17

Estaba iracundo.

Poca gente sabía más de la ira que él. Aquella superzorra de categoría mundial, antes conocida como su esposa, y antes aún —increíblemente— como su pudorosa novia, le había obligado a apuntarse a un curso de gestión de la ira.

Había muchos tipos de ira. La de la frustración que sientes cuando un maldito parquímetro se te traga la moneda y no te da un recibo. La rabia silenciosa que sientes cuando ves a un cabrón tirando basura por la ventanilla del coche. O la que te produce un vecino cuando celebra una fiesta con música a todo volumen hasta altas horas de la madrugada.

Pero nada de lo que había aprendido en aquel curso le había enseñado a enfrentarse a la rabia que sentía ahora mismo en su interior. La rabia de sentirse jodido, absoluta, total y profundamente jodido. O la de ver que te arrancan la gran oportunidad de tu vida.

La gente no podía hacer algo así e irse de rositas.

Pero el caso era que lo hacían, constantemente.

Cuando ocurría algo así, algunas personas se limitaban a encogerse de hombros y resignarse. Algunos se buscaban un abogado, y lo único que conseguían era arruinarse aún más y enriquecer todavía más a los abogados. Él no tenía dinero para eso. A lo mejor sería uno de esos casos que un abogado aceptaría pro bono.

Pero tampoco tenía tiempo para eso.

No iba a bajar los brazos y aceptar que se salieran con la suya. No iba a bajarse los pantalones y a ofrecerles un bote de vaselina. Iba a hacer algo al respecto. Aún no sabía qué sería. Ni cómo lo haría.

«No te enfurezcas, resárcete».

Para empezar, se había comprado un billete de avión.

Iba a hacer que aquellos cabrones lo lamentaran.

En el curso de gestión de la ira le habían enseñado un antiguo proverbio chino: «Antes de buscar venganza, cava dos tumbas».

Cavaría todas las tumbas que fuera necesario. Si una era para él, no le importaba. No costaba nada comprar una pala. Y, en cualquier caso, la iba a necesitar; no le quedaba mucho tiempo de vida.