16
Grace también sonreía.
—Pareces muy contento, amor mío —dijo Cleo, a modo de saludo, al tiempo que le abría la puerta de su casa.
Eran las doce menos veinte de la noche. Ella se había recogido el cabello y llevaba un elegante camisón azul cielo bajo el albornoz. Humphrey, su joven perro de rescate (una mezcla de labrador y border collie) ladraba entusiasmado, saltándole a los pantalones, reclamando su atención con unos gañidos que resonaban por todo el barrio residencial.
—Tú me pones contento —dijo él, y la besó. Luego le rascó las orejas a Humphrey, que inmediatamente se tiró al suelo panza arriba. Grace se agachó y le frotó el vientre.
—¿Qué tal la tarde?
—Aparte de haber tenido que arrastrarme por entre la mierda de gallina, no ha estado mal —respondió ella—. ¿Y tú?
—¿Has ido allí personalmente?
—Con Darren. —Cleo se encogió de hombros—. Andamos cortos de personal. ¡Y, oye, me gustan los cadáveres de corral!
Él meneó la cabeza. Y en el momento en que se levantaba, Cleo le colocó en la mano un vodka Martini helado, con cuatro aceitunas en un palillo.
—¡Pensé que necesitarías sustento! —dijo, apartando suavemente con la mano a Humphrey, que volvía a dar saltos.
—¡Eres increíble! —Grace dio un sorbo al cóctel, agradecido. Dejó la copa sobre un estante y volvió a besarla, pasándole los brazos alrededor del albornoz de rizo blanco, abrazándola con firmeza pero suavemente, sintiendo el bebé en el interior del vientre de Cleo contra el estómago y el olor del cabello de ella recién lavado. Luego cogió la copa y le dio otro sorbo. El perro se tendió en el suelo, con las patas en alto otra vez—. ¡Está bien, celoso! —Se arrodilló y le volvió a frotar la barriga.
—Lo sé —dijo ella—. Soy increíble. Totalmente increíble. ¡Eso que nunca se te olvide, superintendente Grace!
Él volvió a ponerse en pie, con una gran sonrisa.
—¿Por qué iba a querer olvidarlo?
Grace la miró, perdiéndose en aquellos ojos azul claro, sintiéndose increíblemente feliz. Más de lo que podía pedir. Le encantaba estar en casa de Cleo, sobre todo en aquel salón, con las luces tenues y las velitas encendidas por todas partes.
En el suelo había una bolsa de City Books, la librería favorita de los dos. Y sobre la mesa, un ejemplar de El mundo según Joan, con un sólido pisapapeles de cristal encima para que no se cerrara.
Él era un fiel admirador de Joan Collins, y le encantaba que Cleo hubiera hecho el esfuerzo de comprar el libro para comprender por qué.
En todos los años que habían pasado desde la desaparición de Sandy, nunca había pensado que fuera posible ser feliz —o incluso vivir en paz— de nuevo. Eso lo había cambiado Cleo, y casi se sentía culpable por ser tan feliz otra vez. Culpable, porque durante todos aquellos años nunca había dejado de buscar a Sandy. Su desaparición había sido repentina, absolutamente inesperada, sin el mínimo anuncio previo. Un momento eran absolutamente felices, y al siguiente había desaparecido. La mañana de su trigésimo cumpleaños habían hecho el amor, como hacían siempre cuando era el cumpleaños de uno de los dos. Él se había ido a trabajar, y al volver a casa, esperando cenar para celebrarlo con Sandy y otra pareja, sus amigos más cercanos, ella había desaparecido. No había ninguna nota. Todas sus pertenencias seguían en casa, salvo el bolso.
Veinticuatro horas más tarde, el viejo Volkswagen Golf de Sandy apareció en el aparcamiento del aeropuerto de Gatwick. En su tarjeta de crédito figuraban dos transacciones menores de la mañana de su desaparición, una de Boots y la otra del supermercado Tesco. No se había llevado ropa, ni otra pertenencia de ningún tipo. Y nunca más volvió a usar la tarjeta.
