La casa

Atraviesan calles de construcciones bajas que parecen inacabadas, muros cuyos mensajes superpuestos se han vuelto incomprensibles, sitios baldíos donde el sol reverbera con sus espejismos. Paula conduce su Peugeot 404 y mira el reloj de tanto en tanto. Morgana, a su lado, lleva a Antonia en los brazos. Para hacer tiempo, Paula da una vuelta y luego otra más larga, evitando transitar las mismas calles. En las aceras, las personas van y vienen. Morgana piensa que cada una de ellas se encamina hacia algún lugar determinado y lleva consigo un propósito. Una cotidianidad que sigue su curso y de la cual ella ya no forma parte. Su vida es ahora un continuo cambio.

Por las noches, en el refugio de turno y con Antonia en los brazos, escucha el estallido apagado de las balas lejanas. Entonces, en la oscuridad, la abraza con más fuerza, intentando administrar su amor, su odio y su miedo. Paula es su ángel guardián. Es así como la llama: «mi ángel de la guarda». Y ahora, mientras conduce, Paula la mira de reojo con su expresión prudente, que no sonríe, pero que nunca la abandona. Morgana lleva anteojos oscuros y sus largos rizos han desaparecido. Una melena lisa y corta que cae a lado y lado de su rostro le otorga una apariencia austera y tenaz. Ha llegado la hora. Paula da una última vuelta y enfila hacia el lugar acordado. La calle desierta está sumida en una tensa espera. Deben aproximarse con cautela al automóvil que lleva a Diego, y si este no se detiene es que existe algún peligro. Una citroneta asoma la nariz desde la siguiente esquina. Se acerca a ellas y estaciona al otro lado de la acera.

—Ahora —señala Paula.

Todo sucede con rapidez. Morgana estrecha a Antonia, toma su bolso, baja del auto y corre hacia la citroneta. Antonia despierta con los movimientos bruscos de su madre y se larga a llorar. En unos segundos están junto a Diego en el asiento trasero del automóvil. Con la vista puesta en la calle, él oprime su mano sin decir palabra, mientras el conductor se aleja precipitadamente. El llanto de Antonia parece amplificarse en el reducido espacio. Diego lleva un terno café, corbata y pulcro bigotito de galán de los años cincuenta. Bajo la estructura rígida de su atuendo, su cuerpo se ve disminuido. Sus facciones están tensas y su piel pálida pareciera no haber visto la luz en mucho tiempo. Antonia continúa llorando. Es la primera vez que se encuentran desde aquella mañana en la clínica, treinta y cuatro días atrás. Morgana acerca a Antonia a uno de sus pechos y la niña succiona con fruición. No ha seguido las indicaciones de Nena, quien, con paciencia, le explicó la forma de ordenar el sueño y las comidas de Antonia. Morgana está siempre para ella. Es el ancla que hace posible la vida, que impide que todo se pierda en la deriva.

El cielo, cansado tras un largo día estival, se está cubriendo, y un velo vespertino flota sobre los aleros de los tejados. Un par de cuadras más adelante, Diego le pide que cierre los ojos. Morgana deja caer la cabeza sobre su hombro. Él pasa su brazo por sobre el suyo y la estrecha. Morgana oye el silbido casi imperceptible que emiten sus pulmones. El auto da vueltas, se detiene, continúa. Advierte la humedad que se asienta entre su cabeza y el hombro de él, el sudor de uno y del otro encontrándose. La citroneta se ha detenido. Ya puede abrir los ojos, pero es mejor que no mire la calle, le dice Diego. Mientras menos información tenga de su paradero, estará más segura. Aun así, alcanza a ver el pequeño antejardín de la casa, donde la sonrisa de un enano de arcilla les da la bienvenida. Al entrar, un aroma a café golpea sus narices, produciendo una ilusión de normalidad. Una mujer, de edad incierta y cabello recogido en una cola de caballo, corta trozos de pan en la cocina. La mujer la mira de soslayo y los saluda con un gesto de la cabeza.

—La compañera Ana —la presenta Diego—. Ella es la dueña de casa, aunque aquí todos cooperamos, ¿no, Ana?

La mujer afirma que sí con una sonrisa de dientes blancos y parejos.

Diego la conduce por un pasillo cuya inquieta penumbra serpentea la casa. En el fondo se escuchan voces. Frente a una pequeña ventana, Diego abre una puerta y la hace pasar a una alcoba con un camastro y un escritorio cubierto de papeles y libros. Una oveja de peluche los mira desde la cama.

