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Gaia Lafayette no era consciente de la presencia de aquel hombre que acechaba en la oscuridad, en aquel coche familiar, decidido a matarla. Y tampoco era consciente del correo electrónico que le había enviado. Recibía amenazas constantemente, la mayoría de las veces de fanáticos religiosos o de gente molesta por su vocabulario soez o por el provocativo vestuario que lucía en algunos de sus espectáculos y vídeos musicales. Esos mensajes eran filtrados por su jefe de seguridad y hombre de confianza, Andrew Gulli, un duro expolicía que se había pasado la mayor parte de su carrera protegiendo a políticos especialmente polémicos.

Gulli sabía cuándo algo debía preocuparle lo suficiente como para decírselo a su jefa, y aquella tontería de mensaje que había llegado, procedente de una cuenta anónima de Hotmail, no le parecía nada importante. Ella recibía una docena de mensajes parecidos cada semana.

Eran las diez de la noche y Gaia estaba intentando fijar la atención en el guion que estaba leyendo, pero no podía concentrarse. Tenía la mente puesta en que se había quedado sin cigarrillos. El encantador pero limitado Pratap, que le hacía la compra, y al que no tenía el valor de despedir porque su mujer tenía un tumor cerebral, le había comprado una marca equivocada. Se había impuesto un máximo de cuatro cigarrillos al día, y de hecho no necesitaba más, pero los viejos hábitos son difíciles de abandonar. En otro tiempo se los fumaba uno tras otro, con la excusa de que le eran esenciales para mantener su voz grave, tan característica. Unos años atrás, solía fumarse uno antes incluso de salir de la cama, y cuando se duchaba ya tenía otro consumiéndose en el cenicero. Cada acción iba acompañada de un cigarrillo. Ahora lo estaba dejando, pero tenía que saber que había tabaco en la casa. Por si lo necesitaba.

Como las muchas otras cosas que necesitaba. Empezando por su adorado público. Comprobó el recuento de seguidores en Twitter y de «me gusta» en Facebook. Ambos habían vuelto a aumentar sustancialmente ese día, y en el último mes eran casi un millón más, lo que la mantenía muy por delante de las artistas que consideraba sus rivales, Madonna y Lady Gaga. Y su e-newsletter mensual ya tenía casi diez millones de suscriptores. Y luego estaban sus siete casas, entre las que destacaba en tamaño aquella, una copia de un palacio toscano, construida cinco años antes siguiendo instrucciones específicas, en un terreno de más de doce mil metros cuadrados.

Las paredes, cubiertas de espejos del suelo al techo para crear la ilusión de espacio infinito, estaban decoradas con arte azteca y retratos de ella misma a gran escala. La casa, como todas las demás, era un catálogo de sus diferentes personificaciones. Gaia se había pasado toda su carrera reinventándose como estrella del rock. Más recientemente, dos años atrás, ya con treinta y cinco, había empezado a reinventarse de nuevo, esta vez como actriz de cine.

Sobre su cabeza había colgada una fotografía suya monocroma, enmarcada y firmada, en la que aparecía vestida con un negligée negro, con la inscripción GIRA MUNDIAL DE GAIA. SALVA EL PLANETA. Otra, en la que aparecía con unos vaqueros de cuero y una camiseta sin mangas, decía: GAIA. GIRA REVELACIONES. Y sobre el hogar, en un póster verde espectacular, se veía un primer plano de sus labios, su nariz y sus ojos: GAIA, MUY PERSONAL.

Su agente y su mánager la llamaban a diario, y ambos le recordaban lo mucho que el mundo la necesitaba. Aquello le daba confianza, igual que la creciente popularidad de sus perfiles en las redes sociales (todo ello potenciado por sus agentes). Y, en aquel momento, la persona que más le importaba en el mundo (Roan, su hijo de seis años) la necesitaba más que nadie. Apareció descalzo, atravesando el suelo de mármol, vestido con su pijama Armani Junior, con su pelo castaño alborotado y el rostro arrugado en una mueca. Le dio unos golpecitos en el brazo. Ella estaba tendida en un sofá blanco, apoyada en los cojines de terciopelo morado.

—Mamá, no has venido a leerme un cuento.

La mujer alargó la mano y le alborotó el cabello un poco más. Luego dejó el guion y lo cogió en brazos, rodeándolo.

—Lo siento, cariño. Es tarde, hace mucho que tendrías que estar acostado, y mamá hoy está ocupadísima, aprendiéndose el guion. Tiene un papel muy importante, ¿sabes? ¡Mamá va a hacer de Maria Fitzherbert, la amante de un rey inglés! El rey Jorge IV.

Maria Fitzherbert era la diva de su tiempo, en la Inglaterra de la Regencia. Igual que ella era la diva del momento, y tenían algo muy profundo en común. Maria Fitzherbert había pasado la mayor parte de su vida en Brighton, en Inglaterra. ¡Y ella, Gaia, había nacido en Brighton! Sentía un vínculo especial con aquella mujer, algo que superaba las barreras del tiempo. ¡Había nacido para interpretar aquel papel!

