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El esqueleto, incompleto, yacía sobre la mesa de acero, bajo el haz de luces de la sala de autopsias. El superintendente Roy Grace contemplaba el cráneo, con aquella mueca escalofriante que parecía una burla, como si quisiera dar una estocada final. «¡Adiós, mundo cruel, ya no me puedes hacer más daño! ¡Me voy! ¡Me largo de aquí!».
A Grace le faltaban apenas ocho semanas para cumplir cuarenta años, y llevaba veintiuno en la policía de Sussex. Medía casi metro ochenta, y se mantenía en forma gracias a su inalterable rutina de ejercicio. El cabello, de color rubio, lo llevaba corto y engominado por indicación de su gurú de la moda, Glenn Branson, y su nariz, rota a causa de una escaramuza en sus tiempos de agente de calle, le daba un aire de boxeador retirado. Su esposa, Sandy, que llevaba desaparecida casi una década, le había dicho una vez que tenía los ojos de Paul Newman. Aquello le gustaba mucho, pero nunca se lo había creído demasiado. Él se consideraba un tipo normal, nada excepcional, que hacía un trabajo que le encantaba. Aun así, a pesar de los años que llevaba trabajando en Homicidios, los cráneos humanos aún le producían escalofríos.
La mayoría de los agentes de policía afirmaban que acababan acostumbrándose a los cadáveres, en cualquier forma, y que no les afectaban lo más mínimo, salvo si eran de niños. Pero a Grace cada cadáver que hallaba le afectaba, incluso después de todos aquellos años. Porque cada cuerpo sin vida había sido una persona querida por su familia, por sus amigos, por su pareja, aunque solo fuera fugazmente.
Al inicio de su carrera se había prometido no convertirse nunca en un cínico. Sin embargo, a algunos de sus colegas, el cinismo, combinado con el humor negro, les servía de caparazón emocional. De defensa para no perder la cordura en aquel trabajo.
Todos los miembros del muerto que habían podido recuperar hasta el momento habían sido colocados con toda precisión por la arqueóloga forense, Joan Major. De pronto se le ocurrió la irreverente idea de que era como un mueble empaquetado por piezas procedente de una tienda de bricolaje, pero al que le faltaran unos cuantos elementos.
La Operación Violín, de la que era el oficial al mando, estaba en su última fase. Se trataba de dos asesinatos y un secuestro por venganza. El principal sospechoso, que había sido identificado por la policía de Nueva York como un conocido asesino a sueldo de la Mafia, había desaparecido. Era posible que se hubiera ahogado al intentar huir, pero también era posible que hubiera abandonado el país. Grace tenía claro que podía estar en cualquier lugar del mundo, con cualquiera de los alias que solía usar o, probablemente, con uno nuevo.
Habían pasado cuatro semanas desde la desaparición del sospechoso, y la Operación Violín había entrado en una fase lenta. Aquella semana, Grace volvía a ser el oficial superior de guardia, y había dado permiso a la mayoría de su equipo, quedándose solo con un retén para mantener el contacto con Estados Unidos. Pero aún quedaba un elemento de la operación por resolver, y era el que tenía ahora mismo delante. Para unos restos humanos completamente descompuestos y limpios, como era el caso de aquel esqueleto, lo de la fase lenta no contaba. La Unidad Especial de Rescate había tardado una semana en rastrear hasta el último centímetro del enorme túnel y de los pozos de inspección adyacentes, así como en extraer los restos, algunos de los cuales habían sido esparcidos por los roedores.
El patólogo asignado por el Ministerio del Interior, el doctor Frazer Theobald, había realizado la mayor parte del análisis forense in situ, antes de trasladar los restos al depósito, la noche anterior, y no había podido llegar a ninguna conclusión sobre la causa de la muerte. Se había marchado hacía unos minutos. Sin restos de carne ni fluidos corporales, en ausencia de indicios de lesiones en el cráneo o los huesos, como marcas de instrumentos contundentes, de un cuchillo o de una bala, las posibilidades de determinar la causa de la muerte eran mínimas.
En la sala quedaban varios miembros del equipo de investigación, vestidos, como él, con uniformes verdes. Cleo Morey, la prometida de Grace, que estaba embarazada de treinta y dos semanas, era la técnica jefe en patología anatómica forense, término oficial con que se denominaba a la forense a cargo del depósito. Su delantal de PVC verde cubría su abultado vientre. Cleo sacó un cuerpo envuelto en una funda de plástico blanca deslizando un cajón refrigerado de la pared, lo colocó sobre una camilla y se lo llevó a otra zona de la sala, para prepararlo para la autopsia.
