24
Grace subió al coche y, desde el despacho de Martinson, se dirigió directamente a Lewes, parando en su floristería favorita, la Riverside Florist. Le alegró encontrar allí a la propietaria, Nicola Hughes, preparando un ramo para un cliente. Esperó a que acabara y luego le pidió un ramo enorme para Cleo: quería ponerla de buen humor cuando llegara a casa.
Mientras se lo preparaba, vio que Nicola cojeaba.
—Espero que el otro tipo saliera peor parado… —bromeó.
—Ja, qué gracioso —respondió ella—. Me acaban de poner un clavo en el tobillo. ¡Duele como un demonio, pero no habrás venido a oír cómo me quejo!
Grace volvió al coche y metió las flores en el maletero. Antes de dirigirse a su cita con Branson, en Brighton, echó un vistazo a la fotografía que Cleo le había enviado en un mensaje desde su BlackBerry. A las palabras grabadas en su coche:
FURCIA DEL POLI, TU HIJO ES EL SIGUIENTE
No tenía dudas sobre la autoría del mensaje. Llevaba la firma inequívoca de Amis Smallbone. Estaba claro, como la otra vez, cuando le habían escrito aquellas palabras en el césped, mientras Smallbone estaba encerrado en prisión preventiva, que no las había escrito él mismo. Un hombre como aquel raramente se manchaba las manos, salvo cuando se divertía torturando a alguien, cortándole los dedos, las orejas o los genitales. Pero no dejaba de pensar en lo que significaban.
En su opinión, si Smallbone hubiera querido hacerle daño a Cleo de verdad, se habría encargado de que la atacaran, no se habría limitado a dejar un mensaje como aquel en su coche. Tendría que plantearse cómo protegerla, pero en ese momento no le parecía que fuera blanco de ninguna amenaza directa. Era más bien un mensaje de desafío. Smallbone quería que se preocupara. Quería que supiera que había salido de la cárcel y que no había olvidado. Y era típico que un gusano así rompiera la condicional, que desafiara a las autoridades, que quisiera ver hasta dónde podía llegar.
Pero lo lamentaría mucho.
Las instalaciones de Gresham Blake ocupaban una modesta fachada en la esquina de Church Street y Bond Street, no muy lejos de la casa de Cleo. Grace había pasado por aquel lugar muchas veces, observando con curiosidad los vistosos escaparates con ropa de caballero, pero nunca había entrado. Siempre le había parecido que los precios no se ajustaban a su presupuesto y que el estilo tampoco era el suyo. Hasta que Branson le había empezado a incordiar para que se vistiera con ropa más juvenil y moderna, la ropa nunca le había interesado lo más mínimo. Como la mayoría de los policías, solía llevar siempre los mismos trajes, funcionales y prácticos, pues nunca sabía adónde le tocaría ir, o con quién tendría que encontrarse a lo largo del día.
Pocos minutos antes de las once cubría el trecho desde el aparcamiento a varios niveles de Church Street, con unos precios que siempre le habían parecido exorbitantes, y vio a Branson de pie, junto a la tienda, como si fuera el propietario, con el teléfono pegado a la oreja. Una multitud paseaba por la acera bajo el sol ardiente. A lo lejos se oyó un coche patrulla a la carrera, con la sirena puesta y las luces encendidas; era un sonido tan familiar que pocos fueron los que se giraron a mirar.
—¿Algo nuevo? —dijo Grace a modo de saludo, cuando Branson colgó y el ruido de la sirena fue desapareciendo.
Su amigo se metió el teléfono en el bolsillo.
—De momento no. —Miró el reloj—. La autopsia será en el depósito a partir de las doce. ¿Vas a venir?
—Pensaba dejártela toda para ti, si no te importa. Llámame gallina.
Branson hizo una mueca.
—Ese chiste sí que es malo.
Grace sonrió, aunque no estaba de humor. No podía dejar de pensar en las noticias sobre la puesta en libertad de Amis Smallbone y en el ataque vandálico al coche de Cleo.
—Oh, hay una cosa, jefe. Parece ser que la madre de Bella ha sufrido una apoplejía esta mañana. Se la han llevado enseguida al hospital, y he dejado que Bella fuera a verla.
Grace asintió. Normalmente nunca dejaba que nada personal interfiriera con el trabajo durante una investigación, y en particular durante los primeros días, que eran cruciales. Pero la madre de Bella lo era todo para la sargento, que además era una agente muy competente. Aquella mujer, que prácticamente vivía postrada en cama era la razón por la que Bella, a sus casi treinta y cinco años, siguiera en su casa, cuidándola y, por lo que él sabía, sin disfrutar de una vida propia.
—Vaya, lamento oír eso.
—Está muy afectada.
Grace siguió a Branson al interior de la tienda, que tenía un aire suntuoso, aunque algo caótico. Estaba claro que el éxito del negocio había hecho que el local se quedara pequeño. Había estanterías con camisas; expositores de zapatos amontonados en un rincón; una vitrina con gemelos. Los pies se le hundieron en la tupida moqueta, y sintió en el aire el aroma de una densa colonia masculina. Branson dio sus nombres a un joven con el cabello esculpido que estaba tras el mostrador, y luego se puso a ojear un puñado de corbatas que colgaban de un expositor.
