9

Larry Brooker conducía su Porsche negro descapotable, avanzando a trompicones por entre el tráfico de la hora punta. Era un 911 Carrera 4-S, y le gustaba nombrarlo a todo el que lo quisiera oír. Tenía que asegurarse de que la gente se enteraba de que se había comprado el 4-S, y no el 2-S, algo más barato, y que se había gastado unos veinticinco mil dólares extra en el freno cerámico. Detalles. Era un hombre de detalles. Los detalles no solo eran para el diablo. Los dioses del éxito también se fijaban en los detalles. Tenía que demostrar que era un ganador; la gente de su ramo no tenía tiempo para los perdedores.

Estaba hablando por el móvil, con una sonrisa que brillaba al sol de la mañana. Los ojos, enrojecidos tras una noche sin dormir, quedaban ocultos tras sus Ray-Ban, y su cráneo afeitado mostraba un sano bronceado californiano. Tenía cincuenta años, era bajo y delgado y hablaba rápido, marcando las sílabas; como un vídeo a cámara rápida.

Para los ocupantes de otros vehículos que avanzaban poco a poco, a su lado, tenía todo el aspecto del típico pez gordo del mundo del espectáculo de Los Ángeles. Pero, en el interior de aquel espacio protegido que era la carlinga tapizada de cuero de su Porsche, las cosas eran muy diferentes. Sus vaqueros raídos casi le venían grandes, de lo encogido que estaba. El sol brillaba en Ventura Boulevard y sobre su reluciente calva, pero desde luego no en su corazón. El sudor le caía por el cuello, haciendo que la camisa John Varvatos se le pegara al asiento. Aún no eran ni las nueve de la mañana y ya estaba empapado. Iba a ser un día duro, y no solo por el bochorno.

Había quien a Los Ángeles la llamaba Tinseltown, «la ciudad del oropel», porque allí casi todo era ilusorio, como los liftings de las estrellas que ya estaban de capa caída. Nada era permanente. Y, desde luego, en aquel momento no había nada permanente en la vida de Larry Brooker.

Siguió hablando por teléfono todo el camino hasta llegar a Universal Boulevard, y no paró ni siquiera cuando llegó al puesto de seguridad de los estudios. Aunque el viejo amargado que estaba de guardia le había visto mil veces, se lo quedó mirando como si fuera una caca de perro que hubiera llegado a la orilla arrastrada por la corriente, y así era como se sentía aquella mañana. El vigilante siguió el ritual de preguntarle el nombre y luego comprobó la lista, para después hacerle un gesto algo más respetuoso y abrir la barrera.

Larry aparcó en una de las plazas reservadas con la inscripción: «Reservado para Brooker Brody Productions».

Tal como sabía cualquier productor que tuviera oficina de uso gratuito en un estudio, uno es todo lo bueno que sean sus últimas producciones, y, a menos que se tenga la talla de Spielberg, nada garantiza la permanencia.

Colgó y se tragó un «¡vaya mierda!» que no llegó a decir en voz alta. El interlocutor de la llamada era Aaron Zvotnik, un empresario californiano que había ganado miles de millones con Internet y que había financiado sus tres últimas producciones. Ahora le acababa de exponer los motivos por los que esta iba a ser la última. Una forma ideal de empezar el día: que te quiten una financiación de cien millones de dólares.

Pero no es que pudiera echarle la culpa a Zvotnik. Las tres últimas películas habían sido un fracaso. Beso de sangre, en un momento en que las películas de vampiros no daban más de sí. Factor Génesis, cuando el mundo ya estaba aburrido de secuelas del Código Da Vinci. Y, más recientemente, el gran bluf de ciencia ficción Omega 3-2-1, que había tenido un presupuesto disparatado.

Anteriormente, tres costosos divorcios habían hecho mella en sus finanzas. La mayor parte de su casa era propiedad del banco. La financiera de su vehículo estaba intentando arrebatarle el Porsche. Y el abogado de su cuarta esposa intentaba quitarle a los niños.

Veinte años antes, tras su primer gran éxito, Beach Baby, todas las puertas de la ciudad se le abrían antes incluso de llegar. Ahora, tal como solía decirse en Hollywood, no tenía ni para ir a la cárcel. Aquel lugar no perdonaba. De ahí el viejo proverbio: «Sé amable con la gente cuando la vida te sonría… porque nunca sabes a quién vas a necesitar cuando vayas de bajada».

Pero por aquello no tenía que preocuparse. Cuando ibas de bajada en la ciudad del oropel, no importaba lo amable que hubieras sido con nadie. Te convertías en un apestado. En alguien a quien no devolver las llamadas. En un nombre garabateado en un post-it que acababa en la papelera. Te convertías en aire.

