A ese insolente que te busca sin darse cuenta de que tú no quieres; a ése que te apoya el muslo en la rodilla y te pone la mano sin gracia y sin efecto o con efectos repelentes en tu cuerpo; a ése más fastidioso que mosquito al conciliar el sueño, más molesto que guijarro en el zapato, importuno como barro en la nariz, como piquiña en mala hora y peor parte, nauseabundo como hediondez al momento del almuerzo, como un pelo en la sopa, como araña que camina en la nata de la leche, a ese empalagoso como miel con panela y mermelada, aborrecido como ave de mal agüero, a ese bostezo humano, a ese salivoso, te diré como sacártelo de encima.

Prepara este potaje: dos onzas de estricnina, seis gramos de cicuta, una pizca de arsénico y tres cucharaditas de sales de mercurio, todo bien mezcladito con azul de metileno. Ya lo sé, eres muy educada y el boticario no querrá despacharte la receta. Por los dos motivos, aquel impertinente del que hablamos volverá a la carga con sus majaderías y manitas.

Puedes dejar a un lado tus modales, por un instante, pegarle un grito inmenso que lo envíe a esa infinita e infranqueable distancia designada por la palabra porra. Pero mejor aun, sin perder las maneras, usar una receta —horrible— para echarlo, un plato que bocado tras bocado vaya haciendo estragos en lengua y paladar, y produzca catástrofes en el esófago y en la barriga.

Haz una mayonesa con huevos no podridos ni muy frescos más el aceite rancio que usaste para freír pescado. Mucha, muchísima mayonesa. Pon mientras tanto a cocinar un puñado abundante de tallarines y déjalos hervir tres veces el tiempo que recomiendan en la caja. Licua los frisoles que sobraron del almuerzo del miércoles, con trocitos de hígado de buey y un tanto de pezuña. Saca los tallarines blancuzcos y babosos, ponles la mayonesa y los frisoles y desmenúzales un poco del quesito que sobró del otro día.

Niega que tengas hambre y sírvele la mezcla más bien fría, casi tirando a tibia. No vayas a probar este menjurje. Mira más bien como se van nublando los ojos del impertinente. Elogiará, por zalamero, tu plato. Pedirá incluso un bis. Se tomará dos vasos de agua tibia (ponla así en la mesa, templada en la cocina). En un momento dado preguntará por los servicios. Poco después recordará un olvido, algo urgente, y ganará la puerta. Tanto como tu plato serás inolvidable. Pero no volverá. Al fin, no volverá, te lo habrás sacado para siempre de encima.

Si llegara a volver, no sólo es de espíritu odioso, sino de estómago de piedra, cianuro o estricnina (imaginarios).