—Necesitas unas cuantas de estas, colega. Todas tus corbatas son un asco. Y desde luego tendremos que buscarte un traje nuevo. —Señaló una llamativa americana azul con rayas diplomáticas colgada de un maniquí—. Eso te daría cierto aire de autoridad. Te haría parecer un jefe de verdad.
Grace se la quedó mirando con escepticismo; era demasiado vistosa para su gusto. La última vez que Branson le había organizado una sesión de compras de ropa le había hecho gastar unas dos mil quinientas libras. No iba a caer otra vez, especialmente ahora que se le venían encima los gastos del bebé.
Branson señaló una americana blanca.
—Esa también te quedaría bien. ¿Te acuerdas de aquella película de Alec Guinness, El hombre vestido de blanco?
Antes de que pudiera responder, un hombre de entre treinta y cuarenta años, de aspecto agradable pero atribulado, con un cabello castaño que daba la impresión de no estar nunca peinado del todo, llegó bajando las escaleras cortas de una sala contigua. Llevaba un traje de tweed que parecía demasiado cálido para aquel día de principios de verano, una camisa fina, una corbata algo corta, y sudaba un poco.
—Buenos días, señores. Soy Ryan Farrier.
—Glenn Branson, hemos hablado antes. —El sargento le tendió la mano al sastre y se la estrechó—. Este es mi superior, el superintendente Grace.
Grace también le dio la mano. A continuación, Farrier los condujo por una escalera estrecha de escalones irregulares hasta una sala rodeada de estanterías con trajes amontonados, algunos de ellos por acabar, con puntadas aún visibles, y un espejo antiguo de cuerpo entero. El lugar olía a telas buenas y a abrillantador. Luego pasaron a una sala más pequeña, con más trajes en colgadores, otro espejo y un vestidor separado con cortinas. Grace de pronto se sintió decididamente pobre, con su traje azul marino de Marks and Spencer que había comprado de rebajas años atrás.
—Bueno, caballeros, díganme: ¿en qué puedo ayudarles? —dijo el sastre, girándose hacia ellos, y juntando las manos por delante del cuerpo.
Avergonzado, Grace vio que Farrier echaba una mirada de desaprobación a su vestuario. Él, desde luego, no sabría distinguir un traje barato de uno caro, pero no tenía dudas de que un hombre como Farrier lo detectaría en dos segundos.
Branson se sacó la bolsa de pruebas de plástico del bolsillo y se la mostró a Farrier.
—Estos fragmentos de tejido se encontraron ayer junto a un cuerpo que necesitamos identificar. Nos preguntábamos si podría decirnos algo de él.
—¿Puedo sacarlos de la bolsa?
—Me temo que no —respondió Branson, entregándole la bolsa—. Lo siento, no hemos podido llevarlos a la tintorería.
Farrier esbozó una sonrisa muy forzada, como si dudara de si aquello era una broma o no, y luego estudió atentamente el contenido.
—Es tela de traje —dijo—. Algún tipo de tweed.
—¿Sería posible determinar qué sastre lo hizo, a partir de esto? —preguntó Grace.
Farrier estudió el material durante unos segundos, con el ceño fruncido.
—La verdad es que estas muestras son demasiado pequeñas. Si quieren saber quién hizo la americana o el traje del que proceden estos fragmentos, creo que tendrían que partir del tejido. Es de muy buena calidad, un tweed muy tupido.
—¿Un tejido de invierno? —dijo Grace.
—Sin duda. Bastante más cálido que el que llevo yo ahora. Con este tejido se podrían hacer trajes para llevar en excursiones al campo, quizá para una batida de caza elegante… ¡Solo que no en este color! La verdad es que es algo llamativo. Hay que ser algo atrevido para llevar algo así.
Que el tejido fuera cálido significaba que la víctima había sido asesinada durante los meses de invierno, pensó Grace.
—Yo creo que es un paño de Dormeuil —añadió Farrier—. Puedo llamarles y preguntárselo el lunes. ¿No pueden dejarme ni el más mínimo fragmento?
—Lo siento —respondió Grace—. No podemos arriesgarnos a contaminar la prueba. Pero le hemos traído unas fotografías que sí podemos dejarle.
—¿A cuántos sastres podría venderles tejidos una compañía como Dormeuil? —le preguntó Branson.
Farrier se quedó pensando un momento.
—Uf, a cientos, quizás a miles. Cualquier sastre de calidad tendrá muestras de tejido: son de la máxima calidad, pero también muy caros. Lo que pasa es que este en particular es bastante llamativo; no creo que haya mucha gente que se haga trajes con él. Dormeuil debería poder proporcionarles los nombres de todos los sastres a los que han suministrado esta tela en los últimos años.
—Eso será de gran ayuda —dijo Branson, que luego se giró hacia Grace—. Aunque, por supuesto, la víctima no tiene por qué ser necesariamente la persona para quien hicieron la prenda en origen. Podría haberla comprado de segunda mano —sugirió, pensando en la cantidad de tiendas de ropa de segunda que había en Brighton.
Farrier reaccionó, incrédulo:
—En mi opinión, no mucha gente se tomaría la molestia de comprar un traje hecho con tela de Dormeuil para luego regalarlo o venderlo. Un traje de calidad suele guardarse de por vida.
«Y en este caso, hasta la muerte», estuvo a punto de añadir Grace.