—Es todo lo que conseguí —dice Diego, extendiendo los brazos a modo de disculpa.

—Le va a gustar mucho, amor, es su primer peluche —dice Morgana, mientras pasa la mano por la piel sintética de la oveja.

Se sientan en el borde de la cama, Morgana acomoda a Antonia sobre una almohada blanca, y Diego besa su rostro dormido. La observa, toma una de sus manitas, intenta abrir sus minúsculos dedos que están cerrados contra la palma, la vuelve a besar.

Por la ventana, en el reducido espacio que dista entre la casa y la pandereta, Morgana divisa un árbol escuálido que se recorta con la nitidez simple del dibujo de un niño. Aun así, la visión de sus hojas estremeciéndose la reconforta.

—Yo lo planté ahí —menciona Diego cuando nota su mirada detenida en el árbol—, estaba en el patio de atrás, muriéndose. Pensé que cuando vinieras te gustaría ver algo verde y vivo. Aunque lo más probable es que la próxima vez que nos encontremos yo ya no esté aquí —susurra, para proteger su precaria intimidad. Morgana despierta a Antonia con sus caricias.

—Quiero que veas sus ojitos —musita.

Antonia mueve las manos, las piernas, y bosteza con los ojos abiertos. Diego la toma entre sus brazos, la mece, y al cabo de un momento ella vuelve a dormirse.

—Oye, me encanta tu nueva apariencia —observa él, cogiendo la barbilla de Morgana y mirándola con fijeza. Besa su boca. Es un beso corto que los estremece.

—Pero no soy yo.

—Ni yo soy yo —replica Diego, y ambos ríen.

—El señor y la señora Nadie —murmura ella.

—No. El señor y la señora Alguien —dice él sonriendo.

Diego se recuesta a lo ancho de la cama y la abraza. Morgana descansa la cabeza sobre su pecho. Con los dedos ella recorre sus costillas enflaquecidas, dibuja círculos en sus ojos cerrados y sonrisas en su boca.

Desde alguna habitación llegan las voces de los compañeros, mientras que a la distancia se escuchan los ruidos de la calle: un perro que ladra, el silbato de un afilador de cuchillos y, más lejos aún, el zumbido de la ciudad que se une al largo suspiro de Morgana. Cierra los ojos. La silueta oscura del árbol se fija en el fondo de sus pupilas con obstinada mudez. Escucha el corazón de Diego en su oído. Antonia duerme a su lado. El tiempo se detiene. Él le pasa la mano por el pelo. Cuando abre los ojos se encuentra con su sonrisa bajo la cual yace algo que desconoce. Entonces se da cuenta de que, como el suyo, el cambio de Diego es mucho más profundo que el de su apariencia. Siente ganas de llorar por el amor que la embarga, por la impotencia y la transitoriedad de todo. El futuro, el próximo minuto incluso, son inciertos. La única certeza es que están aquí, uno junto al otro, respirando.

—Tienes que salir de Chile, amor —dice Diego con voz queda—. Paula nos dijo que tus padres lograron que la embajada de España accediera a asilarte.

—Por ser española e hija de un franquista. No, Diego, no voy a salir sin ti.

—Yo por ahora no puedo. Hay mucho que hacer. Pero tú tienes que salir. Por Antonia.

—No sin ti —insiste Morgana.

—Basta con que alguien hable para que tú también te vuelvas una de las personas más buscadas de Chile.

Ella cruza su boca con un dedo para evitar que siga hablando. Se tocan, se reconocen sin un suspiro, sin un jadeo. Se enzarzan en un abrazo. Morgana advierte la dureza de Diego contra su vientre. Cuando se monta sobre ella, el pasillo exhala un ruido ahogado. Pasos enérgicos se asoman y reculan. Las voces aumentan su intensidad. Diego se desprende, escucha atento, su ceño aún más profundo, los ojos cansados fijos en la puerta. La tarde se quiebra y en sus grietas aparece la oscuridad con sus destellos helados. El cuarto se presenta con su desnudez y su provisionalidad. Antonia, en el rincón de la cama, cruje imperceptiblemente. Cuando los ires y venires en el pasillo se detienen, Morgana vuelve a abrazarlo. Lo besa. Retarda cada gesto, avanza con su tacto, busca su sexo laxo. Imagina con optimismo que nada ha cambiado, que ella sigue siendo la joven caprichosa que puede torcer el rumbo de los acontecimientos. Lo ayuda con sus manos y luego con su boca a recuperar la reciedumbre perdida. Lo intenta con ímpetu, con desesperación incluso, pero es inútil.

