31
El domingo por la mañana, Grace estaba al volante de su Ford Focus plateado, de vuelta de la reunión de la Operación Icono, recorriendo London Road en dirección a la monolítica estructura de la comisaría de John Street, sumido en sus pensamientos, intentando ordenar su lista de prioridades.
Su mayor preocupación era Cleo, que había pasado la noche inquieta, con el niño dándole pataditas, y que se había levantado con malestar. Aún estaba muy afectada por el ataque vandálico a su coche, y Roy quería volver a su lado lo antes posible.
No había nada nuevo con respecto al «varón desconocido de Berwick», como habían llamado al torso sin cabeza ni miembros. De momento su mayor esperanza era encontrar alguna coincidencia con el análisis de ADN, y la respuesta del laboratorio debía llegar durante la mañana.
Al día siguiente tenía que ir a Londres, al colegio de abogados de Inner Temple, para reunirse con el fiscal del caso de Carl Venner y sus películas snuff. Pero antes tenía que hallar un momento para encontrarse con Mike Gorringe, oficial al cargo del caso, y con la investigadora Emily Curtis, para revisar las pruebas y repasar el libro de actuaciones. Los iban a someter a un concienzudo interrogatorio, por lo que tenían que tener todas las respuestas preparadas. Y, por si eso fuera poco, en aquel mismo momento le esperaba el superintendente jefe Graham Barrington.
Sonó el teléfono. Respondió con el manos libres.
—¿Señor Grace? —dijo una voz desenvuelta que no le resultaba familiar.
—¿Sí? —respondió él, no muy convencido.
—Soy Terry Robinson, de Frosts Garage. Vino hace unas semanas a echar un vistazo a un Alfa Brera, ¿recuerda?
—Ah, sí —dijo él, que se acordó de ello vagamente.
Se oyeron unas molestas y extrañas interferencias que duraron unos segundos, similares al ruido que había percibido antes. O era un problema de conexión, o es que a su teléfono le pasaba algo.
—Me pidió que le informara si nos llegaba algún Alfa de cuatro puertas. ¿Aún puede interesarle?
—Hum, sí, puede ser.
—Tenemos un Giulietta de un año. Completamente equipado. Es un coche precioso. Ha hecho unos cuantos kilómetros, pero usted dijo que eso no le importaba, ¿verdad?
—¿Cuántos kilómetros tiene?
—Setenta y siete mil. Un solo propietario. Es de color negro Etna, un vehículo precioso, señor. Ya tenemos solicitudes. Le recomiendo que venga a echarle un vistazo lo antes posible.
—¿El negro no hace que la suciedad se vea mucho más?
—El negro siempre muestra su mejor aspecto cuando está limpio, pero es el más popular de todos los colores. Y a este coche le queda muy bien. Tiene un aspecto imponente.
Grace hizo un cálculo mental rápido.
—Podría intentar pasarme a primera hora de la tarde. ¿A qué hora cierran hoy?
—A las cuatro, señor. Pero no puedo garantizarle que el coche siga aquí. Si alguien me da una paga y señal, se lo queda.
—Me temo que estoy liadísimo. Intentaré llegar lo antes posible, pero tendré que correr el riesgo.
—Yo estaré aquí hasta las cuatro. Me llamo Terry Robinson.
—Terry Robinson, gracias. Haré lo que pueda.
Se detuvo ante el semáforo. Tenía a la derecha uno de sus edificios favoritos, el elaborado y absurdo pero precioso Brighton Pavilion, el seudo Taj Mahal de la ciudad. A su lado se paró un Opel Astra morado con dos chavales exaltados dentro, con la música de su subwoofer reverberando a través de las ventanas abiertas, sacudiendo el aire, sacudiéndole el cerebro. Por un momento, le habría gustado ser aún agente de calle; habría bajado del coche y les habría puesto en su sitio. Pero el semáforo cambió a verde y él se quedó mirando cómo el auto se alejaba a toda marcha, con dos tubos de escape del tamaño de un desagüe, probablemente tan grandes como el agujero del culo de aquellos imbéciles.
