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¡Las puertas se estaban abriendo!

¡Mierda!

Eso no se lo esperaba. Aquello le sobresaltó, y se puso a pensar a toda prisa. Recordó que había olvidado tomarse la medicación; la que le ayudaba a mantener los pensamientos cohesionados. ¿Quién saldría de la casa? Pensó que probablemente fuera un cambio de guardias de seguridad, pero la ocasión era demasiado buena como para dejarla pasar. ¿Y si era esa zorra en persona? Aunque, según la prensa, cuando salía a correr solía llevar más guardias de seguridad alrededor que el presidente de Estados Unidos.

Frenó de golpe, apagó el motor del Chevy y sacó la pistola del bolsillo delantero de los pantalones. Se quedó mirando hacia las puertas. Y vio la cegadora luz de los faros de un coche que salía de la vía de acceso y se paraba, a la espera de que la puerta se abriera lo suficiente como para poder salir a la calle.

Salió a la carrera, cruzó la calle y se coló por la puerta. Vio el Mercedes parado, esperando. Sintió el olor de los gases de escape mezclados con el aroma de la hierba recién cortada. El equipo de música reproducía una melodía machacona, ¡una canción de Gaia!

¡Qué detalle! ¡Oír su propia música en sus últimos momentos de vida! ¡Moriría al son de sus canciones! Aquello era de lo más poético.

El coche iba descapotado. ¡Y Gaia estaba al volante! ¡Iba sola!

«Te lo advertí, zorra».

El motor del gran Mercedes rugió, con su bum-bum-bum rítmico, musical. Una bestia de metal brillante a la espera de que su conductora pisara el pedal para salir corriendo como un rayo en medio de la noche. Las puertas seguían abriéndose, pesadamente, la derecha más rápido que la izquierda.

En un movimiento torpe, precipitado a pesar de todo lo que había entrenado, le quitó el seguro a la Glock. Luego dio un paso adelante.

—¡Te lo advertí, zorra! —exclamó. Lo dijo muy alto, para que pudiera oírle. Y vio la mirada de ella, desde las sombras del interior del coche, una mirada llena de preguntas.

La respuesta la tenía él, en su mano temblorosa.

Al acercarse, vio una expresión de miedo en su rostro.

Pero aquello no estaba bien, lo sabía. Debería dar media vuelta, olvidarlo, salir corriendo. ¿Corriendo a casa? ¿A casa, a aceptar su fracaso?

Apretó el gatillo y la explosión fue mucho más sonora de lo que se había imaginado. La pistola le dio un empujón, como si intentara soltarse de su mano, y oyó un golpe sordo, como si la bala hubiera impactado contra algo lejano. Ella seguía mirándole, con los ojos como platos, presa del terror. No tenía ni un rasguño. Había fallado.

Volvió a apuntar, acercando aún más la pistola. Ella levantó las manos, tapándose la cara, y en aquel momento él volvió a disparar. Esta vez algo salió volando de la parte trasera de su cabeza y parte de su cabello se erizó. Volvió a disparar, directamente a la frente, y en el centro le apareció un pequeño agujero oscuro. Cayó hacia atrás, temblando como un pez fuera del agua al que le hubieran dado un par de martillazos, sin apartar la mirada de su agresor. Un líquido oscuro brotaba del agujero, se deslizaba por su rostro y le caía por el puente de la nariz.

—Tendrías que haberme hecho caso —dijo él—. Tenías que haberme obedecido.

Entonces se giró y volvió corriendo a su coche, como una exhalación.