En todos aquellos años no había pasado ni una sola noche, ni siquiera estando en brazos de Cleo, en que no se hubiera dormido preguntándose qué le habría pasado. ¿Habría huido con un amante? Existía esa posibilidad, claro. ¿Cuánto sabemos realmente de nuestras parejas? ¿Había decidido, por algún motivo, desaparecer y reinventarse en una nueva vida partiendo de cero? La gente hacía cosas así. Pero ¿por qué iba a hacerlo, si nunca había dado ninguna señal de infelicidad? Otra posibilidad era que hubiera sufrido un accidente. Pero eso no encajaba con que su coche estuviera en Gatwick.
Lo más probable, pensaba él, era que la hubieran secuestrado, y que quienquiera que se la hubiera llevado hubiera dejado el coche en el aeropuerto para despistar a sus perseguidores. La triste realidad era que en la mayoría de los secuestros la víctima acababa siendo asesinada al cabo de unas horas. Aunque también era cierto que existían casos de personas retenidas contra su voluntad durante años.
Durante mucho tiempo, sus amigos y su hermana habían insistido en que pasara página, que aceptara que Sandy se había ido y que tenía que vivir la vida en el presente, no en el pasado. Lo intentaba, con todas sus fuerzas, y Cleo lo hacía más fácil de lo que habría podido imaginarse nunca. La quería, sin reservas, completamente, con locura. Y, sin embargo, aún había algo que no podía dejar atrás.
La pesadilla que a veces le hacía despertarse, gritando, cada pocos meses. Sandy en el fondo de un pozo, como la hija de la senadora secuestrada en El silencio de los corderos.
Y la sensación de culpabilidad que seguía a aquellas horas de insomnio escuchando el coro de pensamientos que le asaltaban de madrugada: que no había hecho lo suficiente para encontrarla, que había una pista, algo absolutamente evidente que tenía ante sus narices y que había pasado por alto.
Los ojos se le fueron a un ejemplar de la revista Autocar que había sobre la mesita auxiliar. Lo había comprado porque salía una prueba en carretera del Alfa Giulietta. Desde que, tras muchos años de servicio, su adorado Alfa había acabado despeñado en una persecución el verano anterior, no dejaba de pensar en comprarse otro. Eran coches que, a su modo de ver, tenían alma. Al menos, los únicos de su categoría que la tenían. De hecho, se había pasado meses forcejeando con la compañía aseguradora, que había intentado eludir la responsabilidad porque, tal como decían, un coche así no deberían haberlo usado en una persecución policial. Pero al final habían aflojado la mosca.
Él estaba enamorado de uno de sus modelos, de dos plazas, pero, con el bebé de camino, aquello resultaba absolutamente poco práctico. Un par de amigos, entre ellos Branson, le habían intentado convencer de que un coche familiar sería lo más sensato, con todo lo que tendría que acarrear de un lado para otro al nacer el bebé. Había estado mirando unos cuantos, pero no le atraían. Últimamente había visto en un concesionario de compraventa un Giulietta de dos años, y se había enamorado de ese coche. Tenía un portón trasero y era lo suficientemente grande como para meter un cochecito de bebé.
—¿Qué es lo que te preocupa, cariño? —le preguntó Cleo, sentándose a su lado en el inmenso sofá rojo.
En el televisor, en la pared de enfrente, con el volumen apagado, el chef Hugh Fearnley-Whittingstall estaba enseñando cómo filetear una caballa.
—¡Coches! —dijo él.
—Haz lo que te dicte el corazón.
—Pero tengo que ser práctico.
Ella se encogió de hombros.
—¿Sabes qué? Tengo muchos amigos que han visto toda su vida transformada por el hecho de tener hijos. Ya no tienen tiempo para su pareja. Apenas hacen el amor. Los niños les consumen todo su tiempo. Yo no quiero que nos ocurra eso. ¿O acaso no podemos ser buenos padres y seguir teniendo tiempo para nosotros? Cómprate el coche que te guste, no el que creas que será más práctico. Podemos adaptarnos. ¡El peque tendrá que aprender a encajar en nuestras vidas!
