Tú y yo nos conocernos. No pretendas negar lo que la misma Alcmena, tan virtuosa, sintió sin darse cuenta: huéspedes hay odiosos y que sólo quisieras que se fueran desde que los ves atravesar el umbral de tu puei1a pero otros hay que encienden un secreto fuego en la imaginación.

Un día llegará en que tu apacible y amena vida marital tendrá un paréntesis. Vendrá alguien a quien por unos días dedicarás más atenciones y asaz más pensamientos que a tu mismo marido. No te sientas culpable; es una pasajera exaltación que el destino te manda a modo de fiesta. Es un despertador de espíritus dormidos. Es un corto carnaval, unas imaginarias vacaciones de la tenaz convivencia.

No te hacen falta indicios muy sutiles para reconocer al huésped deleitoso. Habrá en tu piel un repentino rubor involuntario, cuando el huésped te dedique una mirada, y en tu garganta un leve temblor que te quebrará la voz al dirigirle la palabra para ofrecerle algo.

Sabios países hubo, y quizás haya alguno todavía, en que el buen anfitrión ofrecía su esposa al visitante. Y si los anfitriones fuesen aún más sabios y un poco menos vanidosos, no ofrecerían la mujer al visitante, sino más bien a la anfitriona el huésped, si le place. Es ella la que elige, pues no todos los huéspedes poseen el encanto para merecerla. La hospitalidad será completa cuando ella lo resuelva, cuando el agrado del huésped ahogue sus escrúpulos.

¿No mejoran los platos de tu casa cuando él viene? ¿No perfumas sus sábanas como si hubieran de acoger más un abrazo que un sueño?

Para ese huésped, al que acaso no te entregarás nunca en acato a las costumbres de tu pueblo, puedes preparar algún manjar que lo deleite; o algo que le done la misma languidez que tú percibes debajo de las faldas.

Yo tengo la receta. Es cocimiento simple de efecto duradero, pues el sabor se impregna y se demora dentro de la boca, de la misma manera que en los labios del huésped que te gusta se tarda la sonrisa. No es mi plato vulgar artimaña para seducirlo. Es tan sólo un espejo, un instrumento para que en él se refleje el mismo abandono tenue que tú sientes.

A base de un banalísimo volátil está hecho y tiene un nombre que tendrás que excusarme, dadas las circunstancias: el pollo a la cocotte. Cocotte, cocotte, ¿eres una coqueta? Poco tiene de malo, a veces hay que buscar en los ojos de terceros una confirmación; es como consultar con un espejo, en este caso los ojos de los hombres, si aún conservas un cuerpo una mirada un alma deleitables.

La víspera de la llegada de tu huésped pondrás el pollo despresado a marinar. Y tendrás lista mantequilla, tocineta, jamón, laurel, tomillo, sal, pimienta y orégano. Tres manotadas de champiñones frescos, una copa de vino claro y nuevo.

Doras en mantequilla las presas por un lado y luego por el otro; de buen color lo sacas y allí mismo fríes cuadritos de jamón y tocineta con las yerbas que dije y con los hongos. Añades luego dos tazas de agua fría y a fuego lento (con el perol tapado) dejas que el agua se reduzca a la mitad. La copa de vino y las presas de pollo se mezclan con la salsa, esperas cinco minutos y llevas a la mesa.

¿Quieres darle a tu huésped un plato menos fácil? No, mira que ya con éste será difícil sacártelo de encima. No exageres. El más ameno huésped que te enciende, cansa. Si no te cansa y si después del pollo sucede algo que no debo decirte pues por ti misma podrás darte cuenta, huye con él, no vuelvas.