Pensó que había olvidado

—Sophie, querida, ¿estás bien? —escucha la voz de Gerárd al otro lado de la puerta—. Preparé café.

Mira la hora. Son las doce del día. No recuerda haber despertado tan tarde en mucho tiempo. Suele estar trabajando desde temprano en su estudio, después de un café con leche en el bistró de la esquina. Por la noche no logró conciliar el sueño hasta el amanecer. Ahora despierta con retazos de incendios pegados a sus ojos.

—Ya salgo —su voz es quebradiza, como si llegara de un largo viaje.

Sabe que tiene los ojos hinchados por el sueño tardío y que su pijama está sudado, pero no siente pudor frente a Gerárd. Se calza las pantuflas que están al borde de su cama y sale de su cuarto. En la sala, él la espera con una taza humeante de café.

—Está hirviendo, ten cuidado —le advierte, al tiempo que le alcanza la taza—. Me demoré un poco en las compras y cuando llegué te fui a buscar arriba, al estudio. ¿Estás bien? —le pregunta mientras la mira con detenimiento.

—Si hubiera viajado la semana pasada a Nueva York, como me sugirió mi agente, tal vez al fin estaría muerta —dice Sophie.

A pesar de la crudeza de sus palabras, su expresión es apática y distante. Gerárd suele decir que pretender llegar a ella es como intentar asir el aire.

Ya han pasado ocho años desde que él tocó el timbre de su departamento. A través del citófono le dijo que venía de parte de Adelle B, su agente, y que le traía el catálogo de la exposición que en unas semanas ella inauguraría en la galería Bayard. Sophie lo dejó subir, y cuando abrió la puerta se encontró con un hombre cuya belleza trágica le atrajo de inmediato. Pero no de una forma carnal. Hacía tiempo que manejaba con mano recia la funesta influencia que el deseo y el romance habían ejercido en su arte. Al verlo supo de inmediato que Gerárd constituiría un caudal de inspiración. Y por eso, cuando él le confesó con cierta insolencia en la mirada que no traía el catálogo, que ni siquiera conocía a Adelle B, y que tal vez tenía la suerte de que podría necesitar un ayudante para construir sus gigantescas esculturas, ella rió de buena gana, como no reía hacía tiempo. «No te vas a arrepentir», le dijo él mientras ambos subían las escaleras hasta el último piso, donde se encuentra su estudio.

Sophie se acerca a la ventana. A través de ella entra el tímido sol de un mediodía otoñal. Por los abrigos gruesos y las espaldas curvadas de los transeúntes deduce que un viento del norte recorre la calle con su halo frío. Aun cuando Gerárd ignora muchas cosas de su vida, él es la única persona que comparte su intimidad.

No sabe cuándo comenzó la reclusión, pero lo cierto es que a lo largo del tiempo ha desechado todo lo que la aleja de su trabajo, incluidas las personas, quienes han pasado frente a ella de forma casi inmaterial, encandilándola fugazmente, sin tocarla. Su relación con el mundo se limita a sus largas caminatas, a los viajes esporádicos a la casa que hizo construir para su madre en la campiña, y a las inauguraciones de sus muestras que su agente considera imprescindibles. La vida que ha escogido para sí misma, exenta de lazos, tan solo adquiere sentido en los materiales que moldea con sus manos. No es que no lo haya intentado, pero sus esfuerzos siempre han fracasado, como si la llave maestra que permite abrir el alma de los otros le hubiera sido robada.

En la ventana alcanza a divisar el Jardín de Luxemburgo, donde uno que otro viandante solitario surca apurado los senderos con sus castaños silvestres. Enciende un cigarrillo y, como cada vez que se encuentra perturbada, se queda mirando su punta incandescente. En un rincón de la sala, desde su jaula, un hurón la mira con ojos redondos, negros y brillantes. Gerárd, como siempre, la observa con calma en su ir y venir.

—No me hagas caso cuando digo brutalidades —declara Sophie, barriendo el aire con la mano. Después de un ataque de tos apaga el cigarrillo en un cenicero metálico. Abre una pequeña caja de madera de donde saca unas bolitas amarillas, y, liberando al hurón, le da de comer en su mano.

—Encontré berenjenas en el mercado; ah, y también hinojo —señala Gerárd—. Pensaba cocinarlos esta noche para ti y Alain en mi departamento. ¿Te parece?

—Claro —dice Sophie con una sonrisa, intentando responder a los esfuerzos de Gerárd por animarla.

Sobre una mesa hay un juego de plumas, un sacapuntas con la forma de un mapamundi, varios frascos de tinta negra y un tazón de té Oribe del siglo XVI, que contiene un par de decenas de lápices de grafito.