Philip Keay, secretario del juzgado de instrucción, un hombre alto y delgado, de rostro atractivo, cabello moreno corto y cejas pobladas, seguía allí, solo para que se pudiera decir que había estado en el lugar en cuestión, aunque en aquel momento estaba muy ocupado con su BlackBerry.
Aquella fase de la investigación, que se centraba en intentar determinar la identidad del muerto, la dirigía Joan Major, una mujer de aspecto agradable, con una larga melena castaña, gafas modernas y una actitud en el trabajo eficiente pero silenciosa. Grace había trabajado ya varias veces con ella, y siempre le había impresionado su profesionalidad. Incluso para alguien con su experiencia, los esqueletos siempre tenían el mismo aspecto. Pero para Joan Major, cada uno era diferente.
Joan iba dictando sus observaciones a la grabadora, en voz baja pero con la suficiente claridad como para que cualquiera que quisiera pudiera oírlo. Empezó por el cráneo.
—Arcos superciliares prominentes. Frente inclinada. Órbita superior redondeada. Gran apófisis mastoidea. Arco zigomático alargado hacia atrás. Cresta nucal prominente.
Entonces pasó a la pelvis.
—Muesca ciática estrecha. Foramen obturador ovalado. Hueso pubis más corto. Ángulo subpúbico estrecho. Concavidad subpúbica ausente. Sacro curvado.
Grace escuchaba atentamente, aunque gran parte de lo que decía la forense era demasiado técnico para él. Estaba cansado y contuvo un bostezo, al tiempo que miraba el reloj. Eran las 11.45 de la mañana, y no le habría ido nada mal otro café. La noche anterior había estado despierto hasta tarde, jugando su partida semanal con los chicos (había acabado ganando cuarenta libras). Habían sido unas semanas agotadoras, y no veía la hora de llegar a casa a comerse un curry con Cleo, relajarse y ver un rato la típica telebasura de los viernes…, para acabar, como siempre ocurría, dormido mientras veía su programa de entrevistas favorito, el de Graham Norton. Y, curiosamente, no tenían planes para el fin de semana, lo que era un lujo. Tenía muchas ganas de pasar tiempo a solas con Cleo, disfrutando de esas preciosas últimas semanas antes de que les cambiara la vida para siempre, tal como le había advertido su colega Nick Nicholl, que había sido padre recientemente. Al principio habían pensado en celebrar su boda antes del nacimiento del niño, pero el trabajo y el proceso para declarar a Sandy legalmente muerta había hecho que se retrasaran. Ahora tenían que hacer nuevos planes.
También necesitaba un respiro, después de las últimas semanas de locos, y tiempo para dedicarse al montón de documentos del juicio de un caso de películas snuff relacionado con un ser especialmente nauseabundo al que había arrestado, un tal Carl Venner, cuyo juicio debía celebrarse al cabo de un par de semanas.
Volvió a concentrarse en las palabras de la arqueóloga forense. Pero, aunque quería evitarlo, al cabo de unos minutos volvía a pensar en Cleo. Unas semanas antes la habían tenido que ingresar a causa de una hemorragia interna. Le habían advertido que no levantara peso, y a él le preocupaba verla moviendo aquel cuerpo y pasándolo a la camilla. Al trabajar en un depósito, era inevitable tener que mover peso. Y eso le asustaba, porque la quería muchísimo. Le asustaba porque, tal como le había dicho el médico, una segunda hemorragia podía poner en peligro tanto su vida como la del niño.
Se la quedó mirando mientras detenía la camilla junto al cadáver desnudo de una anciana que acababa de preparar. Le habían rebanado la coronilla, y el cerebro yacía en una bandeja de formica, sobre el pecho. En la gráfica de la pizarra blanca, en la pared, había espacios en blanco para tomar nota de las dimensiones y el peso de los órganos internos de la mujer. En lo alto, escrito a mano con rotulador negro, estaba su nombre: Claire Elford.
Aquel era un lugar macabro, y el trabajo era duro. Nunca había podido entender del todo por qué a Cleo le gustaba tanto. Ella era una belleza clásica, con su larga melena rubia recogida por higiene; daba la impresión de que encajaría más en una agencia de publicidad de Londres o en una galería de arte, o en una editorial, pero la verdad era que adoraba su trabajo. Roy aún no podía creerse su suerte, que, tras casi diez años de pesadilla, después de la desaparición de Sandy, hubiera encontrado el amor otra vez. Y con una mujer tan espectacular y divertida.
Solía pensar que Sandy era su alma gemela, a pesar de sus continuas discusiones. Pero desde el inicio de su relación con Cleo, la expresión «alma gemela» había adquirido un significado completamente diferente. Daría la vida por Cleo, sin duda.