Diego la detiene. Un tono más decrece en la tarde. Si no fuera por sus ojos húmedos y enrojecidos, tal vez podrían aparentar que nada ha sucedido. Pero ambos sienten una pena insoportable, una tristeza que las palabras son incapaces de mitigar, y que solo hubieran aligerado haciendo el amor. Morgana, con la garganta y los puños apretados, piensa que ha aprendido algo nuevo. Las tristezas no son todas iguales. Las hay atravesadas por el miedo, el odio, la desesperanza, y las hay también puras, aquellas que se extienden por todo el cuerpo, violentas, profundas. Diego se reincorpora. Los pasos y las voces en el pasillo se reanudan. Un hombre toca a la puerta. A unas pocas cuadras de la casa, un barrio ha quedado cercado, les dice. Están allanando, Morgana debe salir de ahí, también Diego, pero no juntos.

* * *

La intempestiva salida interfiere en los tiempos acordados con Paula. Morgana la espera hasta avanzada la tarde en una casa a la cual la han llevado. Por eso ahora el Peugeot se mueve a toda velocidad, saltando en los baches, cruzando los barrios de la periferia que comienzan a vaciarse ante la pronta llegada del toque de queda. Los camiones militares circulan con sus panzas cargadas de cascos negros. Al llegar al centro de la ciudad advierten que, unos metros más adelante, una patrulla está deteniendo a los automovilistas.

—Si nos damos la vuelta nos convertiremos en sospechosas —dice Paula—. Tenemos que seguir. Lo puedes manejar, ¿verdad? No digas nada, solo haz lo que ellos te indiquen. Antonia, la pequeña Antonia, nos protegerá.

Cuando pasan frente a la patrulla, un militar las detiene y les indica que se bajen. Siguiendo sus órdenes, Paula levanta los brazos y los pone sobre el techo del Peugeot. Con un brazo, Morgana aprisiona a Antonia contra su pecho, mientras que con el otro imita a Paula. La niña comienza a llorar. Un soldado registra el interior del coche, la guantera, bajo los asientos, la cajuela. Tras sus espaldas escuchan risas, chanzas, gritos. Advierte el aliento de un hombre deslizarse por su cuello y siente asco. Al tiempo que intenta apaciguar a Antonia, Morgana mira a Paula, quien, con los ojos fijos al frente y sin moverse, no percibe su llamado de auxilio.

En los inmuebles vecinos, las ventanas están en penumbras. Da la impresión de que sus habitantes intentan ocultar su existencia; al igual que los escasos transeúntes, que, sin mirar hacia el lugar donde las dos mujeres han sido detenidas, apuran el paso y desaparecen en la oscuridad de la calle.

—¿Y esta mierda qué es? —escuchan de pronto el grito agudo de un soldado.

Una peluca de largo cabello negro cuelga de su mano como una cabeza decapitada. Los gritos del soldado se vuelven más enérgicos, mientras que, tras ellas, continúan las risotadas.

—Respóndanme, qué chucha significa esto. ¿Acaso son terroristas? ¿Ah?

Paula no emite palabra y el grupo de soldados que guardaba una cierta distancia se aproxima a ellas, creando una tenaza de cuerpos a su alrededor.

—Tengo cáncer —dice Paula sin voltearse. Se pasa una mano por la nariz con fuerza, en un gesto casi masculino, y continúa—: Estoy en tratamiento, en un par de semanas estaré pelada.

—Súbanse al auto, rápido, antes de que las agarremos de nuevo. Esto se queda aquí —indica el hombre, levantando la peluca—. Se la vamos a dar al mariconcito de Cuevas —exclama, dirigiéndose a los soldados, quienes explotan en unas carcajadas que las persiguen cuando se suben al auto, cuando Paula aprieta el acelerador, y continúan pegadas en sus tímpanos, sin soltarlas por un buen rato.

Más adelante, en la esquina de Los Leones con Providencia, ven una gran fogata en el centro de la calle y ralentizan la marcha. Un grupo de soldados alimenta las llamas con libros que sacan de una pila. Las letras arden y se retuercen contra el fondo bajo y opresivo de la noche. El humo que asciende envuelve el ambiente en un halo de irrealidad. Ambas mujeres se miran. Morgana oprime con fuerza la mano de Paula que, aferrada al volante, aún tiembla, mientras Antonia dirige su parloteo a la luna que se asoma por la ventanilla.