6

¡Gaia iba a venir a Brighton! El gran icono volvía a la ciudad que la había visto nacer. La estrella viva más famosa de Brighton volvía a casa para interpretar a la mujer más famosa de la historia de la ciudad. Era una combinación divina. Un sueño para Gaia.

Y un sueño aún mayor para Anna Galicia. Su mayor fan.

¡Su fan número uno!

Solo Anna conocía el motivo real de la visita de Gaia. ¡Era para estar con ella! Las señales eran todas muy claras.

Inequívocas.

—Llega la semana que viene, Diva. ¿Qué te parece?

La gata se la quedó mirando sin ninguna expresión en el rostro.

La estrella más brillante del firmamento iba a llegar la semana siguiente. Anna estaría allí, en el hotel, para darle la bienvenida. Por fin, tras años adorándola, años de comunicación en la distancia, tendría ocasión de verla en persona. Quizás incluso de tocarle la mano. O, si las cosas iban realmente bien, quizá la invitara a su suite, para tomarse unas copas juntas… ¿Y luego?

Claro que nunca se sabía si a Gaia le iban más los hombres o las mujeres. Mostraba abiertamente cada nueva relación, yendo de un amante a otro, en busca de… esa persona especial. Había estado casada dos veces, con hombres, pero eso había sucedido mucho tiempo atrás. Anna seguía su vida por Internet, por televisión, en los periódicos y en las revistas. Y Gaia y ella llevaban años flirteando en secreto, en su lenguaje codificado. Su propio código secreto, que Gaia usaba como emblema para todo su merchandising. Un minúsculo zorro.

¡Zorro furtivo!

Gaia había ido enviándole cada vez más señales durante las últimas semanas. Anna guardaba las pruebas amontonadas en pilas de revistas y periódicos perfectamente ordenados, cada uno con su funda de celofán, en la mesa que tenía delante.

Había ensayado un millón de veces el momento en que por fin se encontrarían. Las dudas la corroían por dentro. ¿Debería empezar pidiéndole un autógrafo, para romper el hielo? Eso no sería mucho pedir, viniendo de su fan número uno, ¿no?

Claro que no.

¡Zorro furtivo!

Era bien sabido que Gaia adoraba a sus fans. Y nadie le tenía mayor devoción que ella. Se había gastado todo lo que había sacado de la venta de la casa de su difunta madre, y hasta el último penique que había ganado, en objetos de coleccionista relacionados con ella.

Anna siempre compraba los mejores asientos en los conciertos de Gaia en Inglaterra. Siempre se aseguraba de ser la primera en la cola, fuera en persona o en Internet. Había conseguido una entrada de primera fila para todas las noches en que Gaia había interpretado el musical ¡Santa!, sobre la vida de la Madre Teresa, que había arrasado en taquilla.

Y, por supuesto, siempre le enviaba a Gaia un correo electrónico de disculpa si no podía asistir por no haber podido conseguir entrada. Con sus mejores deseos. Esperando que le fuera bien la noche sin ella. Y, por supuesto, con su firma.

¡Zorro furtivo!

Anna se quedó sentada, sumida en sus ensoñaciones, en la habitación de su casita de Peacehaven, cerca de Brighton. En su santuario. ¡El museo de Gaia! Si respiraba hondo, bien hondo, pasando por alto los olores a cartón seco, a papel, plástico y abrillantador, casi le parecía que percibía el olor del sudor y el perfume de Gaia, de los trajes que había llevado su ídolo en diferentes conciertos, unos trajes que había comprado en subastas públicas con fines benéficos.

Cada centímetro de la pared estaba cubierto con imágenes y recuerdos de Gaia: pósteres autografiados, vitrinas, estantes con todos sus CD, un globo plateado que mantenía siempre perfectamente hinchado (con la inscripción GAIA EN CONCIERTO. SECRETOS OCULTOS, que había comprado dos meses antes, durante la última visita de la cantante al Reino Unido), entradas enmarcadas de todos los conciertos de Gaia a los que había asistido por todo el mundo, itinerarios completos de sus giras, botellas del agua mineral que bebía, así como una valiosa colección de perchas personalizadas con su monograma.

Por la habitación había varios maniquíes sin cabeza, cada uno con un vestido de Gaia, comprados en subastas por Internet, cubiertos con fundas transparentes para protegerlos (y, sobre todo, para preservar el olor y los aromas corporales de la estrella, que los había lucido en el escenario). Otras prendas de Gaia ocupaban cajas etiquetadas, envueltas en papel de seda.

También había una valiosa caña de pescar con la que habían fotografiado a Gaia para uno de los pósteres de MUJER DE GRANDES EXTERIORES, que Anna había enmarcado con gran mimo y colgado junto a la caña. La caña le recordaba a su padre, que solía llevarla a pescar cuando era una niña. Antes de que las abandonara a ella y a su madre.

Se quedó allí sentada, dando sorbitos a una copa con el cóctel que había preparado con el máximo esmero, siguiendo la receta publicada por la propia Gaia, un mojito con un toque de zarzamora, para proporcionarle un efecto saludable, y con un poco de guaraná, para darle más energía, mientras escuchaba el mayor éxito de su ídolo, que sonaba a todo volumen: «¡Aquí estamos, para salvar el planeta!».

Alzó la copa, brindando con una de sus imágenes favoritas, un primer plano de los labios, la nariz y los ojos de la estrella, con el título: GAIA, MUY PERSONAL.

Diva, su pequeña gata birmana, se apartó, arqueando el lomo, como si estuviera enfadada. A veces Anna se preguntaba si tendría celos de Gaia. Entonces se giró de nuevo, observando los recortes que había sobre la mesa, y se quedó mirando uno concreto, la sección «¡Pillados!» de la revista Heat. Era una foto de Gaia, con vaqueros negros y un top, comprando en Beverly Hills, en Rodeo Drive. El pie de foto decía:

¿GAIA COMPRANDO PARA SU NUEVO PAPEL?

Anna sonrió, emocionada. ¡Negro! ¡Gaia se había puesto ese color solo para ella!

«Te quiero, Gaia —pensó—. ¡Te quiero tanto! Y sé que tú lo sabes. Y, por supuesto, muy pronto te lo diré en persona, cara a cara, aquí, en Brighton. La semana que viene. Dentro de solo cinco días. Por favor, ve de negro también ese día».

¡Zorro furtivo!