Entonces, volviendo a fijar la atención en la arqueóloga forense, preguntó:
—Joan, ¿puedes darnos alguna indicación sobre cuál era su edad?
—Aún no puedo decirlo con mucha precisión, Roy —dijo ella, volviendo al cráneo y señalando—. La presencia de un tercer molar hace pensar que era adulto. La fusión de la clavícula medial sugiere que tenía más de treinta años. —Entonces señaló la pelvis—. La superficie auricular está en fase seis, lo que le situaría entre los cuarenta y cinco y los cuarenta y nueve. La sínfisis púbica está en fase cinco (eso es menos preciso, me temo), lo que le situaría en cualquier punto entre los veintisiete y los sesenta y seis años. El desgaste de los dientes corresponde más bien al extremo alto de ese rango de edad.
Señaló algunos puntos de la columna.
—Hay algunos osteofitos que también sugieren que se trata de un individuo de cierta edad. En cuanto a la raza, las medidas del cráneo hacen pensar en un caucásico, de origen europeo (o de la región europea), pero es difícil precisar más. Como observación general, las inserciones musculares pronunciadas, particularmente evidentes en el húmero, dan a entender que se trataba de un individuo fuerte y activo.
Grace asintió. Los restos óseos, junto a un par de botas de pesca del número cuarenta y tres algo mordisqueadas, habían sido descubiertos por casualidad en un túnel en desuso situado bajo el puerto principal de la ciudad, el de Shoreham. Grace ya tenía una idea bastante clara de quién era aquel hombre. Además, todo lo que le había dicho Joan Major se lo confirmaba.
Seis años antes, un capitán de la marina mercante estonia llamado Andrus Kangur había desaparecido después de atracar su barco de carga lleno de madera. La Europol llevaba varios años observando a Kangur, sospechoso de tráfico de drogas. La desaparición de aquel hombre no era necesariamente una gran pérdida para el mundo, pero eso no debía juzgarlo Roy Grace. Sabía que había un motivo probable. Según la información del Servicio de Inteligencia de la División, que, siguiendo un soplo, había tenido el barco bajo vigilancia desde su entrada en el puerto, Kangur había intentado jugársela al responsable de aquella carga, y no había sido muy listo a la hora de escoger a su rival: una destacada familia mafiosa de Nueva York.
Por las pruebas reunidas, y por lo que sabía Grace de su probable atacante, el desgraciado capitán había sido encadenado en aquella especie de mazmorra subterránea y le habían dejado allí, para que muriera de hambre o fuera pasto de las ratas. Cuando le encontraron, casi toda su carne y hasta los tendones y el pelo habían desaparecido. La mayoría de los huesos se habían ido amontonando unos encima de otros, o habían caído por el suelo, salvo los de un brazo y una mano, que colgaban intactos de una tubería de metal situada por encima y a la que estaban agarrados con una cadena y un candado.
De pronto sonó el teléfono de Roy.
Era un alegre y eficiente sargento de la comisaría de Eastbourne, Simon Bates:
—Roy, ¿eres el oficial al mando?
Inmediatamente, Grace se vino abajo. Ese tipo de llamadas nunca traían buenas noticias.
Había cuatro altos mandos en la División de Delitos Graves de la comisaría de Sussex, y estaban de guardia por turnos, una semana sí, tres semanas no. Su turno acababa el lunes a las seis de la mañana. «Mierda», se dijo.
—Sí, Simon, soy yo —contestó, con el entusiasmo con el que un paciente acepta que el dentista le extirpe la raíz de una muela. De pronto oyó un extraño ruidito en la línea, que duró unos segundos; algún tipo de interferencia.
—Tenemos una muerte sospechosa en una granja, en East Sussex.
—¿Qué datos me puedes dar?
El ruidito desapareció. Escuchó a Bates, abatido, viendo que el fin de semana se iba por el desagüe antes incluso de empezar. Cruzó una mirada con Cleo, que esbozó una sonrisa resignada, y al momento supo que entendía lo que pasaba.
—Voy para allá.
Colgó e inmediatamente llamó al secretario del comisario jefe, Trevor Bowles, para informarle de que parecía que tenían otro asesinato en el condado, y de que ya le llamaría más tarde para darle más detalles. Era importante mantener al comisario informado si aparecía un caso grave, igual que al subcomisario jefe y al subdirector de la división, para evitar correr el riesgo de que se enteraran de la noticia por un tercero o por los medios de comunicación.
A continuación llamó a su colega y amigo, el sargento Branson.
—Eh, colega, ¿qué pasa? —respondió Branson.
Grace esbozó una sonrisa al oírle hablando como un rapero, costumbre que había adoptado recientemente, de alguna película.
—Yo te diré lo que pasa: que nos vamos a la montaña.