de Crimewatch, en Cardiff. Estaba comiéndose un plátano y echando un vistazo al periódico. Excitado, tomó nota de todos los detalles. ¡Sammy y Remi estaban locos por Gaia! Tras su separación, su esposa, Ari, estaba haciendo todo lo que podía por ponerle a los niños en contra. A lo mejor podría conseguirles algún papel como extras en la película. ¡Sería genial! Y le serviría para ganar muchos puntos en la relación con sus hijos.

Otra persona que leyó el anuncio con interés fue el ocupante de la habitación 608 del Grand Hotel de Brighton, que había estado repasando los anuncios por palabras del periódico en busca de una fulana.

Estaba cansado y sufría los efectos del jet lag, además de estar hiperexcitado por el exceso de cafeína, pero no le importaba; se sirvió otra taza de café, cogió el teléfono, se informó de cómo hacer una llamada local y marcó el número del anuncio. Un momento más tarde oyó el característico ruidito del desvío de llamada, y se encontró con una grabación.

La rabia se apoderó de él. Odiaba aquel sistema, toda esa cultura del contestador. Era la manera de engañar al público, de colarle lo que fuera.

Si está interesado en participar como extra en La amante del rey, por favor deje su nombre, edad y un número de teléfono y le llamaremos enseguida. O también puede enviarnos sus datos por correo electrónico, junto con una fotografía reciente y un número de contacto. ¡Gracias por llamar a Brooker Brody Productions!

Por un instante, agarrando el auricular con fuerza, sintió la tentación de arrancarlo del cable y sacarle la mitad de las tripas de un tirón. Pero luego se calmó un poco. No había llegado hasta allí para destrozar un teléfono.

Aunque la verdad era que en aquel momento no tenía una idea precisa de lo que había venido a hacer. Algo, eso seguro. Algo que mucha gente lamentaría.

Dejó su nombre y su número, y colgó.