20
ACleo le encantaba su casita en North Laine, el distrito de moda de Brighton; allí se sentía segura, y le gustaba lo animado y lo práctico que resultaba vivir en el centro de la ciudad. Era estupendo poder cruzar el patio y salir a la calle, pasear por aquel laberinto de cafés y tiendecitas alternativas y, si hacía bueno, llegar hasta la playa. Pero también había inconvenientes. Uno era que Humphrey necesitaba un jardín donde quedarse cuando ella se iba a trabajar, y ella tenía pensado volver al depósito en cuanto pudiera, después del parto. Un problema mayor aún era que solo tenía una habitación libre, aparte de su dormitorio, y que la necesitaba para sus estudios (estaba estudiando Filosofía en la universidad a distancia) y para que Roy tuviera un lugar donde trabajar en casa. El bebé nacería en cuestión de semanas, quizás incluso antes, y andarían cortos de espacio. En cuanto Roy vendiera su casa, podían empezar a buscar una más grande juntos. Otro problema menos grave, pero que se había convertido en una molestia constante, era tener que aparcar en la calle: cada vez se estaba poniendo más difícil encontrar un hueco cuando volvía del trabajo, por la tarde.
Desde que tenía uso de razón, el momento favorito de la semana para Cleo siempre había sido la mañana del sábado, aunque, como forense, muchas veces se había visto obligada a trabajar en fin de semana. La gente que se moría de repente raramente tenía la deferencia de hacerlo solo en horario laboral, lo que significaba que, cuando estaba de guardia no presencial, que era la mayor parte del tiempo, ya que en el depósito iban cortos de personal, a menudo tenía que salir algún fin de semana o un día de fiesta para participar en el levantamiento de un cadáver.
La noche anterior había sido especialmente desagradable, y ahora tendría que asistir a la autopsia del cadáver, que habían llevado al depósito. Pero eso no la desalentaba. El torso hallado en aquel depósito de heces de pollo prometía un trabajo desagradable, pero los cuerpos destripados y reventados en un accidente de coche podían ser peores, y mucho más desagradables. Igual que los cadáveres calcinados de las víctimas de los incendios. Y a ella siempre la entristecía contemplar los cuerpos de personas ancianas que morían solas en sus casas y cuyos cadáveres tardaban meses en ser descubiertos. Pero, desde luego, lo peor eran los niños. Un par de semanas antes había tenido que ir a levantar el cadáver de un bebé de seis meses que había fallecido, supuestamente, del síndrome de la muerte súbita.
Sacar el cadáver de aquella niña diminuta de su cunita había sido algo traumático, y no dejaba de pensar en cómo se sentiría si eso les ocurriera a ella y a Roy. Era horrible solo imaginarlo.
Sin embargo, en aquel momento, no pensaba en nada de eso, mientras salía por la puerta principal de la casa y se dejaba envolver por aquella luminosa mañana de junio. En lo alto había un cielo sin nubes, y le llegaba el olor a sal del canal de la Mancha, que quedaba al sur, no muy lejos de allí. La previsión meteorológica era buena y, aunque iba a pasar gran parte del día en el depósito, esperaba poder escapar a media tarde, verse con su hermana para tomar un café en el paseo marítimo y ponerse al día. Después, tenía pensado comprar gambas y aguacates, y unos buenos lenguados de Dover, y prepararle a Roy una de sus cenas favoritas, tras lo cual podrían ver un DVD, si es que aguantaba despierta hasta entonces.
Atravesó el patio, vestida con una larga camiseta de lycra, con su prominente vientre bien a la vista, oyendo las pisadas de sus Crocs (que a Roy no le gustaban nada) sobre los adoquines. Intentó no hacer caso al dolor de espalda, prácticamente constante a causa del peso del niño. Se sentía tan feliz que era casi como si se hubiese metido algo. Llevaba en su interior al hijo de un hombre a quien amaba profundamente, sin reservas. Un tipo bueno, cariñoso y fuerte. Y estaba convencida de que él la amaba a ella en la misma medida.
Dos gaviotas revolotearon sobre su cabeza, chillando; levantó la vista un momento y luego siguió en dirección a la verja de hierro. Abrió el cierre y salió a la estrecha calle. Los sábados por la mañana aquella parte de la ciudad siempre estaba llena de gente que visitaba el atestado mercadillo de Gardner Street, a dos calles de allí. Eran las nueve y media de la mañana y el anticuario de enfrente, especializado en chimeneas, ya había sacado a la calle algunas de sus piezas para que los paseantes las vieran.
Cleo subió la cuesta y giró a la derecha para tomar una calle aún más estrecha flanqueada por pequeñas casas victorianas, pasando entre los coches aparcados casi sin dejar espacio. Entonces vio su Audi TT negro, donde lo había dejado la noche anterior y, como siempre, se sintió aliviada al comprobar que no se lo habían robado.
Al acercarse, observó las consecuencias de aparcar al aire libre en aquella ciudad: gracias a las gaviotas, la mitad de los vehículos parecían pinturas de Jackson Pollock. Ya a treinta metros de distancia distinguió los manchurrones de color blanco y amarillo mostaza que cubrían su querido descapotable.
Pero al acercarse, de pronto le cambió el humor. Con un nudo en el estómago, arrancó a correr, agitada, pasando por alto que en su estado no debía hacerlo. Luego se paró junto al coche.
—Mierda —dijo—. Mierda.
Habían rajado la lona del techo, a lo ancho y a lo largo.
De pronto estaba furiosa; el buen humor de la mañana había desaparecido. Miró al interior, para comprobar los daños, pero para su sorpresa el reproductor de CD y la radio estaban intactos.
—Cabrones —dijo, para sí—. Desgraciados.
Entonces vio las marcas en el capó. Al principio pensó que las habrían hecho con el dedo, sobre el polvo, hasta que miró más de cerca. Y se quedó helada.
Alguien había usado un instrumento afilado, un destornillador o un cincel, y había grabado las palabras sobre la pintura, llegando hasta el metal:
FURCIA DEL POLI, TU HIJO ES EL SIGUIENTE