—¿Estás bien? —pregunta él una vez más, levantando las cejas. Se saca la bufanda y, en lugar de dejarla sobre el sillón, la guarda en el bolsillo de su chaqueta para respetar el orden obsesivo de Sophie.

Ella niega con un gesto de la cabeza mientras toma al hurón entre sus manos y lo acaricia. El animalillo lanza débiles gruñidos e intenta enrollársele en el brazo.

—Ayer lo viste todo, ¿verdad?

Sophie asiente.

—Dicen que hay cientos de desaparecidos —continúa Gerárd.

La palabra «desaparecidos» entra en su interior, dejando a su paso un reguero de sentimientos que contraen su rostro.

—Sí, lo sé, es muy fuerte —observa Gerárd, atento a sus más mínimas expresiones.

Pero aun así, él no puede saber el verdadero camino que ha recorrido ese vocablo en los laberintos de su conciencia, de su memoria.

Sophie mira alrededor de la amplia sala de tonos neutros, los peces azules en el acuario, la escultura de metal rojo que descuella en un rincón, el ambiente aireado y desprovisto de ornamentos en el cual las repisas de libros, ordenados por orden alfabético, revelan su presencia meticulosa. Un refugio que ha construido palmo a palmo para protegerse del mundo. Para dejar atrás los recuerdos.

Se reincorpora, entra en su habitación y con el mando a distancia enciende el televisor. Gerárd la sigue. Una vez más, la imagen del avión horadando la superficie erguida y oscura de la torre. Una vez más, el recuerdo del palacio de gobierno en llamas.

Así como ninguno de esos hombres y mujeres, que confiados salieron por la mañana a su trabajo, sabía lo que habría de ocurrir pocas horas más tarde, tampoco ella podía saber que ese día de hace veintiocho años, el día que huyó a París, sería definitivo. Que ese «jamás» que ella, como adolescente, formuló con tanta convicción, sería un jamás verdadero.

Durante años todo lo que hizo estuvo relacionado con ellos, cada paso hacia la artista que es hoy fue una forma de demostrar que los había vencido. Hasta que entendió que no era la memoria, ni el amor, ni siquiera el odio, lo que te hacen libre, sino el olvido. Extirpó uno a uno los recuerdos de su cerebro, los sacó de contexto, de lugar, desmadejó la cronología, de manera que nada tuviera sentido. Desprovistas de ejes, las imágenes se desecaron. Por eso creyó que nunca volverían.

Pensó que había olvidado el abrazo de Morgana en sus noches insomnes, el calor de su cuerpo inundándola de paz; pensó que había olvidado sus voces en la cocina, mientras ella, ignorándolo todo, dibujaba sobre la mesa del comedor; pensó que había olvidado la expresión radiante y orgullosa de Diego ante su obra; las noches en la sala, Morgana y ella meciendo las caderas al compás de las canciones de los Rolling Stones, los ojos de Diego saltando de una a otra; pensó que había olvidado la amistad pueril con una poeta que nunca oyó hablar de ellas; el resplandor azulado de la televisión oscilando en los muros como el agua tocada por el sol, mientras Diego, intentando ver las noticias, acallaba sus risotadas; pensó que había olvidado esos instantes, cuando sus miradas se cruzaban y en silencio daban constancia de su unión; pensó que había olvidado el sonido de las sirenas a lo lejos clavándose en su pecho, la voz de Morgana diciéndole: «Tú puedes, tú puedes»; los rumores del río, y esa impresión de que la vida estaba en el lugar donde se encontraban los tres. Pensó que había olvidado que una noche nadaron desnudas, que Morgana tocó su alma, que despertó su cuerpo, que abrió su corazón.

—Querida —escucha la voz de Gerárd al otro lado de sus pensamientos—, ¿quieres que dejemos las visitas para otro día?

Recién ahora recuerda que habían quedado de ir juntos a ver un par de inmuebles. Gerárd intenta convencerla de erigir una fundación. Un sitio donde su trabajo y la extensa colección de obras de arte que ha ido adquiriendo a lo largo de los años queden a buen recaudo.

—No, no, está bien. Me visto y salimos; espérame unos minutos.

Gerárd sube al estudio y Sophie entra al baño. Al salir, un hombre maduro habla en la pantalla de televisión. Su aspecto es el de alguien envejecido por un extremo agotamiento.

«Empezamos a descender las escaleras. Éramos siete. Recuerdo a Bobby Coll, Kevin Cork, David Vera y Ron DiFrancesco. En la escalera nos encontramos con una mujer muy gruesa que caminaba con dificultad. Nos gritó: Paren, paren, tienen que subir, hay demasiado humo y llamas más abajo».

