30
Sus labios húmedos envolvieron con deseo las gruesas y suaves hojas de tabaco de su Cohiba Siglo. Aspiró el denso humo, lo exhaló hacia el techo, luego cogió su vaso de whisky de cristal tallado y apuró lo que quedaba de su Glenlivet de treinta años.
Aquello era vida. Mucho mejor que la cárcel, desde luego. Ahí dentro podías conseguir casi todo lo que quisieras, si sabías moverte y tenías contactos, como Amis Smallbone. Pero no había nada comparable con la libertad. Una de las chicas —una pelirroja, desnuda salvo por la pulsera tobillera— se levantó del sofá para llenarle la copa. La otra se quedó a su lado, masajeándole la entrepierna por encima de los pantalones, devolviendo lentamente sus partes a la vida.
Él intentó concentrarse en los placeres que le ofrecía la noche. La noche del sábado. Su primer contacto con la libertad en una década y cuarto. La pantalla del home cinema que tenía delante reproducía una película porno. Dos lesbianas rubias. Oh, sí. Le gustaba ver un poco de acción entre chicas. Le gustaba aquel gran salón, en una mansión cojonuda, protegida por vallas de seguridad, en la elegante Dyke Road Avenue de Brighton.
Tiempo atrás había vivido en un lugar aún más grande, a solo unas calles de allí. Antes de que un maldito poli de Brighton se lo arrebatara todo.
El propietario de la finca, su viejo colega Benny Julius, con su barriga cervecera y su sospechoso tupé, estaba en el jacuzzi del sótano con otras tres chicas. Era una fiesta de bienvenida. Benny siempre hacía cosas con estilo; siempre le había gustado vivir a lo grande.
La chica le sorprendió metiéndole la mano en la bragueta. Entonces le susurró al oído:
—Oooh, es bastante pequeñita…, pero seguro que es una fiera, ¿a que sí?
—Sí, una fiera… —le respondió él, antes de que ella le cerrara la boca con la suya.
Así es como se sentía en aquel momento: una fiera. Pero le costaba concentrarse en el placer. Una fiera. Apenas sentía la mano de la chica en su paquete. Una fiera. Doce años y tres meses. Gracias a un hombre.
El sargento Roy Grace.
Había leído que le habían ascendido unas cuantas veces.
La tenía dura como una roca.
—Como un lápiz —le susurró ella, de pronto, al oído—. ¡Como un lápiz pequeñito!
Él le cruzó la cara de un bofetón, tan fuerte que la chica cayó al suelo.
—¡Que te jodan, zorra!
—Tú no podrías ni aunque quisieras —replicó ella, frotándose la mejilla, aparentemente sorprendida—. Es tan pequeña que ni siquiera entraría.
Él se puso en pie como pudo, pero la bebida ya había hecho efecto. Sus impecables mocasines de ante gris se hundieron en la gruesa moqueta y cayó de bruces, partiendo el puro por la mitad y manchando de ceniza el blanco pelo de la alfombra. Sin moverse de donde estaba, la señaló con un dedo amenazante:
—Recuerda para quién trabajas, zorra.
—Sí, me acuerdo. Recuerdo incluso lo que me dijo. Me contó por qué te llaman Small-bone —dijo, levantando el pulgar y el índice para indicar con un gesto el reducido tamaño de su miembro.
—Puta… —Amis Smallbone hincó la rodilla en el suelo para coger impulso y lanzarse sobre ella. Pero lo único que vio, por un instante, fue el pie izquierdo de la chica, que impactaba de pronto contra su rostro. Un golpe elemental de kickboxing. Le dio bajo la mandíbula, haciéndole echar la cabeza hacia arriba y atrás. En el momento en que perdía la conciencia y una luz blanca lo llenaba todo, tuvo la impresión de que el pie le atravesaba la cabeza para salirle por la nuca.