11
El sargento Branson, que tenía treinta y tres años y medía metro noventa de estatura, hacía esfuerzos por meter su cuerpo de gorila de discoteca en aquel traje protector de papel blanco.
—¿Qué te pasa a ti con los fines de semana, jefe? ¿Cómo es que siempre consigues que te los jodan, y de paso me los jodan a mí?
A Grace, de pie a su lado, junto al maletero abierto del Ford Focus plateado de la policía, tampoco le estaba resultando sencillo ponerse aquel traje protector sobre la ropa. Se giró hacia su protegido, que llevaba una americana marrón impecable, una camisa blanca aún más impecable, una llamativa corbata y unos mocasines marrones.
—Menos mal que no decidiste dedicarte a la agricultura, Glenn —dijo Grace—. No sé cómo te quedaría la ropa, pero desde luego no sería tu estilo.
—Bueno, algunos de mis antepasados fueron recolectores de algodón —respondió Branson, con una gran sonrisa burlona.
Grace se quedó pensando: Branson tenía razón en lo de los fines de semana. Daba la impresión de que todos los asesinatos de aquella ciudad tenían que producirse cuando ya tenía el fin de semana organizado.
Como en ese momento.
—¿Qué tenías pensado hacer, colega?
—Iba a estar con los chicos. Es uno de los pocos fines de semana que Ari me permite tenerlos. Pensaba llevármelos a Legoland. Ahora tendrá una cosa más que utilizar en mi contra.
Estaba en pleno divorcio, y no era fácil. Su esposa, Ari, que tanto le había animado en otro tiempo a que entrara en la policía, estaba utilizando la imprevisibilidad de su horario como una excusa más para no acordar un calendario para estar con sus hijos. Grace se sintió un poco culpable. Quizá no debía haber pedido que le asignaran a Branson. Pero él ya sabía que aquel matrimonio estaba condenado, pasara lo que pasara. El mejor favor que podía hacerle a su amigo era asegurarse de que su carrera profesional no se viera afectada.
—¿Crees que tener el fin de semana libre habría contribuido a salvar tu matrimonio?
—No.
Grace esbozó una sonrisa.
—¿Y entonces?
—¿Has visto esa peli de dibujos, Evasión en la granja?
Él sacudió la cabeza.
—Siempre has vivido encerrado en tu corral.
—Habría mucho sexo en esa peli, ¿no? —replicó Grace, burlón.
—Sí, claro.
Se pusieron las máscaras, las capuchas y los guantes protectores, firmaron en el cuaderno del agente de guardia y pasaron por debajo del precinto policial, azul y blanco. Hacía un día claro pero con viento. Estaban en lo alto de una colina, rodeados de kilómetros de campos de cultivo, y al sur, en el horizonte, se distinguía el brillo azul de las aguas del canal de la Mancha, más allá de los Downs.
Se acercaron hasta un corral alargado de una sola planta, con paredes de madera y una hilera de ventiladores que cubrían todo el techo. Al lado se levantaban dos altos silos de acero. Grace empujó la puerta y entraron en aquel espacio con iluminación artificial y un hedor a animales encerrados en el que miles de gallinas protestaban con sus cacareos.
—¿Has comido huevos para desayunar, colega? —preguntó Branson.
—Pues no, de hecho he comido copos de avena.
—Supongo que a tu edad hay que cuidar el colesterol. ¿Con leche descremada?
—Cleo me está introduciendo en el mundo de la soja.
—Te ha puesto el pie encima y te tiene dominado.
—Es que tiene unos pies muy bonitos.
—Así empiezan todas las relaciones. Una cara bonita, unos pies bonitos, todo muy bonito. Adoras cada centímetro de su cuerpo, y ella adora cada centímetro del tuyo. Pasan diez años, y a los dos os cuesta recordar una sola cosa del otro que os gustara. —Branson le dio una palmadita en el hombro—. Eso sí, tú disfruta mientras puedas.
Grace se detuvo y Branson se paró a su lado.
—Oye, no te pongas cínico. No es lo tuyo.
—Solo soy realista.
Grace meneó la cabeza.
—Tu esposa se esfumó el día de su trigésimo cumpleaños, después de varios años juntos, ¿verdad? —dijo Branson.
—Ajá. Llevábamos diez años.
—¿Aún la querías?
—Tanto como el primer día. Más.
—A lo mejor eres una excepción.
Grace se lo quedó mirando.
—Espero que no.
Branson le miró a la cara, con los ojos llenos de dolor.
—Sí, espero que no. Pero es doloroso. Yo pienso en Ari y en los niños constantemente, y me duele muchísimo.
Grace miró al suelo del corral, de rejilla metálica, una parte de la cual estaba levantada. Distinguió al corpulento David Green, jefe de la Unidad de Rastros Forenses; a tres agentes de la Científica, entre ellos el robusto fotógrafo James Gartrell; al sargento Simon Bates, al inspector de guardia Roy Apps y al secretario judicial Philip Keay.
—¡Venga, al baile! —dijo Grace, avanzando por la rejilla.
—No estoy muy seguro de tener ganas de marcha —objetó Branson.
—Pues mira, creo que el cadáver y tú ya tenéis algo en común.