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Había sido amor a primera vista. La primera vez que Eric Whiteley había visto el Royal Pavilion de Brighton, le enamoró. Tenía quince años, había ido a Brighton en una excursión de un día con sus padres y nunca había visto nada igual. Era un lugar que parecía sacado de la imaginación de alguien, de alguien que había querido escapar de la inmundicia del mundo y sumergirse en el laberinto de belleza del interior de su mente. No era un lugar propio de un centro turístico inglés.
Y, sin embargo, ahí estaba.
Quedó hipnotizado por el derroche de lujo de su diseño, por las influencias indias y chinas de sus curiosas cúpulas. Y aún más por su interior, totalmente extravagante. A partir de entonces, cada día, durante las vacaciones escolares, se gastaba todo el dinero que tenía en el billete de tren desde Guildford, donde vivía, hasta Brighton, y en la entrada al pabellón, al que iba en cuanto abrían por la mañana y donde se quedaba hasta que cerraban. Aquello era otro mundo, que nada tenía que ver con el internado, lleno de abusones que no paraban de decirle que era aburrido, feo e inútil, que lo llamaban Afi.
En el interior de aquellas paredes de elaborada decoración se sentía seguro, rodeado por la riqueza de los tesoros artísticos de aquel palacio real, construido por el rey Jorge IV, que lo usaba para sus devaneos secretos (y no tan secretos) con su amada, junto al mar. Dudaba que Jorge IV, o Prinny, como se le había apodado, un tipo vanidoso y cada vez más rico, hubiera sufrido nunca el acoso de nadie, ni que le hubieran dicho que era feo o que no valía para nada. Nadie le habría llamado «aburrido, feo e inútil». Aunque en realidad lo fuera.
Le encantaba imaginarse a sí mismo vestido con un traje de la época. Fantaseaba especialmente con vestirse como el rey, con sus refinadas ropas. Podía imaginarse entrando en clase con la espada al cinto, como un rey. Así nadie lo llamaría Afi.
Un verano, a los dieciocho años, solicitó un trabajo temporal como guía para las vacaciones, y para su sorpresa y alegría, fue aceptado. Tenía que acompañar a grupos de turistas y hablarles del amor del rey por su amante y de lo frustrante que era para el monarca el protocolo de su época. Pero lo que más le gustaba de su trabajo era tener libre acceso al pabellón. La libertad para moverse por su interior cuando no tenía grupos que guiar, sin llamar la atención de los guardias de seguridad.
Le encantaban sus rincones ocultos. Los pasillos secretos que iban de las cocinas a los grandes salones, por donde iban los criados llevando platos y bebidas, entrando y saliendo por puertas secretas. Había una escalera de caracol escondida que el público nunca veía, porque los pasamanos se movían peligrosamente, por la que podía subir a un espacio, bajo una de las cúpulas, al que el rey llevaba a sus invitados para enseñarles las espectaculares vistas, y donde se rumoreaba que más tarde se alojó parte del personal de la casa.
Ahora todo estaba muy dejado, los suelos de madera presentaban un estado lamentable y había una gran trampilla sujeta con solo dos tornillos, con un cartel de aviso, desde donde había doce metros de caída en vertical hasta un almacén situado sobre las cocinas. También había un sistema de poleas del siglo XIX, que Eric suponía que se usaría a modo de rústico montacargas. Y desde aquel escondrijo bajo el tejado tenía las mejores vistas de Brighton que había visto nunca.
Había conseguido subir un saco de dormir y había convertido aquel lugar en su guarida. A veces, si conseguía evitar a los guardias de seguridad durante el cierre del edificio, a última hora, se subía comida para hacer un picnic y pasar allí la noche. Seguro. Sin nadie que le acosara. Cerraba los ojos y se imaginaba viviendo en aquel lugar, como un rey adorado y reverenciado.
Hasta que, una noche, un guardia de seguridad con aires de matón le pilló.
Le expulsaron como guía. Y le prohibieron el acceso para siempre.