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Aquel adusto y demacrado estadounidense iba vestido con una vieja chaqueta a cuadros, una camisa de finos cuadritos abotonada hasta arriba, pero sin corbata, pantalones grises, sandalias de cuero y calcetines grises. Miró a través de sus grandes gafas pasadas de moda, con un temblor en la nuez, y leyó la etiqueta con el nombre de la joven. Becky Rivett. La recepcionista del Grand Hotel, temiéndose cualquier tipo de reacción, le mostró una sonrisa decidida y movió el cursor por la página, buscando desesperadamente su reserva.

El hombre tenía el cabello ralo, de color ceniza, con un flequillo al estilo paje, algo que a ella le pareció absurdo en un cincuentón como él. Tenía los puños apoyados en el mostrador, y los apretaba y aflojaba sucesivamente, algo sudoroso.

Después, cuando Becky Rivett se lo describió a la policía, les dijo que le había recordado al actor Robin Williams en aquel angustioso papel de Retratos de una obsesión.

—Tengo la reserva confirmada —insistía él—. Tengo un correo del hotel.

Ella volvió a sonreírle y luego siguió buscando en la pantalla, frunciendo el ceño. No le gustaba nada el modo en que le sonreía aquella chica. Era una sonrisa vacía. Le sonreía no porque quisiera, sino porque estaba obligada a hacerlo. Sintió que la ira acumulada en su interior iba en aumento; como serpientes desenroscándose. Tenía ganas de decirle que no hacía falta que le sonriera, que si le volvía a sonreír, a mostrarle aquellos dientecitos blancos tan perfectos, le…

Calma.

Entonces se acordó. ¡Qué tonto! Era el jet lag. Y el haber ido a hacer su misión de reconocimiento cuando debía haberse ido a la cama a descansar. Se cometen errores cuando se está cansado.

—Yo…, ah, ahora que me acuerdo…, le he dado un nombre que no era.

—Me ha dicho que es el señor Drayton Wheeler, ¿no?

—Ajá, pero encontrará la reserva a nombre de Baxter. Jerry Baxter.

Había decidido usar un nombre ficticio, por si se hacía necesario.

Ella repasó la lista, frunció el ceño, tecleó algo en el ordenador y lo vio casi al momento.

—Ah, sí. ¿Una habitación individual para dos semanas?

—Correcto —dijo él, y respiró profundamente varias veces.

Ella le puso delante el impreso de entrada y un bolígrafo, y él lo rellenó.

—¿Necesita una plaza de aparcamiento, señor Wheeler…? Perdón, señor Baxter.

—¿Para qué iba a necesitar una plaza de aparcamiento?

—No estaba segura de si había traído coche. —Volvió a sonreírle y la ira en el interior del hombre aumentó aún más—. ¿Me deja su tarjeta de crédito para tomar una impresión, por favor?

—Pagaré en efectivo.

Ella arrugó el ceño. Ya casi nadie pagaba en efectivo. Pero enseguida volvió a sonreír, sin darle importancia.

—De acuerdo, señor. Pero entonces necesitaremos que vaya pagando los diferentes conceptos a medida que surjan, si no le importa.

—Conceptualmente. Comprendido —dijo él, y le sonrió unos momentos mostrándole unos dientes manchados, pero la sonrisa desapareció de su rostro al ver que ella no entendía su bromita.

La chica volvió a escribir algo en el teclado y, al cabo de un momento, le entregó una tarjeta-llave de plástico en una pequeña funda.

—Habitación 608.

—¿No tienen algo un poco más abajo? Las alturas me ponen un poco nervioso.

Ella volvió a mirar la pantalla y escribió algo más en su teclado.

—Me temo que no, señor. El hotel está al completo.

—Ah, sí. Viene a alojarse esa cantante, Gaia. ¿Verdad?

—Me temo que no podemos hacer comentarios sobre otros clientes.

—Lo he oído en las noticias. Está en los periódicos.

Ella fingió sorpresa.

—¿De verdad? Me pregunto de dónde se sacarían eso.

—Yo también me lo pregunto —dijo él, con un punto de petulancia excesiva, cogiendo la tarjeta.

—¿Necesita ayuda con su equipaje?

—Bueno —respondió él—, la necesitaría si lo tuviera. Pero, gracias, British Airways se ha encargado de perderlo por el camino.

Esta vez la sonrisa de la recepcionista fue de verdad.

—Vaya, qué engorro.

—Me han dicho que lo traerán hoy mismo.

—Se lo subiremos en cuanto llegue.

«¿De verdad? —estuvo a punto de decir—. Pensaba que lo pondríais en medio del vestíbulo y que todo el personal os arrancaríais a bailar una danza de la lluvia alrededor de las maletas», pero se limitó a contestar, impertérrito:

—Sí, les agradeceré que lo hagan.

Entonces se dirigió hacia los ascensores, con la pequeña tarjeta-llave de plástico en su funda de papel bien agarrada, respirando hondo para calmarse.

Ya estaba allí. Ya se había registrado.

Había alcanzado la primera base. Había seguido los dictados de su ira, que no estaba muy seguro de adónde le llevaría.

El caso era que no tenía ningún sentido ponerles un pleito a aquellos productores de mierda, Brooker y Brody, por robarle su historia. Aquellos procesos llevaban años, lo sabía. Ya había demandado a otros bichos inmundos de la industria del cine, y cada vez habían sido un mínimo de cinco años, y a veces diez, sin ninguna certeza de ganar. Ahora el tiempo era un lujo con el que ya no contaba. Seis meses máximo, eso había dicho el oncólogo. Quizás un poco más si conseguía controlar su ira y evitar que se lo comiera. Cáncer de páncreas, imposible de operar, con metástasis extendidas por todo el cuerpo. Estaba infestado.

Con aquellas expectativas, no tenía ningún sentido poner una denuncia. Pero al menos podría tomarse la revancha, dar un buen golpe a un par de picapleitos de pacotilla, antes de que bajara el telón final. Antes de irse él mismo por el desagüe de aquella letrina de mierda llamada Tierra.