La voz del hombre es profunda y modula las palabras con delicadeza, mimándolas, como si les agradeciera el hecho de poder pronunciarlas.

«Todos comenzaron a opinar, algunos insistían que debíamos bajar. En ese momento escuché unos golpes. Ayuda, ayuda, estoy atrapado. No puedo respirar. ¿Hay alguien ahí, alguien puede ayudarme? Era una voz que provenía del piso 81».

Cautivada, Sophie se sienta en el borde de la cama con una toalla blanca amarrada a la altura de su pecho. El hurón se hace un ovillo entre sus manos, mientras ella piensa que ese fulgor que envuelve al hombre es el halo de un sobreviviente.

«Tomé a Ron de los hombros y le dije: Ven, Ron, tenemos que salvar a este tipo. Cuando logramos entrar a la oficina de donde provenía la voz, la oscuridad era absoluta. Costaba respirar. Pero yo tenía mi linterna. Alumbré cada rincón preguntando: ¿Quién está ahí, quién es usted?».

Sophie enciende otro cigarrillo y empuja el humo con fuerza hacia arriba. El mundo vuelve a ser un lugar peligroso, irracional. Y ante este pensamiento, todo ese entramado de detalles que constituye su vida le parece ridículo. Una fundación, un museo, ejercicios del ego, intentos desesperados por perdurar, por subsistir en la memoria de alguien. Por no desaparecer.

—Desaparecer —susurra.

Ellos otra vez. El temor más grande de Diego y Morgana era un día desaparecer. Un miedo que ninguno de los dos logró explicarle nunca, y cuya intensidad podía intuirse en cada uno de sus gestos, de sus actos, un temor que los unía y que los arrojaba al camino de una vida intensa. En sus ansias de vivir, parecía no importarles inocular cada instante con la posibilidad de su fin.

«Seguí apuntando con mi linterna en todas direcciones. Él dijo: ¡Puedo ver su luz! Todo estaba cubierto de un polvo blanco y humo. En unos minutos, Ron y yo localizamos su voz».

Ella les prometió que jamás desaparecerían. Lo dijo así, con simpleza: «Yo jamás permitiré que ustedes desaparezcan». Y por eso empezó a hacer dibujos para ellos.

«Su mano sobresalía del muro. La movía frenéticamente hacia un lado y otro. Dije: Okay, lo puedo ver ahora. Ron se cubría la cara con un bolso de deporte en un intento por filtrar el aire, pero estaba sobrepasado con el humo y parecía a punto de sucumbir. Yo, por milagro, respiraba bien e intentaba sacar los escombros que tenían al hombre atrapado. Después supe que se llamaba Stanley, Stanley Praimnath, y que trabajaba en el banco Fuji. Lo tomé como pude y Stanley empujó una vez. Lo atraje hacia mí con fuerza, con todas mis fuerzas, y ambos caímos al suelo, abrazados. Estaba liberado. Tenía que ver a mi mujer. Tenía que ver a mis hijos, fuera como fuese, me dijo».

Sophie respira hondo, como si también allí el aire fuera escaso. El hombre mira a la cámara, sus ojos son de un verde que recuerda el musgo. Su mirada es tranquila, exenta de complacencia.

«Ron había vuelto a la escalera y ya no estaba allí cuando Stanley y yo llegamos. Los otros hombres habían decidido subir. Guardo la imagen de Bobby Coll y Kevin Cork, cada uno de ellos sosteniendo un codo de la mujer: Venga. Estamos en esto juntos. La ayudaremos. Y subieron. Nunca más volví a verlos».

El hombre permanece en silencio. Es un silencio sepulcral, sereno. Su nombre es Brian Clark.

Sophie siente frío. Se abraza a sí misma para entrar en calor. Retorna a la ventana en busca de una imagen familiar que la devuelva a su centro. En la acera, un joven agita un brazo y lanza su gorra al aire, un gesto que le hace pensar en los hombres que recibían a los héroes de guerra. Mientras observa y escucha los débiles chillidos del hurón a sus pies, piensa en ella. En Antonia. La pequeña Antonia a quien nunca conoció, y a quien decidió olvidar junto con todo. El parque destella bajo la luz del mediodía. Resiente la belleza contagiosa del otoño que se pega en las aceras y en las conciencias con la calidez de sus colores. Quisiera que sus pensamientos estuvieran vaciados de emoción, que fueran fríos como una piedra invernal en la palma de la mano.

—Antonia —murmura, y se da cuenta de que es la primera vez que pronuncia su nombre.