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Alo largo de toda su carrera, Grace había observado que, cuanto mayor era el rango de los oficiales, más ordenado parecían tener el despacho. Quizás aquello fuera una pista: para ascender hasta el rango de comisario jefe había que ser capaz de gestionar bien el papeleo. ¿O quizá sería que tenías más gente que se ocupara de ello, como el comisario tenía a su secretario?

Su despacho era un caos perpetuo, con montones de dosieres por toda la mesa, el suelo y los estantes. Al inicio de su carrera, cuando lo único que tenía era un escritorio en la sala común, nunca veía la superficie de la mesa, siempre cubierta de papeles. Su desorden era una de las cosas que solía molestar a Sandy, que era casi obsesiva con la limpieza y tenía cierta tendencia al minimalismo en casa. Curiosamente, desde que Branson había roto con su esposa, Ari, y se había trasladado a la casa de Roy, ya vacía —como inquilino permanente y cuidador de Marlon, su pez rojo—, los papeles se habían invertido un poco, y era él quien solía enfadarse al ver lo desordenada que tenía Branson la casa y, en especial, su colección de CD. Aunque recientemente, desde que había puesto la casa en venta, su amigo se había vuelto mucho más ordenado.

Le encantaba que Cleo fuera igual de despreocupada que él con esas cosas. Y tener un perro de carácter tempestuoso aumentaba aún más la sensación de caos permanente en casa.

Sin embargo, en el amplio despacho del comisario jefe, en el que entraba ahora, no había nada fuera de lugar. La inmensa mesa en L, de madera pulida, estaba perfectamente despejada, aparte de un secante de cuero, unos marcos plateados con fotografías (entre ellas una del comisario flanqueado por el presentador deportivo Des Lynam y otra celebridad local), un juego de plumas con un soporte de cuero y una solitaria hoja de papel que parecía un correo electrónico impreso. En una esquina había dos sofás negros y una mesita auxiliar, y más allá una mesa de reuniones de ocho plazas. De las paredes colgaban fotografías de deportistas famosos, un mapa del condado y varias caricaturas. Desde los enormes ventanales se apreciaban unas vistas magníficas del condado. Toda la sala desprendía un aire de importancia, pero al mismo tiempo resultaba confortable y cálida.

Tom Martinson le estrechó la mano con fuerza y le hizo entrar, hablando con un alegre acento de las Midlands. El comisario, que tenía cuarenta y nueve años, era un hombre algo más bajo que él, de aspecto sano y fuerte, con el cabello oscuro y corto, con entradas, y parecía serio pero afable. Llevaba una camisa blanca de manga corta con charreteras, una corbata negra y pantalones negros.

—Siéntese, Roy —le dijo, señalando uno de los sofás junto a la mesita auxiliar—. ¿Quiere beber algo?

—Me iría muy bien un café, señor. —Grace estaba haciendo un gran esfuerzo por apartar de su mente, aunque fuera por un momento, lo que Cleo le acababa de decir, para concentrarse por completo en aquella reunión e intentar impresionar a Martinson.

—¿Cómo lo toma?

—Solo, por favor, sin azúcar.

El comisario sonrió, descolgó el auricular del teléfono y lo pidió; luego se sentó junto a Roy y se cruzó de brazos, estableciendo cierta distancia con el lenguaje corporal, pese a su actitud desenfadada. A Grace aquello le preocupó.

—Siento hacerle venir hasta aquí en sábado.

—No hay problema, señor. De todos modos, hoy estoy trabajando.

—¿El caso de la Stonery Farm?

—Sí.

—¿Hay algo que deba saber?

Grace lo puso al día rápidamente.

—Tengo que decir —respondió Martinson— que cuando me enteré de que usted era el oficial al mando, me quedé muy tranquilo. Pensé que la investigación estaba en buenas manos.

—Gracias, señor —dijo Grace, agradablemente sorprendido y algo aliviado.

Entonces Martinson adoptó un tono más serio.

—El motivo por el que le he pedido que viniera a verme es algo delicado.

«Mierda. Esto va a tener que ver con la fusión de divisiones de delitos graves de Sussex y Surrey», pensó Grace.

Entonces tuvo que esperar unos minutos, mientras la secretaria personal del comisario, Jean, que curiosamente también estaba trabajando en sábado, entró con su café y un platito de galletas. En cuanto salió, el comisario prosiguió.

—Gaia —dijo Martinson, y se quedó callado un momento.

—¿Gaia?

—¿Sabe a quién me refiero? La cantante de rock y actriz, Gaia Lafayette.

—Claro que sí, señor.

«En esta ciudad, tendría que haber estado viviendo bajo una roca para haber pasado por alto toda la cobertura mediática que se le ha dado en las últimas dos semanas», pensó.

