Pasan frente a la lengua de arena que recorrieron recién ayer. El agua, tocada por el viento, tiene una trama rugosa. Ni en las playas ni en los caminos que las rodean divisan figuras humanas, tan solo árboles y los automóviles que circulan por el litoral. A lo lejos, el cielo nublado se ilumina con una luz amarilla y violeta. Antonia tiene la impresión de flotar junto a Sophie en su pequeño automóvil, como si alguien las hubiera dejado caer en un lugar sin tiempo, sin coordenadas. En sus expresiones reluce inquieto el silencio.
Apenas recibió la llamada de París, Sophie comenzó a partir, y desde entonces han hablado poco. Durante el resto del día, ambas han sido incapaces de sostener una charla liviana, pero al mismo tiempo ninguna se armó de valor para plantear un tópico de fondo.
Antonia quisiera preguntarle sobre lo que la oyó decir a través de la puerta, pero no quiere aparecer como una fisgona. Por eso prefiere callar, a pesar de que por la noche, después de las elucubraciones de Ramón, le fue difícil dormir. Quisiera que Sophie le hablara, que le contara más de su madre y de su padre, pero ha perdido el ímpetu para seguir indagando. Tiene la impresión de que algo se extingue en su interior. No es un sentimiento doloroso, quizás porque aquello que pierde nunca llegó a asentarse. Hace años decidió continuar sin entender, y por eso no se hizo demasiadas ilusiones cuando esta amiga de su madre irrumpió en su vida.
Por la ventanilla las dunas reflejan los colores del cielo. Unos pocos kilómetros antes de llegar al aeropuerto está el manglar. Cientos de pájaros sobrevuelan sus esteros, los islotes cubiertos de largos pastos y arbustos.
—Son impresionantes —dice Sophie, señalando los pájaros en vuelo, algunos de enormes alas blancas—. No recuerdo haberlos visto cuando llegamos.
—Vuelan cientos de kilómetros antes de llegar aquí. Este es su sitio de reposo. Ahora se acerca el frío, y ya deben estar por marcharse —dice Antonia.
Sophie piensa en los pájaros que no podrán partir. En los enfermos o heridos, en esos pájaros débiles que tendrán que quedarse atrás cuando sus pares emprendan el vuelo, los ve entumidos y solitarios, ocultos tras los matorrales o sobre las ramas desnudas, esperando que el invierno termine por llevárselos consigo. Con su partida precipitada lo que hace es huir antes de que el frío la atrape.
Para encubrir y espantar la emoción que le produce este pensamiento, Sophie plantea preguntas y Antonia responde con entusiasmo y conocimiento. Le habla de los gansos, de las cigüeñas, de las grullas y las golondrinas. La tensión, en cierta medida, disminuye. Le cuenta que Ramón pertenece a la Sociedad Protectora del Manglar, que intenta defenderlo del avance de la civilización.
—Muchos hacen sus nidos entre los hierbajos, algunos son tan chiquitos que usan musgo y telas de araña para construirlos.
El atardecer desdibuja el contorno de los esteros y de los matojos. Al final del manglar se divisa el aeropuerto. Es un aeropuerto pequeño, construido en los años cincuenta, con la torre de control de color rosa sobresaliendo como un faro de su estructura filiforme.
La sala de embarque está casi desierta. Un grupo de pilotos y azafatas entra riendo y deprisa, arrastrando sus maletas.
—Con la carretera vacía tardamos poquísimo —señala Antonia mientras se dirigen al despacho de equipajes.
Una azafata de tierra las atiende con aire soñoliento. Cuando la maleta de Sophie desaparece por la cinta transportadora, ambas se miran sin decir palabra, sin saber cómo continuar. Antonia decide que ha llegado el momento de despedirse. Sophie respira con rapidez. Pareciera que de pronto el aire de la sala se hubiera vuelto insuficiente para ella.
—¿Estás bien? —le pregunta Antonia—. ¿Te apetece que tomemos un café o una gaseosa?
—Estoy perfectamente, no te preocupes. Es hora de que vuelvas a casa. Deben echarte de menos.
Se hace un silencio. Fuera se oye el rugido de los motores de un avión reuniendo fuerzas para despegar.
—Dale a ese niño tuyo un abrazo gigante. No sabes cómo me hubiera gustado despedirme de todos —se detiene y se pasa la mano por la nariz. Sus labios incoloros están tensos, como si su función fuera mantener a raya las palabras—. Sí, dale a Sebastián un beso muy grande y a Eloísa y a Ramón otro igual.
Antonia siente que todo a su alrededor es lejano, exceptuando a Sophie, quien, a pesar de sus evidentes esfuerzos por ocultarla, destila aflicción. La imagen que tuvo hace unos momentos camino al aeropuerto regresa: la de Sophie y ella en medio de un lugar sin tiempo.
Se despiden con un abrazo que resulta torpe. El cuerpo de Sophie está rígido. Antonia recuerda una de las primeras impresiones que tuvo de ella. La de una mujer que no sabe tocar ni ser tocada. Se desprenden. Sophie, con una sonrisa frágil que pareciera fuera a quebrarse, da media vuelta y echa a andar hacia el fondo de la sala.
Ya en su automóvil, Antonia emite un hondo suspiro. Enciende el motor y acelera. Quiere llegar pronto a casa, sacarse del corazón los extraños sentimientos que la embargan. No puede olvidar la última imagen de Sophie. Su cuerpo largo, doblegado como un bambú, alejándose lentamente; tuvo la impresión de que había caído sobre sus espaldas un peso insoportable. Ella misma se encuentra fatigada por un día enorme.
Al llegar a los esteros, los pájaros han desaparecido. Tan solo una que otra gaviota los sobrevuela. Abre la ventana para respirar. Sigue conduciendo a casa. Su corazón late con rapidez, pero pareciera no bombear con suficiente fuerza. Se detiene en el arcén del camino. Sin los graznidos de los pájaros, el silencio es tan espeso como el mar. Observa las vetas de luz en el fondo e intenta imaginar el océano que se esconde tras la línea del horizonte. Un avión cruza su campo visual. Su nariz, en un ángulo de cuarenta y cinco grados, encara el oriente. Es uno de los más grandes que llegan a la isla. El ruido de los motores parece resquebrajar el día. Por un instante piensa que Sophie va en ese avión, pero son las seis y media de la tarde y falta más de una hora para su partida. Vuelve a recordar la última imagen de Sophie.
No sabe muy bien por qué, pero lo hace. Echa marcha atrás y da media vuelta. La silueta del aeropuerto y la torre de control rosada despuntan otra vez al final del manglar.