La mujer imperfecta

La lluvia tamborilea tras las rendijas de la vieja ventana.

Antonia apaga la lámpara de la mesilla de noche, se arrima a Ramón y reclina la cabeza sobre su pecho. Él acaricia su pelo, la envuelve en sus brazos y la atrae más hacia sí. La luz de las farolas de la calle se asoma entre las cortinas entornadas. Antonia intenta explicarle por qué se encuentra tan cansada. Ha sido un día larguísimo. El paseo intenso con Sophie, bañar a los niños que llegaron empapados por el violento chaparrón, preparar la cena, hacerlos dormir y luego dejar todo en orden para mañana.

—Ramón —dice Antonia después de un largo silencio—, mi padre era chileno.

—¿Estás segura? —pregunta él, reincorporándose.

Antonia hace un gesto de asentimiento con la cabeza gacha. Ramón enciende la luz y tomando su barbilla dice:

—Mírame, Antonia.

Tiene los ojos anegados de lágrimas.

—¿Por qué me lo ocultaron, Ramón, por qué?

—Cuéntamelo todo.

—Hoy, en nuestra caminata por la playa, Sophie me habló de él, de su vida en Chile y cómo se conocieron. Fue amigo de Allende. Estuvo involucrado en su gobierno.

—Pero esto no lo hace chileno, Antonia.

—Se lo pregunté a Sophie directamente.

Siente tristeza, pero sobre todo incertidumbre. Pareciera que la realidad se hubiera vuelto una capa delgada y frágil, que en cualquier momento podría quebrarse y llevarse consigo todas las certezas sobre las cuales se sustenta su vida.

—¿Te das cuenta, Ramón? Quién sabe cuántas cosas más me habrán ocultado los abuelos. Tal vez ni siquiera murieron en un accidente.

—Pero la prensa habló de lo ocurrido.

—Nunca vi los recortes. Era lo que se decía, lo que decían todos, que habían aparecido en los periódicos.

—Quizás las imágenes eran muy fuertes para que tú las vieras, cariño.

—Soy mitad chilena, y tus hijos un cuarto —sonríe Antonia.

—Mi chilenita —dice y acaricia su mejilla.

—Estoy segura de que Sophie estaba enamorada de mi padre.

—¿Por qué dices eso?

Hace una pausa antes de seguir:

—Si la escucharas sabrías a lo que me refiero. Te juro que tan solo alguien que le amó puede hablar como ella habla de él. Pero, además, no es tan solo lo que dice, también lo que no dice, sus silencios, no sé, las omisiones. Yo creo que las dos se enamoraron de él y mi madre le ganó la partida.

—Oye, suenas muy segura.

—Es que lo estoy.

—¿Y de tu madre, habló también de ella?

—También, pero cuando se enteró de que yo no sabía prácticamente nada de mi padre, me habló de él con más pasión, con más detalle que de ella.

—¿Piensas que por eso tardó tantos años en ponerse en contacto contigo?

—Es posible.

Antonia deja vagar la mirada por el cuarto en penumbras y se detiene en las flores del jarrón sobre la cómoda. Unas son amarillas, las otras de un azul profundo, tranquilizador. Sus tallos son muy finos y se arquean bajo el peso de las corolas y pétalos. La más grande se mantiene erguida con vehemencia, haciendo guardia sobre las otras.

—¿Sabes? Hay algo roto en su interior. No, no es «roto» la palabra adecuada. En un momento, cuando íbamos caminando por la playa, ella me dijo algo y yo tomé su brazo, ya sabes, un gesto de complicidad, y todo su cuerpo se crispó; reaccionó como si mi mano hubiera sido una pinza de cangrejo.

Ramón ríe.

—No te rías, suena divertido, pero no lo fue. Sentí el frío de su cuerpo, cómo decirte, era el frío de una piel que no sabe ser tocada ni sabe tocar. ¿Me entiendes? —pregunta arrugando la nariz.

Ramón asiente soñoliento.

—Nuestros cuerpos están hechos para calzar unos con otros —continúa con voz suave—. Cuando una mano toma otra mano, ¿has pensado en cuán perfecta es la forma en que se ensamblan?

—Y otras partes encajan aún mejor —interviene Ramón con una sonrisa lenta y burlona, al tiempo que presiona suavemente uno de sus pezones.

—Pero vamos, concéntrate en lo que te estoy diciendo, Ramón. Cómo explicártelo. Sophie parece estar hecha de una forma diferente a la del resto de nosotros, una forma que se vuelca sobre sí misma, como un círculo.

—¿De veras? Estás hablando de una mujer frígida, cariño.

—No, no es un asunto tan solo sexual, es más que eso, mucho más.

Del cuarto contiguo les llega un leve sollozo.

—Es Eloísa y uno de sus sueños. No sabes cuánto me apetece despertarla con un abrazo —dice Antonia.

—Espera —señala Ramón, y ambos guardan un silencio expectante.

Ya no vuelven a oírla. La luz encendida del pasillo se cuela por el ojo de la cerradura. Ramón sonríe.

—¿Ves? —dice.

Antonia recuesta otra vez la cabeza sobre su pecho.

—¿Sabes?, mientras Sophie me hablaba, por momentos tenía la impresión de que no era para mí que reconstituía sus recuerdos, sino para sí misma. Pero no por egocentrismo —vacila un segundo y luego continúa—: Pareciera estar envuelta en una membrana que la separa del mundo. Tal vez «desapegada» sería una palabra para describirla. Pero tienes razón, hay algo asexuado en ella, ¿no lo crees?

—Pues a mí me parece bastante guapa… —declara él con voz insinuante.

—¡Ramón! Estoy intentando hablarte en serio. Yo creo que Sophie es una mujer muy sola. Eso creo. Y que, además, su soledad es el resultado de una suerte de ineptitud para relacionarse con las personas, pero también de una opción consciente. Ha decidido ser inadecuada porque eso le acomoda.

—¡Vaya!, has llegado bastante lejos con tus conclusiones. Estuvo enamorada del novio de su mejor amiga, producto de eso se volvió una mujer asexuada y ha elegido el celibato como una opción de vida. Podría transformarse en objeto de estudio para tu tesis.

—No dije que su estado actual sea el producto de su historia. Y yo no estudio personas, tan solo poesías. ¡Ah! Hay algo más. Habla sola.

—¿Cómo te diste cuenta?

—La escuché. Tenía la puerta abierta del cuarto. Yo hacía dormir a los niños.

—¿Y de qué hablaba?

—Pues eso no lo sé.

—La artista perfecta.

—O la mujer imperfecta —indica Antonia.

Las siluetas de los árboles se agitan en el aire nocturno y su voz queda resonando en la noche sumergida en la lluvia. Ramón levanta con la frente su barbilla, besa su cuello y se trenzan en un abrazo.