Los productores de cine como él eran como jugadores profesionales. Y todos los jugadores profesionales creen siempre que la suerte les va a cambiar la próxima vez que tiren los dados o que salga rodando la bolita por la ruleta. En aquel preciso momento, Larry Brooker no solo lo creía: lo sabía. El discurso del rey había sido un fenómeno mundial. La amante del rey también lo sería. Solo de pensar en el título ya le daban escalofríos de emoción. ¡Por no hablar del guion, que era fantástico!

Aquello tenía que funcionar.

El rey Jorge IV. Un espléndido Brighton, exteriores en Inglaterra. Sexo, intrigas, escándalo. No había que ser un genio para verlo. Habían negociado con Bill Nicholson, que había escrito Gladiadores, para que puliera el guion. Los diálogos de Nicholson eran brillantes. Todo en aquel proyecto era brillante. Jorge IV había vivido a lo grande, era amigo de Beau Brummell, vividor y hombre de mundo. Le gustaba ir a los combates de lucha y a las peleas de gallos, y no tenía problemas en mezclarse con los bajos fondos: era un hombre de su tiempo (o por lo menos eso decía el guion).

Se vio arrastrado a un matrimonio concertado, y las primeras palabras que le dijo el monarca a su compañero de correrías al ver a su prometida fueron: «¡Por el amor de Dios, amigo, dame una copa de brandy!».

Ya estaban en fase de preproducción, pero el proyecto corría el riesgo de venirse abajo por el mismo motivo por el que muchas producciones no acaban de recibir luz verde: el elenco de actores.

Brooker entró en la primera planta de aquel bloque de aspecto avejentado, donde estaban sus oficinas. Su secretaria, Courtney, inclinada sobre la máquina del café como un flexo, llevaba una faldita corta que dejaba a la vista sus finas piernas enfundadas en unos pantis. Aquello le despertó un repentino deseo carnal, a pesar de las promesas que se había hecho. La había contratado porque le gustaba muchísimo, pero hasta ahora no había conseguido nada con ella, entre otras cosas porque la chica tenía un novio como un armario que, como casi todo el mundo en aquella ciudad, buscaba su oportunidad en el cine.

La saludó con un alegre «Hola, guapa. Me muero por un café» y entró en su despacho, que era como una gran caja con olor a rancio, decorada con una bomba de gasolina BP de tamaño natural, un milloncete, varias macetas con plantas algo mustias y carteles de sus películas enmarcados. La ventana daba al aparcamiento.

Colgó su chaqueta Armani en una silla y se quedó de pie unos minutos, junto a la mesa, revisando el correo electrónico y el montón de post-its con mensajes. Sabía que era su última oportunidad, ¡pero qué oportunidad! Tenían a una gran estrella protagonista, pero les faltaba el actor que le sirviera de contrapunto. Aquello era lo único que importaba ahora mismo: encontrar a aquel hombre. Y eso era un gran problema. Tenían preparado a Matt Duke, el hombre del momento. Estaba a punto de firmar, pero dos noches antes se había puesto de coca hasta las cejas y se había estrellado con el coche en Mulholland Drive, y ahora le esperaban meses en el hospital, con múltiples fracturas y lesiones internas. ¡Maldito capullo!

Y ahora todo eran prisas para encontrarle un sustituto. La actriz protagonista, Gaia, tenía fama de difícil y exigente, y mucha gente se negaba a trabajar con ella. Si no empezaban a rodar dentro de tres semanas, los compromisos de la diva no dejarían tiempo para el rodaje y tendrían que esperarla otros diez meses. Eso, sencillamente, no podía ser; no disponían de margen para sobrevivir tanto tiempo.

Se sentó en el mismo momento en que su socio, Maxim Brody, entraba pesadamente en la habitación, apestando a humo como siempre. Parecía soportar una resaca terrible, y llevaba en la mano un café Starbucks del tamaño de un cubo. Mientras Larry Brooker, a sus cincuenta años, podría parecer una década más joven de lo que era, Brody, que tenía sesenta y dos, parecía tener diez más. Había sido abogado, y su cabello ralo, sus ojos llorosos y su gran mandíbula de sabueso le daban el aire de alguien que se pasa la vida cargando con los problemas del mundo.

Maxim, vestido con un polo rosa, vaqueros holgados y unas deportivas viejas, paseó la mirada a su alrededor con gesto desconfiado, como solía hacer, como si no se fiara de nada ni de nadie. Se sentó en el sofá que había en medio del despacho y bostezó.