Decidió recuperar la calma, giró a la izquierda en el cruce siguiente y subió la escarpada cuesta para girar a la derecha a la entrada del aparcamiento inferior de la comisaría de John Street, la segunda más activa de todo el Reino Unido, que ocupaba una moderna mole de cinco plantas. Aquella había sido su casa durante sus primeros años en el cuerpo. Tenía que reconocer que le encantaba su trabajo, pero la sede del Departamento de Investigación Criminal en la Sussex House, donde tenía su despacho, era un edificio sin personalidad. Echaba de menos la vida que había en aquel lugar.
Encontró una serie de coches patrulla aparcados en largas filas, así como media docena de furgonetas policiales, pero, al ser domingo, muchas de las plazas estaban vacías y tenía para escoger. Entró en marcha atrás y luego llamó a Cleo, que le dijo que se encontraba algo mejor y que le encantaban las flores.
Aliviado, entró por la puerta trasera y subió tres tramos de escaleras, entre aquellas viejas paredes que tan familiares le eran, sintiendo el olor característico de las oficinas. Recorrió el pasillo de la sala de mando, pasando junto a varios despachos, y luego junto a una pequeña cantina. A la derecha, junto a una puerta cerrada, había un rótulo que decía SUPERINTENDENTE y, a la izquierda, otro en el que ponía SUPERINTENDENTE JEFE, junto a una puerta abierta.
Entró. El despacho, que conocía bien de otras visitas, tenía unas dimensiones acordes con el rango de su ocupante. A la derecha había una mesa escritorio de tamaño considerable; justo enfrente, una mesa redonda a la que había un grupo de personas sentadas y en la que quedaban tres sillas libres. Observó que todos los presentes, salvo uno, iban vestidos de modo formal, como él, como si fuera un día laborable.
En la pared, a su izquierda, había una gran pizarra blanca, en cuya parte inferior había tres mensajes escritos con rotulador, obra de los trillizos de Barrington. Uno decía: «¡Mi papá es el mejor poli del mundo!».
Se estremeció levemente al preguntarse si el bebé que llevaba dentro Cleo escribiría un día algo similar sobre él.
Barrington era alto, delgado y de complexión atlética, de unos cuarenta y cinco años, con el cabello claro y corto. Llevaba una camisa blanca de manga corta de uniforme, con charreteras, pantalones y zapatos negros. Grace lo conocía de cuando trabajaban juntos en el Departamento de Investigación Criminal, cuando le había confesado que el puesto que soñaba alcanzar como colofón de su carrera era el de comandante de la División de Brighton y Hove (o de «sheriff», como lo llamaba en broma). Y ese era el puesto que tenía ahora. Grace se alegraba por él. Estaba bien saber que es posible ver satisfechos los propios sueños, las ambiciones de cada uno.
Junto a Barrington estaba el inspector Jason Tingley, un tipo de atractivo algo infantil, con el cabello castaño peinado hacia delante y flequillo, vestido con un traje azul marino; la única concesión que se había permitido por ser fin de semana era llevar la corbata algo holgada y el botón superior de la camisa abierto. La que le saludó con una cálida sonrisa fue la jefa de prensa Sue Fleet, una chica pelirroja, de treinta y dos años y muy competente. Llevaba traje oscuro y una blusa azul. También estaban presentes otras dos mujeres, a las que no reconoció: la de uniforme, que tendría menos de treinta años; la otra de casi cuarenta, con blusa blanca. También vio al corpulento sargento Greg Worsley, del Equipo de Protección Personal, con la cabeza afeitada y vestido con una camiseta azul arrugada, vaqueros y deportivas. Completaba el grupo el inspector jefe Rob Hammond, de la División Armada.
Barrington se puso en pie para darle la bienvenida.
—¡Roy, muchas gracias por venir en domingo!
—La verdad es que no recuerdo la última vez que tuve uno libre —respondió, y sonrió a los demás presentes.
