15
—¡Estamos jodidos! —exclamó Maxim Brody, hundido.
Larry Brooker, sentado en su butaca de primera clase, se pegó el teléfono aún más contra la oreja.
—¿Por qué? ¿Qué quieres decir, Max?
—Acabo de hablar con el agente de Gaia. No puede actuar.
—¿Qué quieres decir con eso de que no puede actuar?
—La compañía de seguros no la deja ir a Inglaterra —respondió Brody, en un tono aún más derrotista que antes.
—¡Bueno, pues, en el peor de los casos, lo grabamos todo aquí, en Los Ángeles!
—Señor —insistió la azafata—, tiene que apagar eso.
—Sí, claro, Larry —dijo Brody—. Ahora construiremos una réplica del Royal Pavilion de Brighton en los estudios de Universal, ¿no? ¿Con nuestro presupuesto? ¿Vamos a recrear la maldita ciudad de Brighton entera?
—Ahora mismo salgo para Nueva York, para reunirme con nuestro agente, Peter Marshall, de la DeWitt Stern. Él podrá…
La azafata, malhumorada, extendió la mano con gesto imperativo.
—Señor, lo siento, pero tendré que quitarle el móvil durante el vuelo si no lo apaga.
—¿Sabe quién soy yo? —le gritó él.
La chica frunció el ceño.
—¿Es que tiene problemas de memoria, señor? —Echó un vistazo a la lista de pasajeros que llevaba en la otra mano—. ¿Asiento 2B? ¡Pues es usted el señor Larry Brooker! ¿Le sirve eso de ayuda, señor?
Brooker, frustrado, apretó los puños.
—¡Por Dios!
—Dios está sobrevalorado, pero estoy segura de que podremos encontrarle un capellán para que le asista, si quiere.
Larry Brooker apuró la copa de champán antes de que aquella zorra se la llevara.
Luego se quedó sentado, masticando su rabia en silencio, mientras el avión se ponía en marcha y avanzaba a trompicones. Su cerebro se debatía entre imágenes de la bruja de la azafata en la que él mismo la destripaba siguiendo un macabro ritual, y la perspectiva de salvar su película, que parecía haber entrado en caída libre. Tenían a Gaia, una de las estrellas más rentables del mundo. Y ahora contaban también con el protagonista, un actor de segunda que sustituiría al imbécil de Matt Duke, después de que este se pusiera de coca hasta las cejas y se estrellara con su coche. Tenían al director, el veterano Jack Jordan, nominado por la Academia dos veces, toda una diva que tenía fama de intratable, pero que había aceptado el proyecto con ganas, porque probablemente lo viera como su última oportunidad de hacerse con un Óscar.
No iban a dejar que una maldita compañía de seguros se les cagara en los pantalones y se lo cargara todo. De ningún modo.
Ni soñarlo, colega.
Pidió un bloody mary en cuanto empezaron a servir bebidas, tras el despegue. Y luego otro. Y otro más. Luego un poco de vino con la comida, hasta que por fin reclinó el asiento y se dejó llevar por el sopor.
A las ocho de la mañana salió del avión, caminando con torpeza, con su neceser en una mano y una botella de agua en la otra, perfectamente consciente, como cada vez que hacía aquel viaje, de los motivos por los que era conocido como el «Especial Ojos Rojos». Tenía la boca seca y sentía la cabeza como si se estuviera disputando el título de los pesos pesados en su interior.
Una hora más tarde, antes de descender de la limusina, cogió otra botella de agua cortesía de la casa y entró en el edificio del 420 Lexington Avenue, sede central de la aseguradora DeWitt Stern. Él había trabajado con uno de sus altos ejecutivos, Peter Marshall, en producciones anteriores. Marshall era un buen tío, que nunca le había fallado. Su misión en aquel momento era intentar convencerle de que no se dejara intimidar por una nimiedad como un atentado contra la vida de Gaia Lafayette. Iban a filmar en Inglaterra. Era el Reino Unido, por Dios, el lugar más seguro de toda la maldita Tierra. Si alguien quisiera matar a Gaia de verdad, ¿en qué otro lugar iba a estar más segura que en un país sin armas?
Marshall estaría de acuerdo. Era un tipo listo, lo pillaría enseguida.
Larry se puso un caramelo de menta sin azúcar en la boca para disimular el olor a alcohol de su aliento. Luego salió del ascensor y se dirigió al mostrador de recepción con una cálida sonrisa en el rostro.
Su sonrisa irresistible.