Su agente decía que iba a ser El discurso del rey de nuestros días. Un papel de Óscar, sin duda. ¡Y ella deseaba tanto una de esas estatuillas! Las primeras dos películas que había hecho estaban bien, pero no habían sido una revolución. Ahora se daba cuenta de que no había elegido bien los guiones, que, a decir verdad, eran bastante pobres. Pero la nueva película podía traerle el éxito de crítica que tanto deseaba. Había luchado mucho por obtener aquel papel. Y lo había conseguido.

¡Y es que, desde luego, en la vida había que luchar! La fortuna se ponía del lado de los valientes. Algunos nacían con una estrella tan metida en el culo que se les atascaba en la garganta; otros, como ella, tenían que luchar para conseguirlo. El camino hasta el éxito había sido largo, desde sus primeros tiempos como camarera, pasando por sus dos maridos, hasta el lugar que ocupaba actualmente y en el que tan cómoda se sentía. Sola, con Roan y Todd, el instructor de fitness que le proporcionaba estupendas sesiones de sexo cuando las necesitaba y que desaparecía de su vista cuando no, y con su entorno más próximo, el Equipo Gaia.

Cogió el guion y le enseñó las páginas en azul y blanco.

—Mamá tiene que aprenderse todo esto antes de irse a Inglaterra.

—Me lo prometiste.

—¿No te ha leído Steffie? —Steffie era la niñera.

—Tú lees mejor —respondió él, abatido—. A mí me gusta que me leas tú.

Gaia consultó el reloj.

—Son más de las diez. ¡Hace tiempo que deberías estar en la cama!

—No puedo dormir. No puedo dormir si no me lees, mamá.

Ella dejó caer el guion sobre la mesita del sofá, levantó al niño y se puso en pie.

—Vale, un cuento rápido. ¿De acuerdo?

El rostro de Roan se iluminó, y asintió con fuerza.

—¡Marla! —gritó—. ¡Marla!

Su ayudante entró en la sala, con el móvil pegado al oído, discutiendo furiosamente con alguien, al parecer por la distribución de las plazas en un avión. Una de las pocas extravagancias a las que Gaia se había resistido era a la de poseer un avión privado, porque le preocupaba el impacto ambiental.

Marla no dejaba de gritar. ¿Es que la maldita aerolínea no sabía quién era Gaia? ¿No eran conscientes de que podía hundirlos si le daba la gana? Llevaba unos vaqueros Versace brillantes, botas de cocodrilo negras, un fino suéter de cuello de cisne del mismo color y una cadena de oro al cuello con un colgante también de oro en forma de globo terrestre con la inscripción PLANET GAIA, exactamente igual que su jefa. También su cabello era un fiel reflejo del de Gaia: rubio, media melena, escalado, con un flequillo cuidadosamente peinado y engominado.

Gaia Lafayette insistía en que todo su personal se vistiera del mismo modo, siguiendo las instrucciones que enviaba cada día por correo electrónico, diciendo lo que se pondría y cómo llevaría el pelo. Todas tenían que ser una copia de ella, pero nunca tan lucida como el original.

Marla colgó por fin.

—¡Arreglado! Han accedido a echar a unos cuantos pasajeros del vuelo —anunció, dirigiendo una sonrisa angelical a Gaia—. ¡Por ser tú!

—Necesito cigarrillos —dijo Gaia—. ¿Quieres ser un amor e irme a buscar un paquete?

Marla echó un vistazo disimulado a su reloj de pulsera. Tenía una cita esa noche y ya llegaba dos horas tarde, gracias a las exigencias de Gaia: nada fuera de lo normal. Antes de ella, ninguna asistente personal había durado más de año y medio sin que la despidieran; sorprendentemente, ella llevaba más de dos años. Había tenido que trabajar duro y hacer jornadas interminables, y el sueldo no era espléndido, pero como experiencia laboral era un lujo. Además, aunque su jefa era muy dura, ella se mostraba amable. Un día se liberaría de aquellas cadenas, pero aún no.

—Sí, claro. No hay problema —respondió.

—Llévate el Mercedes.

Era una noche cálida y tranquila. Y Gaia era lo suficientemente lista como para saber que concediendo algún pequeño capricho podía obtener mucho a cambio.

—Estupendo. Vuelvo enseguida. ¿Algo más?

Gaia negó con la cabeza.

—Puedes quedarte el coche esta noche.

—¿Sí?

—Claro. No voy a ir a ninguna parte.

A Marla le encantaba el SL55 AMG plateado. No veía la hora de tomar las rápidas curvas de Sunset hasta la tienda. Y luego ir a recoger a Jay con él. ¿Quién sabe cómo acabaría la noche? Trabajando con Gaia, cada día era una aventura. ¡Y últimamente cada noche, desde que había conocido a Jay! Era actor, pero estaba empezando, y ella estaba decidida a ayudarle a triunfar, recurriendo a su conexión con Gaia.

Sin embargo, lo que Marla no sabía es que al salir en dirección al Mercedes estaba cometiendo un grave error.