—Tally te deja agotado, ¿eh? —dijo Brooker, incapaz de resistirse a la tentación de tomarle el pelo.

Brody se había casado por quinta vez, esta vez con una jovencita de veintidós años con unos pechos descomunales y un cerebro más pequeño que sus pezones, una aspirante a actriz que había conocido cuando era camarera en Sunset Boulevard.

—¿Tú crees que podría interpretar a la esposa oficial de Jorge IV?

—La esposa de Jorge IV era un cardo.

—¿Y qué?

—Vuelve a la realidad, Max.

—Solo era una idea.

—Ahora mismo necesitamos al actor protagonista. Necesitamos al maldito rey Jorge.

—Ya.

—Ya. ¿Estás aquí? ¿En el planeta Tierra?

Brody asintió.

—He estado pensando.

—¿Y?

Brody se sumió en uno de sus habituales silencios, que enfurecían a Brooker, porque nunca sabía si su socio estaba pensando o si su cerebro abotargado por las drogas había perdido el hilo momentáneamente. Sin el actor protagonista, toda la producción corría el riesgo de irse al garete, y el negocio les explotaría en las manos. En la época de la película, Jorge IV tenía poco menos de treinta años, y Maria Fitzherbert era seis años mayor. Así que Gaia era perfecta, aunque quizás algo delgada. Conseguir un actor principal de las características adecuadas y que fuera inglés, o que pudiera pasar por tal, estaba resultando aún más duro de lo que habían previsto. Se les estaban acabando las opciones. En su desesperación, habían ampliado el rango de búsqueda. ¡No estaban haciendo un biopic, por Dios! Aquello era una película, ficción. Jorge IV podía tener la edad o la nacionalidad que ellos quisieran. Además, ¿acaso toda esa realeza británica no era de origen extranjero?

Tom Cruise no estaba disponible. Colin Firth había dicho que no, al igual que Johnny Depp, Bruce Willis y George Clooney. Incluso habían intentado darle otro enfoque y le habían hecho una oferta a Anthony Hopkins, que había respondido con un seco «no» por medio de su agente. Aquello completaba la lista de los nombres más comerciales aptos para el proyecto, con lo que habían tenido que ampliar el radio de búsqueda. Ewan McGregor no quería trabajar fuera de Los Ángeles mientras sus hijos fueran pequeños. Clive Owen no estaba disponible. Y Guy Pearce tampoco.

—Gaia Lafayette se tira a un tiarrón. ¿Y si lo tanteamos? —propuso Brody, de pronto.

—¿Sabe actuar?

Brody se encogió de hombros.

—¿Y Judd Halpern?

—Es un borracho.

—¿Y qué? Mira, si contamos con Gaia como protagonista, ya tenemos la película vendida. ¿A quién le importa quién narices hace de Jorge IV?

—En realidad sí que importa, Maxim. Necesitamos a alguien que sepa actuar.

—Halpern es un gran actor: simplemente tenemos que encargarnos de mantenerlo lejos de la botella.

Sonó el teléfono. Larry lo cogió.

—Tengo a Drayton Wheeler en línea —anunció Courtney—. Es la quinta vez que llama.

—¿Quién es ese? Estoy reunido.

—Dice que es muy urgente, que tiene que ver con La amante del rey.

Tapó el auricular con la mano y se giró hacia su socio.

—¿Conoces a un tal Drayton Wheeler?

Brody negó con la cabeza, concentrado en la difícil tarea de quitarle la tapa a su gran vaso de café.

—Pásamelo.

Un momento más tarde, una voz al otro lado de la línea, agresiva y rabiosa, dijo:

—Señor Brooker, ¿es que no lee el correo electrónico?

—¿Con quién hablo?

—Con el escritor que le envió la idea de La amante del rey.

Larry Brooker frunció el ceño.

—¿Me la envió usted?

—Hace tres años. Le envié una propuesta. Le dije que era una de las historias de amor más grandes del mundo de las que no se había hablado hasta ahora. Según dicen en Variety y The Hollywood Reporter han iniciado la producción. Con un guion basado en una propuesta que me robó.

—Eso no lo creo, señor Wheeler.

—Esa historia es mía.

—Mire, dígale a su agente que me llame.

—No tengo un maldito agente. Por eso le estoy llamando yo.

Aquello era lo último que necesitaba: un capullo intentando sacar tajada de su producción.

—En ese caso, dígale a su abogado que me llame.

—Le estoy llamando yo. No necesito pagar un abogado. Usted escúcheme. Me ha robado la historia. Quiero que me pague.

—Pues denúncieme —respondió Brooker, y colgó.