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Eric Whiteley recordaba cada segundo, como si fuera ayer mismo. Todo aquello le volvía a la mente cada vez que veía una noticia sobre acoso escolar, y ahora mismo sentía la cara congestionada. Aquellos diez niños sentados en el muro gritándole «¡Afi! ¡Afi! ¡Afi!» mientras él pasaba. Los mismos diez niños que se ponían siempre sobre el murete de ladrillo desde el inicio del segundo curso en aquel colegio que tanto odiaba, treinta y siete años antes. La mayoría tenían catorce años (uno más que él), pero un par de ellos, los más engreídos, eran de su edad y de su clase.
Recordaba la bolita de papel que le había dado en el cogote y a la que no había hecho caso, mientras él seguía caminando hacia la residencia, agarrando con fuerza los libros de Matemáticas y de Química que necesitaba para las clases de la tarde. Entonces recibió el duro impacto de un guijarro, que le dio en la oreja, y uno de ellos, que sonaba como Speedy González, gritó: «¡Buen disparo!», y todos se rieron.
Él había seguido adelante, aguantando el dolor, decidido a no frotarse la oreja hasta desaparecer de su vista. Tenía la sensación de que le habían hecho una herida.
—¡Afi se ha quedado de piedra! —gritó uno, y los demás volvieron a reírse.
—¡Eh, Afi, reacciona, que te has quedado de piedra! ¡A ver si te la vas a pegar contra la pared! —gritó un tercero, y se oyeron aún más risas y burlas.
Aún recordaba cómo había tenido que morderse el labio para aguantar el dolor, para reprimir las lágrimas mientras seguía por el paseo arbolado, sintiendo el calor de la sangre que le caía por el cuello. El recinto del colegio, con las aulas y los campos de juego, quedaba atrás. Por aquel paseo estaban las feas residencias del internado, grandes bloques victorianos en los que se alojaban entre sesenta y noventa alumnos, algunos en dormitorios y otros en habitaciones individuales o dobles. La Hartwellian, donde se hospedaba él, estaba justo delante.
Recordaba pasar junto a la entrada a la casa del encargado, girar y rodearla. Por suerte no había ningún chico por ahí que pudiera verle llorar. No es que le importara demasiado. Sabía que no valía para nada y que nadie se fijaba en él.
Afi.
Aburrido. Feo. Inútil.
Los otros chicos se habían pasado el curso anterior —su primer año en el colegio— llamándole así. Un día, John Monroe, que se sentaba justo detrás de él en Geografía, le había estado incordiando, dándole con la regla en la espalda:
—¿Sabes cuál es tu problema, Whiteley? —dijo, subrayando cada palabra con un toquecito con la regla.
Cada vez que se giraba, obtenía la misma respuesta.
—Eres jodidamente feo y no tienes personalidad. Ninguna chica se fijará en ti. Ninguna, en la vida. ¿Te das cuenta?
Y recordaba la cara de caballo de Monroe y su sonrisa socarrona.
Al final dejó de girarse. Pero Monroe seguía dándole con la regla, hasta que el señor Leask, el profesor, le vio y le ordenó que parara. Cinco minutos más tarde, cuando el profesor se puso a dibujar un diagrama de los sustratos del suelo en la pizarra, Monroe empezó de nuevo con la regla.