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Allí estaba, sentado en la semioscuridad, en su estrecha butaca de clase turista, con el constante ruido de fondo del aire en los oídos, y encogiéndose ocasionalmente de la impresión, cada vez que el avión atravesaba una zona de turbulencias. La mayoría de los pasajeros estaban dormidos. Como el imbécil de al lado, que se había bebido cuatro vasos de whisky con Coca-Cola y ahora dormía, roncando sonoramente cada tres o cuatro minutos.

La gente no debería roncar en los aviones. Es como la gente que deja que los niños lloren. Deberían tirar a los críos por el váter. Sintió grandes, muy grandes tentaciones de ponerle una bolsa de plástico en la cabeza a aquel hombre. En la oscuridad, nadie lo vería.

Pero tenía que controlar su ira.

Aquel era precisamente el motivo por el que tenía el libro abierto sobre el regazo. Se llamaba Gestiona tu ira interior.

El problema era que precisamente leer el libro le enfurecía. Aquello lo había escrito algún psicólogo colgado. ¿Qué sabía ningún psicólogo de nada en absoluto? Ellos mismos estaban todos locos.

Capítulo 5. Desarrolla tu propio plan de acción (ideado por Lorraine Bell).

Desarrolla tu propio plan de acción personalizado para gestionar y reducir la ira, y llévatelo contigo allá donde vayas.

Vale, me lo llevo encima. ¿Cómo? ¿Con una bolsita? ¿En una maleta? ¿En un cuenco sobre la cabeza? ¿Me lo cuelgo del escroto?

Escribe los momentos en los que sueles ponerte furioso, como después de un día de tensión en el trabajo, o después de tomarte una copa.

¿O después de que la vida te dé por culo por enésima vez? Sintió que la ira se iba acumulando de nuevo. El hombre que tenía al lado volvía a roncar como un tractor. Le dio un codazo con fuerza, con mucha fuerza, en las costillas, y se giró hacia él, iracundo:

—¡Cierra la boca de una puta vez, ¿me oyes?!

El hombre abrió los ojos y parpadeó, perplejo.

Él juntó el pulgar y el índice frente a la cara del hombre, a modo de pinza.

—Ronca una vez más, y te arranco la lengua.

El tipo se lo quedó mirando por un momento, estaba a punto de decir algo, pero luego se lo pensó mejor. Ahora parecía nervioso, como si se diera cuenta de que no era una amenaza en vano. Tras unos momentos de duda, se desabrochó el cinturón de seguridad, se puso en pie y se fue por el pasillo.

Él volvió a su libro.

Sé cuándo me estoy poniendo furioso porque percibo las señales de advertencia previas, como sentirme agitado o apretar los puños.

Ahora se sentía agitado y tenía los puños apretados. El caso es que sabía que le habría gustado realmente arrancarle la lengua a aquel hombre, como solía hacer en otro tiempo, con unas tenazas al rojo vivo. Se lo merecía. La gente no tenía derecho a roncar así.

Cuando estoy furioso, tengo los siguientes pensamientos, o me digo a mí mismo:

Había un espacio en blanco para rellenar. Pero él no necesitaba rellenar nada. Sabía qué pensaba cuando estaba furioso.

Los motivos por los que me gustaría cambiar son:

¿Las consecuencias que tiene el que pierda los estribos?

¿Que me siento mal después?

¿Que no estoy bien, y mi ira no me ayuda en mi recuperación?

Cerró el libro de golpe, sintiendo la ira en su interior. Una vez que salía, no podía hacer nada hasta que volvía a aplacarse. Era como si se hubieran despertado en su interior un centenar de serpientes venenosas dormidas, que empezaran a desenroscarse, agitando la lengua, a la espera de lanzarse al ataque.

El caso era que aquella sensación le gustaba.

La rabia le liberaba. Le daba poder.

Demasiada gente escuchaba las palabras de ese idiota de san Mateo, el de la Biblia: «Si alguien os abofetea la mejilla derecha, presentadle también la otra».

Así no se hacían las cosas, eso no hacía más que dar alas a los abusones. A él que no le vinieran con todo ese liberalismo ñoño y new age del Nuevo Testamento. Él creía en el Antiguo Testamento. Esa sí era la palabra que seguir.

Y no tendrás compasión: vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie.

Y menos tonterías.

Había prometido leer el libro y responder a las preguntas. Era una de las sugerencias que le había hecho su médico: que intentara canalizar su rabia en algo positivo. ¡Ja! ¿Qué sentido tenía aquello? Había hecho cosas malas en el pasado, eso lo sabía, pero no podía evitarlo. Era cosa de las serpientes. Si la gente despertaba a las serpientes, ¿qué culpa tenía él?

Y ahora hacía unos cuantos días que estaban despiertas.