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Como buen granjero que era, el momento favorito del día de Keith Winter era la mañana. Le gustaba levantarse antes que el resto del mundo, y disfrutaba especialmente en aquella época del año, a principios de junio, cuando el sol salía antes de las cinco de la mañana.

Aunque aquel día en particular, había salido de casa con un peso en el corazón y había cruzado el breve trecho que le separaba del corral casi arrastrando los pies.

Consideraba que las gallinas Lohmann Browns eran las mejores ponedoras, motivo por el que tenía treinta y dos mil ejemplares de aquella variedad en particular. Al cuidarlas y alimentarlas con la máxima atención, al darles libertad de movimientos durante su corta vida, como hacía él allí, en la Stonery Farm, conseguía que sus huevos tuvieran un sabor notablemente mejor que el de cualquiera de sus competidores.

Tenía las aves en un entorno humano y sano, les proporcionaba el espacio que necesitaban, y las alimentaba con su dieta secreta de trigo, aceite, soja, calcio, sodio y un programa de vitaminas. A pesar de que aquella raza de gallinas era agresiva por naturaleza, y que podían llegar al canibalismo si tenían ocasión, él les tenía cariño, igual que todos los granjeros suelen tenerlo a los animales que les proporcionan el sustento.

El gallinero era un edificio seco, limpio y moderno de una sola planta, con una gran salida al exterior que se extendía unos cien metros por la finca, en las colinas al este del condado de Sussex. Junto al corral se levantaban unos silos de acero brillante que contenían el grano para las aves. Y más allá había dos camiones que habían llegado poco antes, a primera hora. Al lado había un tractor y utensilios agrícolas diversos, un contenedor oxidado, palés y fragmentos de reja por el suelo. Su perro, un jack russell, iba dando saltos de un lado al otro en busca de algún conejo madrugador.

A pesar de la fuerte brisa que llegaba del canal de la Mancha, ocho kilómetros al sur, Keith notaba en el aire que el verano se acercaba. Sentía el olor de la hierba seca y del suelo polvoriento, y el polen, que le provocaba alergia. Pero aunque le encantaban los meses de verano, junio siempre era un mes de emociones encontradas, porque tendría que separarse de sus queridas gallinas, que irían a parar al mercado, para acabar convertidas en escalopes, sopas o platos de pollo precocinados.

La mayoría de los granjeros con los que solía hablar no consideraban sus gallinas más que como máquinas de poner huevos, y lo cierto es que su esposa, Linda, pensaba que estaba un poco loco por tenerles tanto apego a aquellos animales tan tontos. Pero él no podía evitarlo: era un perfeccionista. Su comportamiento era casi obsesivo en cuanto a la calidad de sus huevos y de sus aves. Experimentaba constantemente con su dieta y sus suplementos, y no dejaba de buscar el modo de mejorar la puesta. Al entrar, vio que algunos huevos estaban saliendo de la cinta transportadora y caían en el calibrador. Cogió uno grande, observó la consistencia del color y las manchas, le dio unos golpecitos a la cáscara para comprobar el grosor y volvió a dejarlo en su sitio, satisfecho. Salió rodando, dejando atrás una pila de cartones vacíos para huevos, hasta desaparecer de su vista.

Keith era un tipo alto y corpulento de sesenta y tres años, con el rostro joven de quien no ha perdido el entusiasmo en toda su vida, e iba vestido con una vieja camiseta blanca, pantalones cortos de color azul, zapatos recios y calcetines grises. El diáfano interior del corral estaba dividido en dos secciones. Pasó a la sección derecha, y le envolvió una cacofonía de ruidos, como el parloteo incoherente de mil fiestas simultáneas. Hacía tiempo que se había acostumbrado al intenso hedor a amoniaco de las heces de las gallinas, que iban cayendo por las rejillas y por el suelo de malla metálica al profundo sumidero. Apenas lo notaba ya.

Mientras una gallina especialmente agresiva le picoteaba los pelos de las piernas, haciéndole daño, se quedó contemplando el corral, con aquel mar de criaturas marrones y blancas con sus crestas rojas, yendo todas de un lado para otro, como si tuvieran compromisos importantes que cumplir. El corral empezaba a vaciarse, y ya había grandes extensiones de rejilla a la vista. Los transportistas habían empezado el trabajo a primera hora de la mañana; eran nueve operarios de Europa del este, la mayoría de ellos letones y lituanos. Iban provistos de máscaras y de trajes protectores. Recogían las gallinas, las sacaban por las puertas del otro extremo y las colocaban en jaulas especialmente diseñadas para el transporte en camión.

El proceso llevaría todo el día. Al final, el corral quedaría a la vista, igual que la rejilla del suelo, desnuda. Entonces vendría un equipo de una empresa especializada en levantar las rejillas y retirar la capa de más de un metro de heces, acumulada a lo largo del año, con una excavadora compacta.

De pronto oyó un grito desde el otro extremo. Uno de los operarios corría hacia él, abriéndose paso entre las gallinas, con la máscara levantada.

—¡Señor jefe! —le gritó, alterado, en un inglés defectuoso y con una expresión de pánico en el rostro—. ¡Señor jefe, señor! Algo no bien. No bien. ¡Por favor, usted venga mirar!