Él sonrió de nuevo y le dio otro sorbo al Martini, que al caer en el estómago vacío, alimentado toda la tarde con cafeína, estaba haciendo su efecto, relajándolo por momentos. De pronto se dio cuenta de lo increíblemente comprensiva que era Cleo. En una situación así (llegando tarde un viernes por la noche y con la perspectiva de tener que trabajar todo el fin de semana), Sandy no se lo habría tomado tan bien: primero ya la hubiera encontrado durmiendo, y después hubiera protestado por el hecho de que el trabajo le absorbiera. Pero en Cleo siempre encontraba comprensión. Claro que ella también podía encontrarse con que la llamaran en plena noche, fuera laborable o fin de semana.
—La otra cosa que me preocupa es… —Hizo una pausa, viendo que Humphrey subía de un salto al sofá, a su lado, y se enrollaba boca arriba, en su posición favorita, con el vientre a la vista, esperando que se lo acariciaran otra vez. Grace lo hizo—. Lo que me preocupa es… que te quiero mucho —dijo por fin, dándole un beso en la suave mejilla a Cleo.
—Oh, ¿así que eso es lo que te preocupa?
—Ajá, sí, quizá sí. —Volvió a besarla, sintiendo cada vez más el agradable efecto embriagador de aquel enorme Martini—. Que te quiero y que nunca me canso de ti.
—Es que no leíste lo que decía en el frasco —dijo ella, sonriendo—: «Úsese a Cleo con moderación».
—Soy un tío. No leo las instrucciones.
Se la quedó mirando a los ojos unos momentos, y luego le miró el resto de la cara. Era cierto lo que había leído: algunas mujeres podían ponerse aún más guapas con el embarazo. Ella estaba más encantadora que nunca.
—Sí, bueno, pues yo soy mujer, así que leo las instrucciones y las etiquetas. Pero, por suerte para ti, me perdí la que decía: «Liarse con el superintendente Roy Grace puede ponerle peligrosamente caliente».
—Yo creo que debí de perderme una similar sobre ti.
—¿Ah, sí? —dijo ella, inclinándose y besándole en los labios. Luego bajó la mano, entre las piernas de él, y le presionó, provocándole—. ¿Y qué vas a hacer al respecto?
—Pensaba que…, ya sabes…, que se suponía que no debíamos…
—No vamos a hacerlo, superintendente —dijo ella, con una gran sonrisa—. Bueno, no exactamente. ¿Tienes hambre?
—No, solo estoy caliente.
Ella volvió a besarle y, un momento más tarde, dijo:
—Dime una cosa.
—¿Qué?
—Cuando hacías el amor con Sandy, ¿en qué pensabas? Quiero decir… ¿en quién pensabas?
—¿En quién?
—¿Siempre pensabas en ella, era su cuerpo desnudo el que te excitaba? ¿O pensabas en otras mujeres?
—De eso hace mucho tiempo.
Ella le besó en los ojos.
—No me vengas con evasivas. Me interesa saberlo.
Él se encogió de hombros.
—Supongo que al principio pensaba siempre en ella. Pero probablemente luego pensara también en otras mujeres.
—¿En quién?
—No me acuerdo.
—¿En estrellas del cine? ¿En modelos?
—Alguna.
—¿Y cuando hacemos el amor nosotros? No puede resultar muy atractivo hacerle el amor a una mujer rolliza con los pechos cubiertos de venas azules. ¿Con quién fantaseas ahora?
—Contigo —dijo él—. Tú me pones a mil por hora.
—Estás mintiendo, Grace.
—¡En absoluto!
—¿Sí? ¡Demuéstramelo!
Él le cogió la mano derecha y se la bajó lentamente hasta la entrepierna. Cleo abrió los ojos, sorprendida, y sonrió, provocativa.
—¿A ti qué te parece? —dijo él, por fin.
Ella volvió a besarle.
—¡A mí me parece que esto no va a quedar así, amor mío!