Le gustó ver a Jason Tingley, con quien había trabajado hacía unos años en un brutal caso de violación. Tingley era un tipo muy inteligente. También había coincidido mucho tiempo atrás con Barrington; al igual que la mayor parte del cuerpo, respetaba mucho a aquel hombre, que era el responsable de que los índices de criminalidad se hubieran reducido sustancialmente en muchas zonas de la ciudad.
Barrington le presentó a las dos mujeres, y luego Grace se sentó. Observó que todo el mundo tenía vasos de Starbucks delante. Se moría por tomarse un café, y se maldijo por no haberlo pensado antes y haberse comprado uno.
Charlaron distendidamente unos momentos hasta que Barrington los interrumpió:
—Muy bien —dijo—. La situación es que he mantenido contacto telefónico con la Unidad de Gestión de Amenazas del Departamento de Policía de Los Ángeles y con el jefe de seguridad de Gaia, un exagente de policía llamado Andrew Gulli. Lo primero que he hecho es explicarle al señor Gulli que en el Reino Unido no se permite que los guardaespaldas lleven armas de fuego.
—La amenaza es global —intervino el inspector Tingley—, y sabemos que nuestro objetivo podría usar un arma de fuego. ¿Contaremos con miembros de la Unidad de Respuesta Armada?
—Sí, Jason. El inspector jefe Hammond y el sargento Worsley están aquí para explicarnos el plan para la protección de Gaia y de su hijo Roan —respondió Barrington, que dio la palabra a los dos hombres.
El primero en hablar fue el sargento Worsley:
—Gaia Lafayette y su séquito llegan a la terminal cinco del aeropuerto de Heathrow, en Londres, el miércoles a las siete de la mañana —dijo—. Hemos sugerido la posibilidad de crear una pista falsa e informar de que llega a Gatwick en un vuelo privado, pero creo que su jefe de prensa ya ha informado a todos los medios británicos de sus planes. Parece que nos encontramos ante un caso de «ego exacerbado».
Grace contuvo una sonrisa. Aquello era típico de las grandes estrellas. Siempre decían que odiaban a los paparazzi, y, sin embargo, siempre les tenían al corriente de dónde iban a estar.
—¿Dónde se va a alojar? ¿En Brighton, o fuera?
—En Brighton, señor —respondió Worsley—. En el Grand Hotel. Su equipo ha reservado la suite presidencial y el resto de las habitaciones de esa planta, de modo que al menos podremos convertir ese lugar en una zona segura. —Echó un vistazo a su cuaderno—. Uno de nuestros problemas principales es el presupuesto, señor. El jefe me ha dicho que ponga a su disposición todos los recursos con los que cuento, pero tendrá que correr ella misma con los gastos de todo lo que sobrepase lo que consideraríamos razonable, el nivel de seguridad que ofreceríamos a un miembro no destacado de la realeza.
—¿Están al corriente del atentado contra su vida de la semana pasada? —preguntó Grace.
—Ese es, en gran medida, el motivo de que estemos aquí —dijo Hammond.
—También somos conscientes de que probablemente haga algún tipo de visita a la casa en la que creció, en Whitehawk —añadió Worsley.
—Otro problema añadido es que le gusta practicar jogging, Roy —apuntó Barrington—. Según parece, hace que sus guardaespaldas salgan a correr con ella, pero ese es otro punto en el que aumenta el riesgo para su seguridad.
Worsley asintió.
—Vamos a rodearla de un cerco de acero, señor. Nadie podrá acercársele sin pasar por nuestros controles.
—Bien —respondió Grace, asintiendo a su vez, aunque sabía que, por muchas medidas de seguridad que se establecieran, era imposible proteger completamente a alguien.
Le preguntó a Barrington el nombre de su contacto en Los Ángeles y se lo apuntó, decidido a hablar con él directamente.
Todos los presentes en la sala eran agentes experimentados. Sabían cómo eran las cosas. Podías proteger a alguien todo lo que quisieras, pero si el protegido insistía en moverse libremente, siempre iba a correr el riesgo de ser atacado por algún loco solitario.
Le asaltó una irrefrenable sensación de intranquilidad.