—Yo, personalmente, pienso que es mejor cantante que actriz, pero reconozco que es solo mi opinión.

Grace asintió.

—Estoy bastante de acuerdo con usted. Nunca he sido un gran admirador suyo, pero conozco a alguien que sí lo es.

—¿Ah, sí?

—Sí, el sargento Branson.

—¿Está al tanto de que va a venir a Brighton la semana que viene, para interpretar una película sobre el idilio entre el rey Jorge IV y su amante, Maria Fitzherbert?

—Sabía que su visita era inminente. ¡El sargento Branson está muy ilusionado, ante la posibilidad de poder llegar a conocerla! Supongo que los productores sabrán que la señorita Fitzherbert era inglesa, no estadounidense, ¿no?

Martinson sonrió y levantó un dedo.

—Ah, pero ¿sabía que Gaia nació en Brighton?

—Sí, en Whitehawk.

Martinson asintió.

—Una historia de superación personal, parece.

Durante muchos años, Whitehawk había sido uno de los barrios más pobres de la ciudad.

—Parece que sí.

—Pero tenemos un gran problema, Roy. Los últimos dos días he estado hablando con un jefe de Homicidios de la Unidad de Gestión de Amenazas del Departamento de Policía de Los Ángeles, así como con el jefe de seguridad personal de la actriz, el director de Ocio y Turismo, Adam Bates, y el director general de la Brighton Corporation, John Barradell. Parece ser que hace unos días mataron a una de las asistentes personales de Gaia cuando salía de la casa de la actriz, en Bel Air. Según la policía, parece que el asesino se equivocó de víctima: su objetivo era la propia Gaia.

—No me había enterado.

—No creo que la noticia haya tenido un gran impacto en la prensa británica. Recibió un correo en que la advertían de que no aceptara el papel de Maria Fitzherbert. Según parece, a sus asesores de seguridad no les pareció preocupante: recibe constantemente correos de ese tipo. Pero les preocupa que pueda volver a ser blanco de algún ataque. Al día siguiente, Gaia recibió este otro correo —dijo, pasándole a Grace la hoja de papel que tenía sobre la mesa.

El superintendente leyó el texto y sintió un escalofrío:

Cometí un error, zorra. Tuviste suerte. Pero eso no cambia nada. La próxima vez quien tendrá suerte seré yo. Te encontraré allá donde vayas, en cualquier lugar del mundo.

—Roy, supongo que no hace falta que le diga el enorme valor que tiene para la ciudad, de cara al turismo y a la proyección mundial, el que la película se ruede aquí.

—Lo entiendo, señor.

El comisario le miró con cara de preocupación.

La historia criminal de Brighton se remontaba a mediados del siglo XIX. Tras una serie de asesinatos particularmente violentos a principios de los años que siguieran a 1930, entre ellos el caso de dos torsos desmembrados que aparecieron en sendos arcones de la consigna de la estación, Brighton recibió el desgraciado apodo de «capital del crimen del Reino Unido» o «capital europea de los asesinatos». Durante años, el Consejo de Turismo había luchado para limpiar su reputación, y la policía estaba progresando bastante en la reducción de los índices de criminalidad.

—Si le ocurriera algo a Gaia durante su visita a Brighton, el daño que sufriría la ciudad sería incalculable. Entiende lo que quiero decir, ¿verdad, Roy?

—Sí, señor. Lo entiendo perfectamente.

—Estaba seguro de que lo haría. Pero hay un problema. He tenido una charla con los de la Unidad de Protección Personal de Scotland Yard. Según sus normas, solo la realeza, los diplomáticos y los ministros son susceptibles de recibir protección al más alto nivel. Las estrellas de rock (y las estrellas de cine) no están en la lista; se supone que tienen que contar con su propio personal de seguridad.

—Tiene sentido —dijo Grace, encogiéndose de hombros—. Cuentan con dinero suficiente para hacerlo.

Tom Martinson asintió.

—En circunstancias normales, sí, para mantener a raya a los fans más descontrolados. Pero en este país no permitimos que lleven armas de fuego, lo que nos plantea el problema de cómo protegerlos de alguien que lleve pistola.

Grace le dio un sorbo a su café, pensando en aquello. A pesar de la oscura historia de la ciudad, una gran suerte era que nunca había tenido los problemas de armas que afectaban a otras ciudades del interior del Reino Unido. De todos los asesinatos registrados en el condado de Sussex en los últimos años, solo en un puñado se habían usado armas de fuego. Pero, aun así, cualquiera que supiese dónde preguntar y que quisiera hacerse con una pistola la podía conseguir sin demasiados problemas.

—Yo diría que podríamos hacer una excepción con nuestro propio equipo de protección personal, el del condado.

