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Anna se enteró por casualidad, mediante una alerta de Google a la que se había apuntado para que la avisara de cualquier mención de su ídolo, que Gaia acudía como invitada aquella noche a Top Gear. El reportaje «Una estrella en un coche de precio razonable», tal como decía la alerta, se había grabado meses antes, durante su última visita.

A Anna no le decían nada los coches. Había visto el programa alguna vez para comprobar el porqué de tanto revuelo, y lo había apagado con un bufido cuando Jeremy Clarkson dijo algo inconveniente sobre el Nissan Micra. Ese era el coche que tenía, y le gustaba, en un bonito tono naranja. Era un buen coche, fácil de aparcar, perfecto para moverse por la ciudad. No necesitaba un Ferrari, ni aunque se lo pudiera permitir. Ni un Aston Martin. Ni un Bentley. Aunque tenía que admitir que el Mercedes deportivo de Gaia tenía algo especial. En ese coche sí que se veía.

Con Gaia sentada a su lado, conduciendo.

Ahora, domingo por la noche, estaba pegada a la pantalla y, de pronto, en aquel horrible asiento de coche viejo de color verde guisante, estaba sentada Gaia. ¡La estrella en un coche de precio razonable del día!

Jeremy Clarkson, vestido con vaqueros azules, una camisa blanca abierta por el cuello y una chaqueta que parecía haberle prestado alguien mucho más pequeño, estaba entrevistándola o, más bien, en aquel momento era ella la que parecía entrevistarle a él, con su ligero acento californiano.

Gaia iba vestida toda de negro. ¡Su señal! La que habían establecido en su última comunicación telepática. El color que se ponía Gaia especialmente para ella.

Camiseta negra. Chaqueta de cuero negra entallada. Falda de cuero negra. Medias negras. Botas altas de ante negro.

«Gaia, qué buena eres conmigo. Tú y yo somos almas gemelas. Ya nos conocemos de vidas anteriores. Hemos sido amantes, las dos lo sabemos. ¡Ahora siéntate de lado, por favor, para demostrarme que me quieres!».

En el mismo momento en que articulaba las palabras, Gaia le hizo caso, separó las piernas, cruzadas hasta entonces, y se giró provocativamente de lado, con lo que la falda se le subió un poco. Le lanzó una mirada directa a Anna. Llegándole al alma con aquellos grandes ojos azules. Y luego le guiñó el ojo.

Anna le devolvió el guiño.

Jeremy Clarkson se rio de alguna broma que había soltado Gaia y que a Anna se le pasó por alto. Se mostraba adulador con ella. Pero a Anna no le importaba. No tenía celos de Jeremy Clarkson. No le interesaba lo que pudieran decirse entre ellos, ni lo que pudieran decirles ellos a millones de espectadores.

Lo único que le interesaba era lo que Gaia le respondía a ella. Y su ídolo le estaba respondiendo justo del modo que ella quería.

—Así que empezaste a interesarte en los coches por un novio muy especial que tuviste. Eso es lo que dice tu página web —prosiguió Clarkson—. Un piloto de Fórmula Uno. ¿No sería nuestro Stig?

—No sabemos quién es el nuevo Stig, ¿verdad? —Gaia se rio.

—No, mientras no venda la historia a la prensa, como el último.

—En eso yo no tengo nada que ver —dijo ella, llevándose la mano al pecho—. La gente no debería vender secretos. —Entonces levantó la mano derecha, juntó el pulgar, el dedo medio y el anular, y levantó los otros dos dedos—. El secreto del zorro. Mi zorro furtivo. ¿Te suena? —Era su símbolo personal, la silueta de un zorro, que imitaba el logo que llevaban todos sus artículos de merchandising.

Clarkson volvió a reírse.

Pero Anna no se rio. La rabia se la comía por dentro. Zorro furtivo. Gaia nunca hacía aquel gesto en público. Era su código secreto. El código secreto de las dos.

¿Cómo se le había ocurrido hacer eso?

Los secretos eran sagrados. ¿O es que no lo entendía? No se comparte un gesto secreto con todo el mundo.

Tenía que decírselo. ¡Vaya si se lo diría!