Martinson asintió.

—Quiero que haga un estudio de valoración y que me redacte un plan de seguridad para Gaia mientras esté en Brighton, teniendo en cuenta que existe la posibilidad de que alguien intente matarla con un arma de fuego. Me gustaría que nos viéramos otra vez el lunes por la mañana para examinarlo, y más tarde, el mismo lunes, con los jefes de los equipos que necesitemos para ponerlo en marcha, entre ellos los subdirectores y el comandante de la División de Brighton y Hove. Siento cargarle con esto nada más empezar el fin de semana.

—No hay problema, señor.

Grace intentó disimular la emoción que le provocaba aquel desafío. Aquello le proporcionaba la oportunidad de lucirse ante el comandante jefe. Pero también sabía que era una enorme responsabilidad. Su proyección en el cuerpo iba a depender mucho de que fuera capaz de mantener viva a Gaia mientras estuviera en Brighton. Y el caso más reciente en que había trabajado, la Operación Violín, demostraba que Brighton no era un escenario que ofreciera especiales dificultades a un matón profesional norteamericano.

Martinson separó los brazos, cogió una galleta del plato y la sostuvo en la mano sin darle un bocado. Frunció el ceño, como si estuviera buscando la manera de decir lo que tenía in mente.

—Cambiando de tema completamente, Roy, también quería comentarle otra cosa.

—¿Eh?

—Creo que hace un tiempo tuvo una experiencia desagradable con un indeseable de Brighton llamado Amis Smallbone, ¿no?

El nombre de aquel monstruo le produjo un escalofrío.

—Le encerré, le condenaron a cadena perpetua y no le hizo ninguna gracia, como suele pasar.

Por un momento, Tom Martinson esbozó una sonrisa.

—¿Eso fue hace doce años?

Grace hizo un cálculo rápido.

—Sí, eso creo, señor.

Amis Smallbone era el gusano más repulsivo y despreciable con el que se había encontrado. Medía un metro cincuenta y cinco, siempre llevaba el pelo engominado y, fuera verano o invierno, vestía unos trajes demasiado ceñidos. Smallbone exudaba arrogancia. Grace no sabía si se había creado aquel personaje a partir de algún gánster de la tele o si tenía alguna fijación con El padrino y Marlon Brando, aunque tampoco es que le importara. Ahora debía de tener poco más de sesenta años, y era la última reliquia viva de una de las históricas familias del crimen. En el pasado, tres generaciones de aquella familia habían controlado el negocio de las extorsiones a cambio de una supuesta protección por todo Kemp Town, varios salones recreativos, el mercado de la droga que llegaba a la mitad de los clubes nocturnos y gran parte de la prostitución de la ciudad. Siempre se había rumoreado —y la policía contribuía con gran entusiasmo a mantener el rumor— que la obsesión de Smallbone por la prostitución se debía a su propia frustración sexual.

Cuando Grace lo había arrestado, acusado de asesinar a un traficante rival en la ciudad tirándole un calentador eléctrico en la bañera, el muy desgraciado había amenazado con hacérselo pagar a él y a Sandy. Tres semanas más tarde, con Smallbone ya en prisión preventiva en la cárcel de Lewes, alguien había rociado todas las plantas del jardín de su casa (la mayor pasión de Sandy) con veneno para las malas hierbas: todo el perímetro del jardín quedó convertido en un terreno árido y yermo.

En el centro del jardín, habían grabado dos palabras quemando la hierba:

ESTÁS MUERTO

Grace había estado en la sala cuando el jurado lo había declarado culpable. Amis Smallbone, desde el banquillo, había curvado los dedos alrededor de una pistola imaginaria, había apuntado con ella a Grace y había articulado un ¡bang! silencioso con la boca.

—Tengo una noticia que quizá pueda ser preocupante para usted, Roy —dijo Martinson, que se quedó mirando la galleta, pero siguió sin comérsela—. Pensé que debía avisarle, ya que dudo que nadie en el Servicio de Prisiones se moleste en hacerlo. El director de la cárcel de Belmarsh es un viejo amigo mío de la universidad y ha tenido el detalle de informarme: a Amis Smallbone le dieron la libertad condicional hace tres días.

Grace sintió un escalofrío al pensar en la conversación telefónica que acababa de mantener con Cleo, al recordar lo agitada que estaba.

—¿Sabemos su dirección, señor?

Grace sabía que un recluso condenado a cadena perpetua que recibe la condicional debe vivir en un lugar establecido por su agente, y que tiene que dar parte de todos sus movimientos.

—Sí, Roy, en un albergue del paseo marítimo de Brighton. Pero me temo que está desaparecido. Hace dos días que se le ha perdido la pista.